Virgilio PiñeraAbilio Estévez: últimas horas de Virgilio Piñera

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La última vez que lo vi fue el miércoles 17 de octubre de 1979, dieciocho horas antes de que muriera. El lunes anterior, yo había almorzado en su casa una de sus famosas ruedas de emperador fritas en mantequilla, y ese día quedamos en vernos el miércoles en casa de Roberto para jugar dominó. Esa noche llegó como nunca. Se veía muy contento. Dijo que esa mañana había escrito una “escena maravillosa” de ¿Un pico o una pala? Nos explicó que estaba escribiendo a mano en una libreta, en contra de su costumbre habitual de escribir directamente en la máquina. “Esta obra es mi canto de cisne”, repetía. “Después de que la termine, quizás no escriba más”. Pensaba tenerla terminada para noviembre y leerla ante nosotros. Lo que más le entusiasmaba era que en ella “hacía lo que le daba la gana”. Había escenas en prosa, otras en verso; en medio de una “realista”, entraba de pronto el diablo. Ese miércoles habló mucho de la obra. Iba a romper con ella todos los moldes.

Luego de tomar el té frío y comer los dulces, pasó a hablar de su vejez. Este momento lo recuerdo como su última blasfemia. Aún cierro los ojos y puedo verlo sentado en su sillón habitual, con el pantalón negro y la camisa verde dos tallas más grande. Tenía esa noche una euforia inusual. Se levantó del sillón e hizo el ademán de tocarse las puntas de los pies para demostrarnos su juventud. Saltó, giró ante nosotros. Volvió a sentarse y me dijo que estaba abochornado de ser tan joven a pesar de sus sesenta y siete años. Una vez más nos mostró la piel de su antebrazo y sus manos como prueba de lo que decía. “Ya tengo deseos de verme como un viejo cañengo”, exclamó. Esa frase la recuerdo muy bien porque de inmediato volvió a saltar del sillón, se inclinó y fingió llevar un bastón. Comentó que necesitaba verse así, muy viejo y a punto de morir, porque era terrible ser joven toda la vida. Empezó a hablarnos como si no tuviera dientes, a decirnos que lo llevásemos a la tumba porque no podía más. Al sentarse de nuevo, estaba serio. Siguiendo la cuenta familiar, tanto su padre como su muerte murieron muy ancianos. “Tú verás”, dijo, “que entre todas las desgracias que me han tocado, también me va a tocar la de morir de noventa años”. Su cara se volvió maliciosa, se inclinó como si fuera a hacer una confidencia y expresó: “Sabes lo que pasa, Abilio, que yo soy inmortal”.

Sin duda fue su última blasfemia. En ese momento yo no pude comprender el alcance de lo que estaba diciendo. Un hombre que moriría sòlo unas horas más tarde se estaba declarando inmortal. Después se golpeó los muslos como de costumbre y gritó: “Vayamos a nuestro divino dominó”. Ganó todos los partidos. “Me aburre ganar tanto”, apuntó sin poder reprimir su gozo. A veces se levantaba y daba vueltas en torno a la mesa de dominó, cantando y bailando. Imploraba a la “reina de la noche” que le hiciese perder aunque fuera un solo partido. Cerca de la una de la mañana nos despedimos como siempre, hasta el sábado cuando jugaríamos de nuevo. Él y yo nos fuimos a la parada y cogimos una 64. La guagua iba muy llena y Virgilio hizo algo que lo divertía: gritarle al chofer “Chofer, para” y dar golpes en la puerta. Se bajó en la parada de la Universidad. Lo vi atravesar el parque con su ancha ropa y la jaba de saco donde había llevado los dulces.

(De Espinoca, Carlos. Virgilio Piñera en persona. La Habana: Unión, 2011).