Fotografía: Deborah FeingoldHistorias mínimas de Isaac Asimov

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Nada más peligroso para un viejo y confiado conferenciante que un brillante muchacho de doce años entre el público. En primer lugar, a los doce años, la brillantez del cerebro tiene un resplandor que todavía no ha sido oscurecido por la ligera niebla de una duda saludable. En segundo lugar, el inteligente monstruo de doce años está todavía libre de cualquier sentimiento de decencia o de humanidad. Lo único que quiere es exhibirse.

Ya lo sé; también fui una vez un chico inteligente de doce años.

Una vez estaba dando unas conferencias sobre astronomía cuando se levantó una mano entre el público. El dueño de la mano era claramente un chico de doce años con esa mirada ávida en los ojos que reconocí en seguida. No tenía el menor deseo de hacerle caso, pero era la única mano levantada en un mar de manos quietas e indiferentes, y no tuve más remedio que prestarle atención.

Él preguntó con la voz atiplada que tienen todos los chicos inteligentes de doce años:

—Señor, ¿cuál es la estrella más próxima a nosotros?

Me tranquilicé. Comprendí el plan nefando. Todo el mundo sabe cuál es la estrella más próxima. Es Alfa Centauro. Sin embargo muy pocos saben cuál es la que le sigue en proximidad, y el monstruo quería poner de manifiesto mi ignorancia. Sonreí con benevolencia, pues yo era uno de los poquísimos que sabían, no sólo el nombre de la segunda estrella más próxima, sino también la distancia a que se encuentra. Le respondí:

—Es la estrella de Barnard, joven, y está a unos seis años luz de nosotros.

Él pareció confuso y repuso:

—Es curioso. Entonces, ¿cuál es la estrella más próxima?

—Es Alfa Centauro, joven —respondí pacientemente—, y se encuentra a 4,3 años luz de nosotros, y es en realidad un sistema de tres estrellas que...

—Pero, señor —dijo el monstruo, soltando su trampa—, yo pensaba que la estrella más próxima era el Sol.

Los oyentes despertaron al punto de su ligero sopor para soltar estridentes carcajadas, a las que hice coro desde la tribuna con mi propia risa. (Nunca me he curado de la mala costumbre de reír con las bromas que se hacen a mis expensas.)

(De The Runaway Star, 1981).

*

En raras ocasiones me siento en un bar por cuestión de necesidad social, y hace unas noches surgió tal necesidad. Pedí mi inevitable ginger ale y observé con científica indiferencia (bueno, no del todo) a la hermosa camarera, cuyas largas piernas sólo estaban cubiertas por unas sencillas medias en toda su longitud.

Esto me llevó a reflexiones filosóficas y dije en voz alta una cosa en la que he pensado a menudo.

—Los beneficios de las relaciones varón-hembra —dije—, parecen inclinarse enormemente en favor del varón. Consideremos las piernas femeninas, tan suaves, graciosas, bien proporcionadas y (lo sé muy bien) deliciosas al tacto. ¿Qué obtienen las mujeres a cambio de lo que ellas pueden ofrecer? Las piernas del varón, velludas, llenas de bultos y (sospecho) tan repulsivas a la vista como al tacto.

Oyendo lo cual, una joven dama, que se hallaba sentada en la misma mesa, dijo, abriendo los ojos con asombro:

—¿Cómo puede usted invertir de este modo la situación?

Les aseguro que esto me dejó sin habla; pero, mientras sorbía lentamente mi ginger ale, le estuve dando vueltas en mi cerebro. El atractivo natural que sienten los hombres por los cabales encantos de las mujeres, en contraste con el chocante afecto que sienten las mujeres por los hombres, es una asimetría necesaria e incluso crucial que preserva la especie humana.

(De The Crucial Asymetry, 1981).

*

Aquellos de ustedes que siguen esta serie de ensayos saben que me fascinan las coincidencias.

No les otorgo una importancia sobrenatural; sé que son inevitables y que la falta de coincidencias sería más sorprendente que cualquier coincidencia. Y, sin embargo, cuando suceden...

No hace mucho tiempo, mi esposa Janet y yo íbamos por una calle de la vecindad, después de comer en un restaurante local, y Janet me mostró una pequeña tienda denominada “Levana” donde compró pan del Oriente Medio y pasteles.

Pronunció aquel nombre tal como se escribe, y yo la corregí, dándole la adecuada pronunciación yiddish lituana. Después le expliqué que era una palabra hebrea que significa luna, porque sé que a ella le encanta que le dé información sobre todas las cosas curiosas que guardo dentro de mí.*

Esto despertó un lejano recuerdo de los días en que, cuatro décadas atrás, solía yo asistir a unas comedias musicales yiddish protagonizadas por un divertido actor cómico llamado Menasha Skulnik.

—En realidad —dije—, una de las famosas canciones populares yiddish de mi infancia giraba alrededor de esta palabra.

A pesar de que habían pasado cuarenta años durante los cuales no había oído o recordado una sola vez, conscientemente, aquella canción, me puse a cantar la primera estrofa “Shane vie die levana” (“Hermosa como la luna”), les aseguro con la entonación correcta.

Dos minutos más tarde llegamos a una librería de lance y, como Janet es por naturaleza incapaz de pasar por delante de una librería de lance sin entrar en ella, y yo, desde luego, la seguí.

Llevábamos allí dos minutos cuando el dueño (que también vendía discos de segunda mano) puso un disco por alguna razón desconocida, y ustedes saben perfectamente cuál era. Era una grabación de Menasha Skulnik, cantando “Shane vie die levana”.

Como les he dicho, comprendo intelectualmente las coincidencias, y no me dejo impresionar por ellas. Pero, ¿emocionalmente? Bueno, esto es otra cosa.

Perdí la chaveta. Empecé a saltar arriba y abajo. Señalé el tocadiscos, y por fin conseguí balbucir:

—¡Esta es la canción! ¡Esta es la canción! —dirigiéndome a la pasmada Janet, quien pensaba que me había dado un ataque.

Y, en realidad, era una especie de ataque. Sentía que me zumbaban los oídos, que se oscurecía mi visión, y experimentaba una terrible presión interior. Comprendí que mi tensión sanguínea estaba llegando al límite máximo y que aquella tonta e insignificante concatenación de sucesos me estaba llevando al borde de la apoplejía.

Por consiguiente, me quedé quieto, cerré los ojos, respiré hondo y pensé en algo inocuo... Y pasó el peligro.

* Al menos pienso que le encanta.

(de Light as Air?, 1981).
(En Asimov, Isaac, Contando los eones; Barcelona: Plaza y Janes, 1984).