Norah LangeUna página autobiográfica de Norah Lange

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Durante el invierno, Miss Whiteside nos llevaba a pasear, dos o tres veces por semana.

Vestidas todas iguales: una pollera azul, una tricota roja o verde, con un gorro del mismo color, antes de llegar al pueblo nos recomendaba, en un inglés engollado: “Recuerden la sangre azul y pórtense de acuerdo con ella”, pero al avanzar las cinco rodeando a la institutriz, por la Avenida del Nevado, esa advertencia jactanciosa no impedía el comentario con que la gente nos señalaba: “Allí viene la familia colorada, la familia verde...”.

Otras veces recorríamos una avenida muy ancha, sin adoquinar, que aún conserva el nombre de “Algarrobo Bonito”, y que siempre despedía olor a tierra mojada. Pero una tarde, al observar que la perspectiva de ese paseo nos producía un interés excesivo, Miss Whiteside decidió que no llegásemos hasta el final, con el pretexto de que ya era suficiente el trecho recorrido.

Más allá del algarrobo que daba su nombre a la avenida, existía un grupo de casas muy modestas, habitadas por gente que pasaba la mayor parte del día en la puerta de calle. Frente a una de esas viviendas siempre nos encontrábamos con una criaturita acostada dentro de un cajoncito de madera, apenas de un tamaño mayor que el de una caja de zapatos.

La primera vez que la vimos recostada dentro del cajón, nos imaginábamos que jugaba a ser muñeca. Los chicos corrían en torno suyo y saltaban por encima de ella sin que el menor asombro, ni el menor encono, la hicieran incorporar.

Después de verla muchas veces, comenzó a intrigarnos su insistencia por permanecer dentro del cajón. Aunque parecía muy débil y muy cansada, no lográbamos comprender cómo un niño, que contara dos años a lo sumo, pudiese arraigar en sí una costumbre tan extraña.

Un día supimos la verdad. A pesar de las apariencias, tenía cuatro años y medio. Al cumplir quince meses, súbitamente dejó de crecer, y ya habían transcurrido dos años sin que se advirtiera en ella ningún cambio. Cuando sus padres descubrieron que se quedaba muy quietita y se distraía tanto mirando a los chicos y a la gente que pasaba por la calle, la pusieron dentro de una caja, para que no se cayera, junto al umbral de la puerta, y como parecía que eso le gustaba, al comenzar por las tardes el trajín en la Avenida del Algarrobo, la sacaban a la vereda acostada en su cajoncito.

(de Lange, Norah, Cuadernos de infancia; Buenos Aires: Losada, 1957).