José Lezama Lima. Fotografía: Iván Cañas (1969)
José Lezama Lima en su casa de Trocadero en La Habana Vieja. Fotografía: Iván Cañas (1969).

Usted y yo niños, don José Lezama Lima

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Mi primer libro fue un viejo diccionario. Quién sabe a quién había pertenecido antes, cómo llegó a mi casa. Recuerdo que tenía subrayadas las malas palabras; a mí me interesaba leer palabra por palabra, sobre todo las extrañas, las que en la casa y en el barrio nadie utilizaba. Así, faracha, gorrino, herrete, agriera, anguina, barquín... No sé la razón, pero descubrir esas palabras antiguas, olvidadas, me producía un gran gozo, de igual o mayor intensidad que oír desde la cama el ruido de la lluvia en los techos y hablar con mi madre sobre estrellas y aparecidos. Quizás porque al leerlas y repetirlas para mí, sin que nadie más lo supiese, me convertía, creo que eso creía yo a los siete, en alguien único, portador de un alto secreto digno de Alquimia. Esto lo digo yo ahora, pensando en aquellos días, porque por entonces nada sabía yo de Piedra Filosofal y recogida del rubí celeste. Vino luego otro libro, de misteriosa procedencia como el primero, un atlas geográfico, que olía a rancio. No me importaba el olor. Me importaban los lugares que el libro anunciaba, sobre todo de África: Etiopía, Darfur, Madagascar, Transvaal... Viajaba en sueños, como prometió Verne luego de su frustrada aventura marítima. Pero yo nada sabía entonces de Verne. Lo imagino a Usted, don José, de niño, leyendo con avidez, con tanta o más avidez que el niño que fui, y de algún modo todavía soy, un ajado diccionario y un maloliente atlas. En un cuarto con ventanas a un mínimo y fragante jardín. Lo imagino, como yo, descubriendo en cada palabra en desuso, remota, una Piedra Filosofal sin conocer aún, sospecho, la Alquimia; viajando en sueños por naciones y océanos sin saber, todavía, de Verne y su promesa.

Hubo un tercer libro que, en tiempo, antecedió a los dos primeros, pero que yo leí después, un Antiguo testamento. Durante un largo tiempo hice de ese libro mi única lectura y, tal vez por esa razón, siempre preferí el Antiguo al Nuevo testamento, fuente principal para la ulterior conformación de mi poesía que, desde el principio, abreva sobre todo en el Pentateuco. No sólo hablo de asuntos, hablo también de estilo y tono. Cierro los ojos y lo veo a usted, de niño, ante un ejemplar del Libro, leyendo con gran asombro, como yo, a la misma edad, un tiempo después: Hay luceros en el firmamento del cielo que distingan el día de la noche; y sean para señales y tiempos y días y años; brillen en el firmamento del cielo, e iluminen la tierra. Y también: ...abriendo Noé la ventana del arca que había hecho, soltó un cuervo, el cual salió, y no volvió hasta que las aguas se secaron sobre la tierra. Envió después de él una paloma, para ver si habían cesado ya las aguas sobre la faz de la tierra. La cual, no habiendo hallado dónde posar su planta, se volvió a él al arca; porque las aguas estaban sobre la tierra. Extendió la mano, y tomándola, la metió en el arca. Y habiendo esperado otros siete días, envió de nuevo una paloma del arca. Y ella volvió a él por la tarde, trayendo en su pico un ramo de olivo con las hojas verdes...