Rubén DaríoEl joven Darío y la saltimbanqui

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Florida estaba mi adolescencia. Ya tenía yo escritos muchos versos de amor y ya había sufrido, apasionado precoz, más de un dolor y una desilusión a causa de nuestra inevitable y divina enemiga; pero nunca había sentido una erótica llama igual a la que despertó en mis sentidos e imaginación de niño, una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante. No he olvidado su nombre, Hortensia Buislay.

Como no siempre conseguía lo necesario para penetrar en el circo, me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor fue conocer al payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farándula. Mi inutilidad fue reconocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera.

(Darío, Rubén. Autobiografía, VII. En: Rubén Darío. Autobiografías. Prólogo de Enrique Anderson Imbert. Buenos Aires, Marymar, 1976. 41/42).

 

En la muerte de Güiraldes

En noviembre de ese mismo año de 1927, en el andén de la estación de San Antonio de Areco, unos trescientos gauchos del pago esperaban la llegada del tren que conducía los restos del joven patrón. Cuando el encanecido padre de Ricardo descendió del coche, don Segundo Ramírez1 se apartó del grupo y se adelantó hacia él, sombrero en mano. Por unos instantes los ancianos quedaron frente a frente, mudos y cabizbajos. Luego don Segundo montó a caballo y encabezó un cortejo de los trescientos jinetes hasta el cementerio, donde Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y don Segundo bajaron el ataúd a la fosa. Acto seguido, cuando don Segundo volvió a montar, los representantes de la prensa intentaron interrogarle. Pero el sombrío gaucho se apartó de ellos en silencio y siguió su camino.

En 1936 don Segundo vivía con una hija casada en San Antonio de Areco. Tenía ochenta y cuatro años, estaba cojo por el reumatismo y completamente sordo, pero retenía algunas de las características de antaño. Vestía su viejo chiripá, soltaba una que otra agudeza en unos pocos comentarios típicamente suyos y no olvidaba su antigua afección por “don Ricardo”. Murió el 20 de agosto de ese año. Escoltado por cuatro gauchos, fue enterrado en el mismo pedazo de pampa donde descansa Ricardo Güiraldes.

(Liberal, José R. Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes. Prólogo. Buenos Aires, 1940. 10.)

 

Rousseau, último acto

Así, pues, aquí estoy, solo en la tierra, sin otro hermano, próximo, amigo o sociedad que yo mismo. El más sociable y el más amante de los humanos ha sido proscrito de entre ellos por un acuerdo unánime... han roto todos los vínculos que me ligaban a ellos. Hubiese amado a los hombres a su pesar... Ahí están, pues, extraños, desconocidos, nulos al fin para mi puesto que lo han querido. Pero yo, separado de ellos y de todo, ¿yo mismo, qué soy?... Por más que los hombres volviesen a mí, ya no me encontrarán. Con el desdeño que me han inspirado, su comercio me sería insípido e incluso una carga, y soy cien veces más feliz en mi soledad de lo que podría serlo viviendo con ellos... No debo ocuparme más que de mí... no me impedirán gozar de mi inocencia, ni acabar mis días en paz a su pesar... Las tinieblas a mi alrededor son ya totales. La sociedad es impenetrable a la razón. Ahora ya no se puede imputar a los demás la impenetrabilidad de ese misterio. Nadie está exento de esa tiniebla, de ese secreto del cielo, impenetrable a la razón humana... Solo, acostado en una barca, en medio del lago, mirando al cielo, divagando, la mayor felicidad jamás conocida. Lo más cercano a la muerte. Una sociedad de pequeño número de habitantes, la sociedad mínima, y los ratos de soledad, en la barca, junto al lago, al borde de un río o de un riachuelo que murmura entre los guijarros. Entre la muerte, la soledad, la sensación de sí mismo, incluso en una mazmorra de la Bastilla... Disfrutar de sí mismo, sentir la propia existencia, mientras dura ese estado, uno se es suficiente a sí mismo, como Dios. Casi, lo más cerca del ideal. Y lo más cerca de la muerte. Pero hay una sociedad, siquiera de pequeño número de habitantes... Entre la gente, interpreto; interpreto signos, de placer, de alegría, de alegría cruel, de dolor, de pena. Son tan fuertes, que no puedo dejar de interpretarlos, me atan, los signos de los demás...2

(Rousseau, Meditaciones del paseante solitario, traducción de Menene Gras. Las Ediciones Liberales, Colección Maldoror).

 

Notas

  1. En 1920, Güiraldes le dijo a su amigo Miomandre, en París, que proyectaba escribir la historia de un hombre que conocía desde su niñez. Ese hombre era don Segundo Ramírez. Cuando, en 1913, el escritor se casó con Adelina del Carril, en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro, en Buenos Aires, el 20 de octubre de 1913, fue Ramírez, viejo y fiel peón de la estancia familiar, quien, a caballo, escoltó, el viaje desde la capital a los pagos de Areco, a la volanta de los novios. A Adelina, cuenta ella misma, a la luz de la luna, don Segundo le pareció un fantasma.
  2. Postreras anotaciones de Jean-Jacques Rousseau, entre 1777 y 1778, año este último de su muerte, el 2 de junio.