Especial • Haití: las palabras no bastan
Haitiano

Tragedia en Haití. Fotografía: Logan Abassi

Comparte este contenido con tus amigos

Llevo cuatro días encerrado en este hueco sin recibir siquiera sonidos desde el exterior. Presumo que nadie sabe que aún estoy vivo, y estoy casi seguro de que ya no se organizan búsquedas de rescate en esta zona.

Toda mi vida ha sido una espera, una lenta espera de trascender mi miseria o de acortarla accidentalmente, uniéndome a la legión de espíritus sin cuerpo, vencidos pero aún aferrados a su lucha en este suelo.

Soy padre y soy hijo, soy amigo y soy compañero de esquina de más de un despojado como yo. Mis hijos se han ido hace tiempo en búsqueda de un mejor lugar en donde pelear la batalla de la vida diaria. Sus cartas siempre han conseguido llegar hasta mí de algún modo u otro luego de deambular de mano en mano y ser leídas por pocos. Aprender a leer no es algo a lo que se acceda fácilmente en estos tiempos. Yo tuve la suerte de vivir algún tiempo bueno y por eso las cartas de mis hijos siempre llenaron mis ojos con lágrimas y amor del que duele pero sana. Tuve suerte, tuve una educación que para muchos aquí es sólo una utopía.

Soy hijo, siempre lo seré, aunque desde este hueco sería difícil adivinar si me he transformado ya en un huérfano o si ellos, con mejor suerte que yo, ya han asumido que cargarán hasta su muerte con esa palabra aún no inventada y con ese dolor sin adjetivos.

Sobreviví a los peores huracanes que azotaron la isla y creí, luego de esos desastres “naturales”, que mi dios dejaría de probar nuestra resistencia. No pasó mucho tiempo desde que las imágenes de mi Haití querido fueron una triste noticia en primera plana de los diarios mundiales. Haití siempre debiera ser noticia, y alcanzar los primeros planos hasta que su dolor se haga tinta indeleble y desesperación ajena, pero nuestra pobreza es ya una costumbre del mundo y lo ya sabido y ajeno, por más injusto que sea, no vende ejemplares ni despierta conciencias. Somos una especie de callo emocional internacional para muchos, aunque por suerte para otros nunca hemos dejado de ser una emergencia.

Yo creo en un dios aunque no lo llame Dios, es mi guía, mi espíritu protector, y soy un agradecido. Le pido poco y le agradezco mucho; quizás por eso siempre he tenido pocas cosas materiales pero he crecido en pensamientos y sentimientos.

Alguna vez he sido parte de rituales que me alejaron de mi conciencia y me sumergieron en los sonidos de los tambores hipnóticos, inmerso en las vías de exploración de los caminos de encuentro con las creencias de mi pueblo. Mi esencia no ha cambiado al acercarme o alejarme de ellos y puedo decir hoy con orgullo que no he rehusado a ser parte de la cultura de mis ancestros, que la he palpado con el alma y los sentidos, que soy un fruto de mi tierra y su historia.

Cada país carga con su historia, sus dioses y sus demonios, pero quien desde afuera intente generalizar el pensar de una nación, expone su ignorancia acerca del ser humano. Los rumbos del alma no saltan a la vista. Y es ese rumbo interno que me define, el que no me ha permitido ejercer la libertad de escapar de mi destino, de rehacerlo desde otra tierra. Algunas decisiones son sólo permisos.

Cuatro días en este encierro de polvo, dolor y silencio no me permiten otra cosa que pensar y cortar amarras. No me permito pensar en un futuro ni tampoco dormirme. La desesperación se ata al pánico por momentos y entonces creo perderme para siempre, pero mi alma se aferra a la esperanza de sobrevivir una vez más al castigo de una naturaleza impiadosa que se ensaña con mi pueblo, sin misericordia, desoyendo los avisos de mi dios a quien imagino gritando:

“¡No a ellos! ¡No a quienes no poseen las herramientas para reforzar su fe ante el caos y la desolación! ¡No a un pueblo que carece de líderes con poder para cambiar su suerte!”.

La naturaleza no es un ser humano, no castiga, no opina, no elige, lo sé, pero es previsible a veces y quienes tuvieron la riqueza de acceder a doctorados en el estudio de catástrofes naturales han usado su lenguaje para dar vida al mensaje, al aviso. ¿Y luego qué?

Mi dios se queja, lo sé, aun sabiendo que la ayuda llega en el momento en que el aviso se hace muerte y caos. Desde muchos lugares, incluso desde países que no comparten nuestra cultura ni nuestro continente, hemos recibido en el pasado cercano ayuda ante catástrofes anunciados, ya cuando nuestra desesperación era aguda y por eso noticia. He sido testigo de la ayuda intempestiva, contundente, para intentar rescatar a los sobrevivientes o crear fosas comunes para los muertos, como seguramente ahora estarán cavando. No quiero parecer desagradecido, no lo soy, mi corazón los honra y está con ellos, pero ese tipo de ayuda tiene una fecha de vencimiento, no nos alcanza para honrar la vida entre un desastre y otro. En esos lapsos es cuando la muerte planea nuestro entierro.

Necesito agua, necesito luz, necesito escuchar una voz o un ladrido, un golpe, un derrumbe que me lleve a esperar una salida. No puedo mover más que mis dedos y apenas un poco mi cabeza. Si aún sigo vivo es porque respiro. Aire, polvo, no importa, hay oxígeno aún a mi alrededor y es probable que esté filtrándose hacia mí desde la superficie. Hay un camino entonces, tal vez un pasadizo tan angosto como mis venas y tan imperceptible como el color de mi piel en este momento. Soy gris, estoy gris polvo, y qué importa. Mi color es el color de mi alma, transparente, brillante, rojo a veces ante el dolor y la furia del desamparo, azul como el cielo que cubría mis noches y color tierra de descanso.

No sé si estoy solo en esta pila de derrumbes, pero siento que estoy solo por primera vez en mi vida. Y con mucho tiempo para pensar en todo aquello en que ya he pensado decenas de veces. La vida, la muerte. No veo ahora la gran diferencia entre dormirme y morirme, y la verdad es que tengo mucho, demasiado sueño.

Mi última decisión será entonces elegir el momento de mi muerte. Cuatro días no me han vencido pero sé que el azúcar en mi sangre y mi deshidratación darán el último veredicto. Un ultimátum a mi cerebro y mi corazón se aliará al vencido. Mi alma, sin embargo, prescindirá de líquidos y de sólidos, de curas y de oxígenos, y volará de aquí en cuanto mi decisión de volar se transforme en un hecho. ¿No es eso magnífico?

Cuatro días...

Ya es hora de dejar de mentirme y reconocer que no puedo, de ninguna manera posible, medir aquí el tiempo. Ni siquiera puedo asegurar que estoy vivo. Se necesita tener un espejo humano para saberse vivo, una respuesta, una mirada, un sonido.

Pero por si acaso, aun si ya no soy de carne y hueso, quisiera creer que puedo enviar mis pensamientos a través de mi espíritu hacia algún escritor con insomnio, e inspirarlo a escribir unas pocas páginas sobre mis ganas de salir de este hueco, de llegar con mi voz a todos aquellos que tienen en sus manos y sus cuentas bancarias la posibilidad de ayudar a la gente de mi país a sentirse dignos de estar vivos y de ser haitianos, de sentirse merecedores de ayuda por el simple hecho de sobrevivir una vida que muchos otros ni siquiera podrían soportar como testigos, viéndola por TV. Le pediría a todos aquellos que gozan de millones, mansiones, colegios exclusivos, vacaciones en islas exóticas y lujos terrenales ridículos que nos destinen al menos sus migajas para poder ver a nuestros hijos crecer sin morirnos antes de enseñarles a sobrevivir la miseria que les ha tocado enfrentar. Y a aquellos que no poseen dinero, que usen su voz, sus letras, esas herramientas poderosas que despiertan conciencias y empujan acciones. Que informen, que pidan, que griten lo que nosotros no podemos gritar por estar ya cansados de repetir el mismo grito.

La ayuda debe preceder a los huracanes y los sismos, la ayuda debe ayudarnos a vivir, no a sobrevivir. Nuestra voz debería ser escuchada sin ser atenuada por nuestros tambores o nuestras creencias, quizás distintas a quienes nos miran, ahora impresionados y angustiados, vía Internet o por TV.

Ser humanos, ser, humanizarnos, a toda hora, en todo momento, no pido mucho. Nuestras emergencias son crónicas, y requieren más atención que las guerras de ideas y poder.

¿Qué más puede hacer la naturaleza para llamar la atención del mundo entero sobre nosotros, los haitianos?

Nadie elige sus miserias. He aprendido que la vida es una ruleta, rusa a veces, que nos obliga a aprender a sobrevivir distintas situaciones. A nosotros nos tocó este dolor, repetido y amplificado en la dependencia de los recursos ajenos. No hace falta aclarar que no es un aprendizaje fácil.

Desde este hueco perdido en un tiempo indeterminado, sólo puedo esperar que alguien recupere mis súplicas y las divulgue, que las interprete y traduzca, y que haga llegar mi humilde pero intenso agradecimiento a quienes creen fervientemente que todo ser humano merece ser celebrado y ayudado como ser humano, en su antes y su después, en su llegar y su partir, porque después de todo...

Todos somos la misma cosa.

Si la vida me da otra oportunidad para celebrarla, no escaparé de mi tierra de pobres y de duelo, cumpliré la promesa de mis antepasados y de mi gente: esperar y creer que Haití no morirá en el intento de elevarse entre sus ruinas.

 

Desde mi lugar de escritora necesito gritar este mensaje, tan imaginario como real, un grito ajeno encerrado en su propio eco, una emergencia que supera su cotidiana emergencia, un duelo crónico que los haitianos han sido obligados a enfrentar y cuya intensidad muchos de nosotros ni siquiera podría imaginar. El agradecimiento a quienes responden al pedido de ayuda es tan profundo como mis deseos de que nuestra mirada no se desvíe del dolor de los haitianos una vez que la naturaleza deje de llamar sádicamente la atención sobre ellos.

 

Haití: las palabras no bastan