Especial
Alí ChumaceroLos dos Alí Chumacero

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A Paul Valéry, igual que a Borges y a Pound, le parecía que el gozo de un poema, de cualquier poema, era del todo independiente del hombre que lo escribió. Pero en todo hay excepciones, y el poeta y ensayista francés las encontró en los casos extraordinarios de Villon y Verlaine. A Valéry le asombraba, tal vez le maravillaba, que poetas de vida criminal y crapulosa tuvieran en muchos de sus versos instantes de una delicadeza y de una dulzura conmovedoras. Eran poetas que, para disfrutar mejor de su obra, se necesitaba conocer algo de su época y de su vida, o al menos, ése es el recado que deja Valéry en el bello ensayo que escribió sobre ellos.

Si esta idea la extendemos hacia la tradición mexicana, podríamos decir que hay poetas de los que supimos lo suficiente, como Othón, López Velarde, Pellicer y Sabines, para decir que sus libros son una extensión, o si se quiere, una cifra de sus vidas, como si hubieran buscado dejar con su obra, para decirlo con Ungaretti, “una bella biografía”, o para decirlo con Quasimodo, “la vida de un hombre”. Sin embargo hay casos de admirables obras, como las de Ponce, Gorostiza y Cuesta, en que la poesía nos deja saber apenas de la vida del hombre que la escribió, o como en el caso de Chumacero, que la obra parece ser lo contrario de su personalidad. Los poemas de Chumacero, escritos en la soledad sombría y a la hora de la pesadumbre, poco o nada tienen que ver con el hombre zumbón y afable, o para resumir cordialmente, con uno de los hombres que yo conocí que menos se tomaron en serio pero que pidió también, sin ser muy oído, que los otros no se tomaran en serio. Su obra me hace recordar los cuadros del Caravaggio: entre numerosas sombras se hallan prodigiosos puntos de luz. Entre escaleras como espirales y cuartos como celdas oscuras entran repentinamente a las páginas ráfagas de aire y líneas de una mañana de sol. Para el hombre señalado con ceniza, para el marcado por la caída adánica, para el yo pecador que añorará después de muerto la tempestad, es posible encontrar el amor entre ruinas y la belleza perdurable en la hora de la hora de la mirada verde de una mujer.

En la vida diaria Chumacero se pareció más a las proposiciones de deleite que hallamos en los versos de Alceo, de Guillaume de Poitiers o de Khéyyam, que dejó como legado el aire fúnebre de sus propios versos. Epicúreamente Alí amó el sabor del vino, la tersura del cuerpo de las mujeres, el orbe de la danza, las noches alegres que entran en la madrugada, la amistad compartida y el epigrama continuo en la conversación que entra como un estilete de luz sombría en el corazón y el alma. A los 84 años Alí mantiene la fidelidad lúdica de los años de adolescencia. Desde entonces no se ha cansado de reírse del mundo y reírse de sí mismo, huyendo siempre de la tristeza que nos ahoga y de la angustia que roe y mina. Si en algún momento, si en un mañana remoto, no se supiera un solo dato de su vida, si sólo quedara su admirable obra, si alguien se maravillara con poemas perfectos como “Responso del peregrino”, “Monólogo del viudo”, “Vacaciones del soltero”, “Salón de baile” o “Losa del desconocido”, nadie sabría ni imaginaría que quien escribió eso fue un hombre que amó con lealtad pero sin fe religiosa el anverso y el reverso de la moneda que cifra este mundo y a quien le hubiera gustado mirar la tempestad por los siglos de los siglos. Como el personaje faulkneriano de Las palmeras salvajes, Alí podría haber dicho en el ayer del hoy que es mañana: “Entre la pena y la nada, elijo la pena”.

2002