José Enrique RodóJosé Enrique Rodó: meditación de un viajero

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Tengo el sentimiento del mar. Esas afinidades instintivas con las cosas de la naturaleza, esas misteriosas simpatías que parecen recuerdos de una existencia elemental, no me hablan de mi fraternidad con la montaña abrupta, ni la tendida pampa, ni otra de las duras formas de la tierra, sino de mi fraternidad con las inmensas y ondulantes aguas, con el errabundo ser de la ola. Abro el pecho y el alma a este ambiente marino; siento como si mi sustancia espiritual se reconociese en su centro.

Siempre me ha parecido propio de conciencias inmóviles, de caracteres apegados a lo fijo y estático, la incomprensión de la belleza del mar y de lo que hay en él de sugestión profunda. Aquí es el reino de la apariencia pasajera y cambiante; de la indefinida sucesión de líneas y de tonos; donde todo relieve y toda figura, apenas dibujados, se dan en sacrificio al movimiento innovador. La inquieta superficie bosqueja, hace miríadas de años, una forma que no llega a precisar jamás. Diríase la porfía indomable del artista que se abraza al material rebelde, y poseído de una norma interior, cien veces recomienza su obra y otras cien veces la deshace. Diríase también la manera como en la conciencia verdaderamente viva y dinámica, hierven, pasan y se sustituyen las ideas, sin petrificarse nunca en inmutable convicción...

(de Cielo y agua, a bordo del Amazón, agosto de 1916)