Especial • La tierra del tigre. La poesía de Eduardo Lizalde
Eduardo LizaldeLa caza del tigre

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Eduardo Lizalde representa un caso raro en la poesía mexicana, al menos, por dos razones: una, que su reconocimiento como poeta sólo se dio pasados los cuarenta años con la publicación de El tigre en la casa (1970), y que, por la vertiente primordial de su país, ha sido y es en nuestro país el más brillante, por no decir el real y único, heredero de la poesía maldita, sobre todo del linaje francés: de Rutebeuf y Villon, de Baudelaire y Rimbaud, de Lautréamont y Artaud. De todos, sin duda, su influencia múltiple, su “verdadero dios”, ha sido, como lo fue para Arthur Rimbaud o para Émile Nelligan, Charles Baudelaire.

Antes de 1970, Lizalde había pasado, al menos, por tres aventuras poéticas: una, la del Poeticismo, donde la suprema divinidad, con sus imágenes y metáforas de ornamento extremo, fue Luis de Góngora, y donde los poeticistas quisieron ser, como ha escrito el propio Lizalde, supergongorinos; la otra, su poesía social y de denuncia,1 representada por su libro La mala hora (1956) y poemas como “Odesa” (1958), “Cananea” (1958) y “La sangre en general” (1959), y la última, su aspiración a componer el gran poema reflexivo, a alzar una bella arquitectura musical y verbal del pensamiento, a la manera de altos modelos como El cementerio marino, Cuatro cuartetos, Altazor, Cántico y Muerte sin fin. No es otra la intención, nos parece, de Cada cosa es Babel (1956), poema que encontraría de alguna manera una continuación en Al margen de un tratado (1981-1983), donde Lizalde adapta en poesía personalísima los pensamientos del Tractatus wittgensteniano. Cada cosa es Babel representa en la obra de Lizalde —observa Jorge von Ziegler en su ensayo “Las palabras y las cosas”— “síntesis, primer hallazgo y superación de sus empresas juveniles”, es decir, piedra de fundación de su verdadera poesía.

A excepción de fragmentos de Cada cosa es Babel, es difícil hallar en la poesía anterior piezas mínimamente antológicas. El más encarnizado crítico de su mala aventura poeticista y de su mala aventura de denuncia ha sido el propio Lizalde, ya en prólogos a sus libros de poemas o en entrevistas que ha otorgado. Poemas redactados con bocina para que se oigan mejor los gritos y las invectivas del orador de partido durante los mítines en la plaza pública y que hoy leemos con alguna incomodidad para saber cuáles fueron los inicios de un poeta notable. La mejor muestra del desdén actual del propio poeta a esa parte de su obra es su exclusión en esta antología.

A los cuarenta años rodeaban a Lizalde la sombra de varios fracasos o decepciones: de la experiencia socialista, del movimiento estudiantil de 1968, de la huella devastadora de los amores desdichados, de los desencuentros con su propia poesía y de la falta de reconocimiento por parte del medio literario. ¿Adónde volver la vista?

En ese contexto desesperanzador surgen los poemas de El tigre en casa.

 

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Es imposible disociar la imagen del tigre de la obra y la figura de Lizalde. Que yo sepa, ningún poeta de lengua española como él ha tomado al tigre en su obra en sus infinitas posibilidades emblemáticas y reales. Si Proteo reviviera se transformaría para Lizalde sólo en figuras de tigre. Gran lector de Blake y de Borges, la deslumbrante influencia proviene menos en su obra de ellos que de las novelas de Kipling y Salgari. Desesperado, minucioso explorador de la literatura sobre el tigre, huyendo a menudo de él y regresando a él por casi treinta años, la fiera surge, crece, se transforma e ilumina sus poemas más terriblemente hermosos y más profundamente humanos. Si Borges, en su Dreamtigers, decía que el tigre de su infancia sólo podía soñarlo después de los sesenta años disecado o endeble, ocurre casi lo opuesto con Lizalde. Desde que escribe el poema inicial de El tigre en la casa hasta su libro Otros tigres (1995), vemos a la fiera caminar dejando en el aire el oro y el negro, una geometría alucinante y perfecta de rayas en movimiento, un hilo de sangre que va —que vamos— dejando por el planeta a causa de nuestros diarios crímenes. Los famosos versos de William Blake: “Tiger, Tiger, burning bright, / In the forest of the night”, llenan con su luz estremecedora y su “terrible simetría” las selvas de Sumatra, de Java o Bengala, y se extienden hasta las páginas de Lizalde para hacerlas fulgurar. No en balde los dos libros catedrales del poeta, los dos libros que fulgen sombríamente en la poesía mexicana, son El tigre en la casa y Caza mayor. Si en el primero el tigre es la identificación sin fin con el propio poeta, con el hombre y con la raza humana, si es, como él dice, “la imagen universal de la desgracia amorosa”, para el segundo, en cambio, magníficamente, Lizalde se ha inmerso en la selva de la literatura tigresca y de esa profunda inmersión ha extraído poemas de la historia del tigre y nuestra historia. Ha vuelto música verbal lo que era información libresca. Es un libro bellísimo. Por Lizalde sabemos, luego de esa furiosa búsqueda, que el tigre dolorosamente es una especie en extinción, del cual restaban, en 1979, escasamente cuatro mil fieras en todo el orbe y que con el tigre iba muriendo “la historia de los tigres”; por él sabemos que el tigre en celo, “como un pozo de semen”, es capaz de resistir cincuenta cópulas diarias con la hembra; por él sabemos que la tigra pare cada dos años, y que, junto con el macho, devora carniceramente a casi todas sus crías —el tigre, en fin, cuyo ciclo de vida apenas supera ya los 15 años.

Pero el tigre magnífico, como todo, tiene su anverso y su reverso. Por Lizalde sabemos también el revés de su elegancia desdeñosa y su imantado fuego. Citando autoridades en el asunto como Kailasch Sankhala, Lizalde nos cuenta que “el gran perverso, el Shere Khan”, es, de cerca:

...un espectro doloroso,
una criatura patética y enferma,
tantálica, sufriente y latigada.

El tigre hiede y es él mismo “otra selva devoradora de chupadoras bestias diminutas y homicidas” y lo cubre una “multitud de sabandijas”.

Pero pese a todo y contra todo, el tigre es superior a todas las criaturas y a todos los hechos que se hallan “en el dossier de artista del Señor”. El tigre es de Éste —concluye el poeta— su chef d’oeuvre, su pieza magistral. A fin de cuentas es una lástima —ha declarado Lizalde en una entrevista— “que crezca la raza humana, que es mucho menos bella y mucho más bestial que el tigre”.2

 

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Cuando un poeta escribe sobre sus autores predilectos, o los menciona o utiliza epígrafes o reproduce citas, es una manera de hacernos un gesto o un guiño sobre su propia vida y escritura, como cuando Borges escribe sonetos sobre Cervantes, Milton, Swedenborg, Jonathan Edwards, Emerson y Poe, o cuando Neruda canta a Quevedo, a Rimbaud, a Whitman, a García Lorca y a Vallejo, o Cernuda redacta poemas en defensa de Góngora, Verlaine y Rimbaud. Con Lizalde, por resaltar algunos prójimos, aparecen o se repiten en su obra, Villon, Blake, Baudelaire, Rilke, Kafka, Pessoa, López Velarde, Bonifaz Nuño, Revueltas.

En toda la poesía de Lizalde hay un fondo biográfico, es decir, anida en ella una multitud de experiencias personales, pero asimismo, como juego o complemento, hay la referencia culta, dicha siempre como si no pasara nada, como si se refiriera algo al paso a lo largo de una conversación en el compartimento de un tren o en la mesa amistosa a la hora de la cena. Yo creo que muy pocos en la poesía hispanoamericana contemporánea han puesto tantas señales cultas como él. Son decenas. Por poner algunos ejemplos, puede desarrollar un epígrafe con versos de López Velarde que hablan sobre la desfiguración del cuerpo, o poetizar un tema económico (la plusvalía según Marx), o recrear una anécdota infame de un emperador romano (Cómodo), o desde una foto de un gran autor —digamos Kafka— contarnos de su parecido físico y de penas parecidas, o tomar un género de la antigüedad grecorromana —pensemos en el epigrama— para utilizarlo con frecuencia. Y así y una y otra vez y numerosamente.

 

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Poesía, vino y mujeres son mágicos pilares de la casa de la poesía lizaldiana. O si se quiere decirlo representativamente por sitios: el cuarto de estudio, la taberna y el lecho.

La cantina en México ha ocupado un lugar de excepción en la historia política y cultural de México. Para Lizalde la cantina pero también el bar de mala muerte y lupanares infames han sido punto de encuentro para conversaciones con amigos y para conversaciones tristísimas consigo mismo en días de soledad, de dolor o desencanto. En Caza mayor hay un listado con nombres que a François Villon le hubiera encantado leer en los muros del Barrio Latino parisiense al promediar el siglo XV: La Curva, La Derrota, La Providencia, El Tigre Negro, El Ratón, La Rendija, La Burbuja, La Flor de Valencia, El Mirador, La Ópera. En las mesas de los antros el poeta recalaba con amigos poetas y escritores como Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Illescas, Jaime Sabines, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso, y hablaba con ellos, ya de filósofos, ya de poetas, o brindaba por las mujeres o jugaba el ruidoso dominó o el reflexivo ajedrez o escribía en difíciles horas solitarios poemas. Por eso, mientras juega una partida de dominó, puede decir con versos que en momentos pueden recordar líneas del mundo de placeres sensuales de Alceo, de Anacreonte o Khayam:

Cierre a blancas.
El regocijo de esa inútil guerra:
no tiene el hombre bajo el sol mayor placer
que el de alegrarse,
gozar con su mujer a la que ama,
beber de frente y no de lado,
echada el ancla, a fondo, al vino.
Su porción de cielo.

Si por un lado en las cantinas se van dejando las quincenas, el hígado, la fijeza de la mirada y la fuerza corporal de juventud, por otro, el vino y la cerveza, las conversaciones amistosas, los juegos de salón y la reflexión melancólica, dan suaves alegrías y reposados goces.

 

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Si la detallada destrucción amorosa surcaba las páginas devastadoras de El tigre en la casa y parte de La zorra enferma, el amor se volvió en los siguientes libros, casi siempre placentero y celebratorio. Hombre afortunado con las mujeres, Lizalde ha sabido, en medio de todas sus adversidades e infortunios, que la fin du jour est femme, o que las nalgas de una mujer bien hechas son la obra fundamental de la naturaleza, o, refutando a Hipias y a su teoría de los modelos superiores, decir carnalmente que “sólo existe esta beldad o aquélla”. Que las rosas, como los tigres, son terribles, pero se debe, como insistían el romano Horacio y el francés Ronsard, saberlas cortar a tiempo. Los grandes sensuales reflexionan poco sobre el amor; lo viven.

 

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Al contrario de poetas como Luis Cernuda, Alí Chumacero y Jaime Sabines, que parecen haber escrito un solo libro, el espectro en la obra lizaldiana es amplio y diverso. No es fácil percibir a primera vista, como escritos por la misma pluma, libros como La mala hora, malogrado lance del militante político, Cada cosa es Babel, con su pluralidad reflexiva, El tigre en la casa, que junto a los Cantos de mal dolor de Juan José Arreola y Albur de amor de Rubén Bonifaz Nuño son los grandes libros misóginos de nuestra poesía contemporánea, Dichterlieb/oleros, traslado y tránsito de sus deleites de melómano, y Tercera Tenochtitlan, su antigrandeza mexicana.

Pero si por algo durará Lizalde en la memoria de las generaciones que pasan como las hojas será por los libros donde el tigre salta desde las páginas para andar por las calles de las ciudades del mundo y acabar siendo algo o alguien que se parece a mí o a ti o a uno de nosotros o a uno de ustedes, o mejor, a todos nosotros y a todos ustedes. Un tigre soberbio que jamás se rebaja a repetir el mismo paso. Y yo, como tú, me canto y me celebro a mí mismo en el tigre que desde el primer día de la creación se deslumbra y se desgarra íntegra y puramente en el corazón de la estirpe humana.

 

Notas

  1. Para entender la poesía y la vida de Lizalde, en su compromiso definitivo y en su decepción amarga, es básico conocer los antecedentes de su intrincado paso por el Partido Comunista mexicano (1955-1960), por el Partido Obrero Campesino (1960) y por la Liga Espartaco Leninista (1960-1963). Curiosidades históricas: del Partido Comunista él y otros escritores e intelectuales fueron expulsados por criticar “desde la izquierda” la invasión rusa a Hungría en 1956 y la represión en Polonia. Es decir, por un lado, la creencia fervorosa por años en la Revolución y, por el otro, la persuasión posterior de que todo revolucionario debe evitar que las revoluciones lleguen a ser lo que han sido y de que el hombre siempre “será el lobo artero del hombre”. Llegó un momento para Lizalde en el cual era imposible creer o jugarse la vida por paraísos con veinte millones de muertos, campos de concentración (Gulags), jerarquías férreas que no dejaban pasar el mínimo aire o la más delgada luz, con cárceles y persecuciones laborales para los disidentes y sus familias. La Revolución, palabra divinizada por la izquierda en el siglo XX, ha sido, para Lizalde, en su creencia hasta los años sesenta y en su adiós y crítica desde los años setenta, un tumor maligno que no ha logrado extirpar, una sombra que mira hasta de noche.
  2. Periódico de Poesía, 4, invierno de 1993, “Las andanzas del tigre. Entrevista con Daniel Sada”.