Paul GroussacPaul Groussac: Méjico

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No he trabado relación con el tifus de Méjico, pero sí traído de mi cruzada por la meseta de Anáhuac una bronquitis, complicada luego con la ordinaria fatiga pulmonar que tan desagradablemente sorprende aquí a los forasteros. Es un fenómeno de todo punto análogo al conocido soroche de la Puna boliviana, como que es debido a una causa idéntica; es decir, a la rarefacción del aire por la altura sobre el nivel del mar. Méjico se halla a 2.300 metros; con todo, me ha parecido que el apunamiento no guarda proporción con la altitud absoluta; es posible que, fuera de mi factor personal, como recién llegado de los mares ecuatoriales, obren otros endémicos, acaso los mismos que hacen de esta antigua capital lacustre una de las poblaciones más malsanas del mundo.

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En su conjunto material, Méjico es una grande y noble ciudad hispanoamericana, no inferior a su fama secular; si bien dista mucho de ofrecer un espécimen casi perfecto e intacto de la sociología colonial, como Lima la encantadora y única. En la misma metrópoli peruana habían herido mi sentimiento histórico no pocas intrusiones de mal gusto importado. En Méjico, entre los ribetes yankees de la vida callejera y las demoliciones o restauraciones de los antiguos monumentos, puede decirse que queda muy poco de lo que el historiador o el arqueólogo viene a buscar. Las antigüedades aztecas, que sobrevivieron a la conquista, han desaparecido por efecto del tiempo y también de la indiferencia comarcana. El “progreso” material ha dado buena cuenta de las ruinas cuya belleza no puede el vulgo apreciar, de todas esas “antiguallas” que no representan sino los pergaminos de cal y canto de los pueblos, fuera de ser los documentos más fidedignos de su historia. No sería imposible que, a són de no sé qué liberalismo de logia y trastienda que aquí reina, se diera al suelo con la magnífica catedral o se la convirtiera, si no en cuartel, en escuela de artes y oficios. Me temo a veces que la modernísima democracia consista en levantar cada pueblo sus moradas a la moda del día, arrasando las de sus predecesores, para que cada generación humana no deje más rastros en la tierra que los del ganado trashumante. Esa democracia niveladora, amante de tablas rasas y gran fabricante de self-made men, la contemplamos luego en su forma aguda, en esa ocupación anhelante y febril del Extremo Oeste que remeda, en medio de todas sus innovaciones prácticas, una regresión moral a los éxodos antiguos, al nomadismo asiático: la tienda del pastor alumbrada con la luz eléctrica.

Esta tibieza del sentimiento histórico es general entre los pueblos americanos: fuera de algunos fetiches patrióticos, vinculados a su gloriosa independencia, no se preocupan mayormente de sus orígenes seculares. Una sola causa basta a dar cuenta de la indiferencia popular: son éstas nacionalidades de transporte y aluvión. Nosotros, nobles o plebeyos, tenemos mil años de radicación a la gleba nacional. Mi nombre dice que soy un galo antiguo. Siento que mis abuelos, aunque sólo fuesen vasallos de leva y humildes pecheros, pelearon contra los albigenses, arrancaron su provincia de las garras inglesas en las milicias comunales de la Guyena, lloraron de alegría y dolor por las hazañas y la muerte de la “Buena Doncella”, lucharon desde Bouvines hasta Waterloo por la integridad del suelo sagrado: figurantes anónimos, pero testigos y actores, acaso, de esa incomparable epopeya de diez siglos. Gesta Dei per Francos. Grano a grano, sus cenizas obscuras cayeron y se juntaron en el mismo lugar para formar ese terruño venerable, ese pedazo de patria milenaria en que he brotado... Por el lado paterno, mis vástagos vienen a ser injertos americanos. Serán, lo espero, buenos hijos de su país; pero no pueden ser argentinos como soy francés: con la plena adaptación hereditaria de los gustos y aptitudes, con todas las células sensitivas y pensantes de la dualidad cerebral, con toda el alma y el corazón de veinte generaciones encadenadas.

El patriotismo, pues, de las naciones nuevas —por sincero y ardiente que lo veamos y palpemos—, tiene que ser nuevo también, limitado a la capa más reciente de su historia. Ello, por supuesto, es provisional: este terreno de aluvión reciente será diluviano algún día. Pero, al presente, no puede cambiarse la ley natural: la juventud mira hacia el porvenir, como nosotros hacia el pasado. La tendencia, por otra parte, es tanto más irresistible y explicable, entre nosotros, cuanto que la República Argentina, lo propio que los Estados Unidos, poco o nada tenía que conservar de sus orígenes antecolombianos y aun coloniales primitivos. Al Perú y Méjico les incumbían otros deberes históricos que, por muchas causas conocidas, han dejado de cumplirse.

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...Aunque no fuera Méjico una de las comarcas más ricas y pintorescas del mundo, y no pudiera ostentar su capital, a más de sus modernas construcciones o adaptaciones, a la verdad poco interesantes, aquellas reales magnificencias de la Catedral y de la Plaza Mayor, merecería aún la peregrinación sólo por haber sido el teatro de tantas escenas memorables, que los nombres locales basta a evocar. Hablando con sinceridad, no quedaba más de la bíblica Jerusalén que Chateaubriand y Lamartine vieron surgir por entre las mezquitas turcas: el raudal de su propia poesía, derramado en las arenas evangélicas, pudo resucitar en el desierto a la antigua Sión “resplandeciente de claridades”, y con el rocío de la fe su bordón de peregrino reverdeció y brotó flores como la vara del profeta.

(de Paul Groussac, Del Plata al Niágara, 1897)