Especial: Adiós a Carlos Fuentes
Carlos FuentesHa muerto el último pope de la literatura mexicana

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Ha muerto Carlos Fuentes, heredero de la mexicanidad y universalidad de Octavio Paz, uno de los cuatro mosqueteros principales del Boom latinoamericano, novelista, abogado, crítico y polemista inagotable, un intelectual sin fronteras que nació en Panamá, estudió y se hizo escritor en Chile, continuó en Argentina y no dejó de escribir, ni de dar la vuelta al mundo, y menos de pensar en su trágico e inseparable México, donde se desarrolla, plantea y origina su obra literaria. Un enamorado de la novela, género al cual le dedicó centenares de páginas para demostrar el porqué de su existencia, permanencia e importancia. Un mexicano esencial, de su tiempo, que no se sintió nunca llamado por ningún falso clarinete de la historia. Sus últimas semanas de vida fue a despedirse de sus viejos pagos, un viaje de Ulises al revés, Argentina y Chile, dos países que le formaron, donde tenía grandes amigos. Había escrito un último libro a cuatro manos con el ex presidente de Chile, Ricardo Lagos, y había tenido una velada con Skármeta y otros amigos. En la Feria de Buenos Aires se despidió con una visión de lo que mejor sabía hacer, ver el mundo y la literatura con luces largas, globales, las culturas, y olfatear el porvenir y mirar también, recorrer las vísceras de su patria. Hizo hasta el final de sus últimas horas lo que más le gustaba a este lector inagotable, expresar sus ideas literarias y políticas, propiciar una mejor convivencia entre los pueblos, viajar y, desde todos los púlpitos, hacer oír su palabra. Parecía más mexicano de lo que parecía o hacía notar.

No escribió Pedro Páramo —y le hubiese gustado—, Cien años de soledad ni Rayuela, ni La vida breve ni Los pasos perdidos, ni La casa verde, pero como buen discípulo de Octavio Paz fue crítico, estudioso, un ensayista depurado y un escritor culto en el estricto sentido del término, que cultivó la literatura propia y ajena. Un hombre de su tiempo y, quizás ya lo he dicho, anteriormente o más adelante o siempre. Sin embargo, es la historia, el tiempo, los lectores, los que se encargan de poner las obras en su preciso lugar. Carlos Fuentes lo sabía y advertía para sí mismo, como lo hizo Paz sobre su poesía.

Defendió la novela, se abrazó a ella como Nietzsche al caballo de Turín, siempre una respiración nueva, la narrativa vive, un Quijote lanza en ristre contra los molinos de viento que asoman con sus interrogantes, dudas, para insistir que la novela es más que un cuento de nunca acabar.

24 horas antes de su repentina muerte en un hospital mexicano, leía las que fueron sus últimas palabras públicas llenas de esperanza, donde decía que el trabajo es su fuente de juventud y tener siempre un proyecto pendiente. Me pregunté en ese instante, cuando aún tenía vida y nos acompañaba con su lúcida palabra, si entre sus proyectos pendientes tenía leer a Bolaño o ya lo había hecho, él, un lector consumado de todas las actualidades. Una gran incógnita que nos deja, no le alcanzó el tiempo, no sabemos. Mi interrogante se originaba en el país donde nació: Panamá.

Vivió en Brasil, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, fue un hombre cosmopolita como su palabra, la que defendió a capa y espada en todo el mundo, sin complejos y siempre documentado.

Escribió sistemáticamente, en su máquina de rodillo y teclado, unas 20 novelas y miles de artículos, ensayos y opiniones, y siempre le tomó el pulso a su inmenso y amado México, Estados Unidos, América Latina y el mundo. Uno de los pocos intelectuales que no se arremangaban las mangas ni hacían morisquetas o remilgos para decir lo que pensaban, criticar, proponer ideas, recurrir a la historia, fustigar el presente y reclamar un futuro más digno.

Hablaba español, pero representaba la lengua de la humanidad en azteca, maya, desde el dolor, convicción y profunda visión mexicana de la vida, aunque su universo se ampliaba a todas las culturas, razas, credos y colores, y su única frontera, seguramente, fue el odioso muro de la frontera vecina.

Carlos Fuentes nos ha sorprendido con esta partida repentina en la flor de su vibrante intelecto, y con la muerte de Octavio Paz y Carlos Monsiváis, quizás México cierra un ciclo de águilas que no dejarán de remontar altura mientras exista un lector aguzado. Juan Rulfo forma parte de estos pioneros de la vida y la muerte.

México ha sido un país de asilo y huésped de grandes escritores, poetas y novelistas, un lugar privilegiado donde García Márquez escribió Cien años de soledad, Malcolm Lowry, Bajo el volcán, Roberto Bolaño tomó como escenario el país azteca para sus novelas Los detectives salvajes y 2666, Álvaro Mutis su narrativa y poesía, el irreverente autor de La puta de Babilonia, Fernando Vallejo, y los españoles León Felipe, Luis Cernuda, Tomás Segovia. La poeta chilena, Gabriela Mistral, es punto y aparte. México le erigió estatuas en vida.

La tierra de Carlos Fuentes ha sido generosa en asilos y en derramar sangre. El autor de Aura y La región más transparente no escribió con guantes de seda sobre México, ni en el último instante de su vida. Vivía, sentía, advertía, analizaba la zozobra de un México que le estaba fallando a su propia historia.

Este es un homenaje a su coraje, valentía, lucidez, honestidad, compromiso insobornable con México hasta el final de sus días. Sobre Enrique Peña Nieto, candidato del PRI a la Presidencia mexicana y favorito hasta el momento, dijo: “Este señor tiene derecho a no leerme. A lo que no tiene derecho es a ser presidente de México a partir de la ignorancia, eso es lo grave. Es un hombre muy ignorante”. “No lee, no sabe el monto del salario mínimo ni el precio de la tortilla”.

Los problemas del país son muy grandes para candidatos “muy pequeños”, subrayó sobre los demás presidenciables, a los que no les dio respiro, ante el abismo de incertidumbre que vive el país azteca. “No hay uno al que yo le dé mi voto y lo lamento porque siento que es la última oportunidad política que tiene México”, advirtió.

Sus restos no permanecerán en México. Ya había decidido permanecer para el infinito en el cementerio de Montparnasse de París, junto a sus hijos Carlos y Natasha. Su deseo, descansar donde está su amigo Julio Cortázar, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Samuel Beckett. En Argentina contó que ya había dejado preparada la lápida, días antes de morir. (La muerte es tan pública en México / y popular como la vida, / la sacan a pasear y se abrazan a ella / como una amiga eterna).

“Tengo un monumento muy bonito esperándome”, dijo a la prensa durante su visita para la Feria Internacional del Libro. “Se acerca el momento de ir a ocuparlo”.

Cuando mueren o desaparecen del escenario público figuras de esta omnipresencia, tal vez se abran nuevos derroteros a la novela y a la literatura. Carlos Fuentes cubrió un gran ciclo de mucho más de medio siglo, un tiempo humano vasto, inimaginable para algunos, pero cuyo resultado ha sido muy fructífero para México, Iberoamérica y la palabra en español. Ha sido un guardián del idioma, su primer espadachín en muchos años. Quizás hoy no se vislumbre su sucesor, pero la historia se encarga de ello, el tiempo, las circunstancias, y México está en un momento histórico que requiere no solo de una voz, sino de muchas voces. México está de luto, no solo por la muerte de su voz más personal y memoriosa, sino por los crímenes contra las mujeres, periodistas, gente común y corriente.

Fue también un político correcto en el lugar correcto, se movió en las cumbres de la política latinoamericana, europea y norteamericana, con amigos puntuales, presidentes y ex presidentes, pero no fue criticado como su amigo Gabriel García Márquez. Dejó correr el sedal en el carrete de la vida y de la novela latinoamericana. Un hombre de debates, foros, ideas, vivió en la ciudad más poblada de la tierra y nunca perdió la voz, el diálogo, la palabra. El DF es una Babel sin proponérselo, creció casi por arte de magia de los propios mexicanos, que cada día amanecían con más habitantes, casas, colonias, calles, inmigrantes, lenguas nativas, edificios, voces, voces de las cuales Carlos Fuentes nunca se separó y supo convertirse en un eco fructífero que recorrió el mundo. La ciudad se miraba el rostro y sumaban millones, las manos se multiplicaban, los brazos, pies, cabezas, lenguas, ojos, un cuerpo gigante se devoraba todo lo que pisa el transeúnte común y corriente. El DF no se rinde ni a su inconmensurable silencio. La muerte no se la gana a México.