Jules VerneJules Verne: paisajes y criaturas

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Al recorrer las playas, me ocurría que hacía huir a numerosos anfibios, que se zambullían en las nuevas aguas. Los pingüinos, impasibles y pesados, no se movían, en absoluto, ante mi presencia. Si no fuera por aquel aire estúpido que los caracterizaba, hubiese estado tentado de dirigirles la palabra, pero a condición de hablar su lengua gritona y ensordecedora. En cuanto a los petreles negros, las pardelas negras y blancas, los somormujos, las golondrinas de mar, las negretas, echaban a volar rápidamente.

Un día pude asistir a la partida de un albatros, al que los pingüinos saludaron con sus mejores graznidos —como a un amigo que, sin duda, los abandona para siempre. Estos potentes voladores pueden llevar a cabo etapas de doscientas leguas sin reposar ni un solo momento, y, con tal rapidez, que franquean espacios en unas cuantas horas.

Aquel albatros, inmóvil sobre una alta roca, en el extremo de la bahía de Christmas-Harbour, miraba hacia la mar, cuya resaca rompía con violencia contra los escollos.

De pronto, el pájaro elevó su amplia envergadura, con las patas replegadas, la cabeza ampliamente alargada, como el tajamar de un navío, lanzó un grito agudo e, instantes más tarde, se redujo a un punto negro en medio de las altas zonas, y desapareció tras la cortina brumosa del sur.

(de La esfinge de los hielos. Madrid: Anaya, 1983)

 

Allí, en efecto, sobre el borde de una vasta pradera ocupada por zarzales de manzanillas y otros arbustos, se elevaban una veintena de gigantescos árboles que hubieren podido soportar la comparación con los mismos olores de los bosques californianos. Estaban dispuestos en semicírculo, y el tapiz de yerba que se extendía a su pie, tras haber bordeado el lecho del río durante algunos centenares de pasos todavía, daba lugar a una larga playa sembrada de rocas, guijarros y algas, y cuya prolongación se dibujaba en el mar por una punta destacada de la isla hacia el norte.

Estos big trees, como se los llama comúnmente en el oeste americano, pertenecían al género de las secoyas, coníferas de la familia de los abetos. Si preguntaseis a los ingleses bajo qué nombre más especial los designan ellos, os responderían: “Wellingtonias”. Si lo preguntaseis a americanos, su respuesta sería: “Washingtonias”. En seguida se ve la diferencia.

Pero, sea que recuerden la memoria del flemático vencedor de Waterloo o del ilustre fundador de la república americana, es el caso de que son los más enormes productos conocidos de la flora californiana y de Nevada.

Efectivamente, en ciertas partes de dichos estados hay bosques enteros de estos árboles, tales como los grupos de “Mariposa” y de “Calavera”, en que algunos miden de sesenta a ochenta pies de circunferencia. Uno de ellos, a la entrada del valle de Yosemite, no tiene menos de cien pies de circuito; cuando estaba vivo (porque ahora está derribado), sus últimas ramas habrían alcanzado la altura de la catedral de Estrasburgo; es decir, más de cuatrocientos pies. También se mencionan aún los denominados “Madre de la Selva”, “Belleza del bosque”, “Cabaña del pionero”, “Dos centinelas”, “General Grant”, “Señorita Emma”, “Señorita María”, “Bringham Young y su mujer”, “Tres Gracias”, “Oso”, etc., que son verdaderos fenómenos naturales. Sobre el tronco, serrado en la base, de uno de estos árboles se ha construido un kiosco en el cual un grupo de dieciséis a veinte personas puede maniobrar cómodamente. Pero en realidad el rey de estos gigantes, en medio de un bosque propiedad del estado, a unas quince millas de Murphy, es el “Padre del bosque”, viejo secoya de cuatro mil años que se alza a cuatrocientos cincuenta y dos pies del suelo, más alto que la cruz de San Pedro en Roma, más alto que la gran pirámide de Gizeh, más alto, en fin, que ese campanario de hierro que se alza ahora sobre unas de las torres de la catedral de Rouen y que debe ser tenido por el más alto monumento del mundo.

Era un grupo de una veintena de estos colosos que el capricho de la naturaleza había sembrado sobre esta punta de la isla en la época, acaso, en que el rey Salomón construía aquel templo de Jerusalén que jamás se ha levantado de sus ruinas. Los mayores podían tener cerca de trescientos pies; los más pequeños, doscientos cincuenta. Algunos, interiormente vaciados por la vejez, ofrecían a su base un arco gigantesco bajo el cual hubiese podido pasar toda una tropa a caballo.

(De Escuela de Robinsones. Navarra: Salvat, 1969. Biblioteca Básica, 54)

 

No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano.

La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formada por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, con una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire. No obstante esto, el tiempo estaba bueno. Las corrientes eléctricas producían sorprendentes juegos de luz sobre las nubes más elevadas; se dibujaban vivas sombras en sus bóvedas inferiores y, a menudo, entre dos masas separadas, se deslizaba hasta nosotros un rayo de luz de notable intensidad. Pero nada de aquello provenía del sol, puesto que su luz era fría. El efecto era triste y soberanamente melancólico. En vez de un cielo tachonado de estrellas, adivinada por encima de esos nubarrones una bóveda de granito que me oprimía con su peso; y todo aquel espacio, por muy grande que fuese, no hubiese bastado para una evolución del menos ambicioso de todos los satélites.

Entonces recordé aquella teoría de un capitán inglés que comparaba la tierra con una vasta esfera hueca, en el interior de la cual el aire se mantenía luminoso por efecto de su presión, mientras dos astros, Plutón y Proserpina, describían en ella sus misteriosas órbitas. ¿Habría dicho la verdad?

(De Viaje al centro de la Tierra. Buenos Aires: Gradifco, 2007).