Leo porque sueño y sueño por que leo. En mí hay una profunda interrelación entre una cosa y la otra, no las concibo desvinculadas una de la otra. Claro, primero fue el sueño (intenso, en colores), sobre todo cuando lo último que oía, antes de dormirme, era el sonido de la lluvia en el techo; más tarde, fue la lectura; pero, cuando sólo parecía existir el sueño, lo otro, desde alguna parte, irradiaba sobre mí su magnetismo, aunque yo ignorase —lo ignoré durante cinco años— qué ocultaban esas manchas negras sobre el papel blanco que los mayores miraban con atención o despreocupación. Lo recuerdo: durante horas, sentado a la mesa de la cocina, en casa de mis abuelos, copiaba los dibujos de diarios, revistas y libros. Tal vez, un modo, larvado, inconsciente, de responder al llamado de eso que permanecía secreto y lejano. Cuando llegó el momento de leer, fue para mí algo gozoso, pleno de dicha. Luego supe que la lectura también trae pesadumbre. En mi casa de infancia había pocos libros, apenas recuerdo un ajado y oloroso atlas —allí, ciertos nombres: Mozambique, El Cairo, Indochina, pasaba la yema de los dedos por los mapas, sobre todo de África, viajaba—, y un libro barato, de ciencia ficción, sin tapas, acerca de una fuerza que se apoderaba de los cerebros de los humanos excepto, claro, del cerebro del héroe. Hubo, no mucho después, un hecho que, visto en retrospectiva, transformó mi vida para siempre: una amiga de la familia me obsequió un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas. Pienso a menudo en aquel gesto y no exagero si afirmo que en la frecuentación, repetida, como bajo la influencia de un hechizo, de aquel libro, que extravié años más tarde, comenzó a gestarse, subterránea, inadvertidamente, en mí, el poeta. Idea de mis padres fue asociarme a una biblioteca, con piso y muebles de madera. Y ese olor a papel que desde entonces me parece el aroma que debió tener el Paraíso. Primero fue Verne. Yo lo llamo mi padre literario, pese a que jamás escribí un relato, impedido hasta hoy de elaborar la más mínima narración. Junto con Verne, en simultáneo, decenas de libros de bolsillo, de autores españoles con seudónimos en inglés, entre ellos uno acerca de una puerta que permitía el acceso a otros universos. Y Arthur Clarke. Y tomitos dedicados a satélites artificiales, tormentas, descensos al fondo del mar, una biografía de Edison y otra de Samuel Morse y otra de Byrd. Y Salgari, Bradbury, alguna novela inapropiada de Eduardo de Zamacois, una edición abreviada de La odisea, otra dedicada a la cría de caballos y otra, al acodo y otra, a los venenos. Nada me era indiferente: soles, hongos, caballos, pirámides, cuerpos geométricos, modas y costumbres, la hipnosis, los imanes, la fisiología de los astronautas, los desiertos, los músculos de la cara. Era, lo admito, tan curioso como ansioso. Impaciente, como tantos otros, quería tragarme de un bocado de la primera a la última página, incluso salteaba párrafos y hasta páginas, como poseído por un hambre y una sed intensos, inagotables. Más que entender yo quería devorar, hacer mío, apropiarme con la urgencia del tigre que persigue al venado. Leía en simultáneo, pasaba sin pudor alguno de una escena con farol de gas en París a la descripción de un volcán o la bomba atómica. De libro en libro. De geografía a medicina. De novelita de bajo costo a alguna edición de los Evangelios de páginas con borde dorado. La aparición de un cometa me llevaba a alguna enciclopedia para saber qué era un cometa. Lo mismo con motivo de un eclipse solar o lunar, la caída de un rayo. De manos de mi abuelo paterno recibí un antiguo y voluminoso tratado de física. Lo conservo como a un tesoro. Lo releía con frecuencia, pero sobre todo me agradaba mirar los grabados de locomotoras, trombas, telégrafos. Tiempos en los que nada había de nuevo que esperar en esa área de la ciencia, salvo algún que otro ajuste.

Entonces, ¿qué otra profesión sino la de bibliotecario para alguien como yo? Y en el ejercicio de mi tarea, ¿qué otra cosa sino el persistente hurgar, la denodada busca, la eterna curiosidad?

 



 

Carlos Barbarito nació en Pergamino, Argentina, el 6 de febrero de 1955. Su obra literaria comprende veinte libros de poesía y dos de crítica de artes plásticas. Sus textos sobre arte y literatura y su obra poética están traducidos, en parte, al inglés, al francés, al portugués, al catalán y al holandés.

Más información en Wikipedia.

Fotografías del autor: Ileana Andrea Gòmez Gavinoser

 

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