Francisco García JiménezFrancisco García Jiménez: crónicas de tango

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El guapo

El tango del tiempo viejo anduvo siempre en yunta con el guapo del arrabal. Guapo, taita, taura, malevo, compadre, pesado, tigre (y otras yerbas), que de todas esas maneras se le llamaba a tal especie de “patrón del barrio”, cuando la ciudad era chica de población aunque grande de perímetro, y la gente no andaba apurada, como ahora, por todos lados, sin fijarse cuál es el arrabal y cuál el centro, y la de cada barrio tenía tiempo de conocerse y saber quién era quién.

Tango y guapo fueron carne y uña. En cuanto aquel viejo tango tuvo la primera letrilla salida de no se sabe dónde, ya la letrilla hizo la alabanza y la apología del guapo. El tipo tenía clavel en la oreja (o el pucho1 apagado), melena recuadrada bajo el chambergo echado a los ojos, alguno que otro barbijo (porque no todos los entreveros se sacaban de arriba); escupía por el colmillo, caminaba lerdamente y hamacándose. Al desabrocharse el saco se le veía el cabo de la faca, asomando delante de la cintura, al alcance rápido de la mano. El guapo no sacaba la faca “por chamuchinas”, sino para jugarse entero (vieja ley entrañuda), dispuesto a pagar otra muerte entre rejas. Quizás su halago íntimo fuera imponerse por acto de presencia, no más, sin llegar “a las últimas consecuencias”.

 

El guapo de Barracas

Me contaba Luis Teisseire —el extinto flautista típico y compositor de los tangos “Bar exposición” y “Entrada prohibida”— que un guapo de Barracas al que llamaban El Carancho lo llevó una noche de 1910 a tocar con un cuarteto en un bailongo2 de patio. Antes de empezar, Teisseire le preguntó si no había temor de que apareciese otro guapo a descomponer la fiesta. El Carancho, que se paseaba de un lado a otro luciendo su prepotencia, lo tranquilizó:

—Perdé cuidado, Luisito... ¡En esta parroquia el único guapo soy yo!

Los temores del flautista tuvieron confirmación. En lo mejor de la fiesta, irrumpió en el patio rumoroso un tipo trigueño, melenudo y bigotudo, que peló un respetable cuchillo, gritando:

—¡Paren el baile! ¡Paren, les mando!

Paró la música, paró el baile, y se hizo un silencio total. Teisseire sintió que le corría un frío por el espinazo. “Esto va a ser una carnicería”, pensó. “Ahora viene el duelo a muerte entre el Carancho y el forastero”.

Y todo pasó como un relámpago... El forastero echó un vistazo siniestro a la reunión, no encontró lo que buscaba, gritó: “¡Que siga el baile!”... y se fue. Teisseire, maquinalmente, quiso continuar el tango interrumpido, pero notó que a sus espaldas el violinista serruchaba con el arco descontrolado y sacaba del instrumento unos maullidos atroces. El violinista ya no era su violinista, sino el Carancho, que para escurrirle el bulto al otro guapo le había arrancado de la mano el violín al músico, y, refugiado en el cuarteto, simulaba tocar con todas las ganas.

 

Raquel Meller cantando tangos

Al abrir una tarde un diario porteño, saltó de la página a mis ojos una noticia en recuadro. Decía allí, bajo el título “Fue hallada sin vida en su departamento la hija de Raquel Meller”:

“Barcelona. —La hija de la que fue famosa tonadillera, Raquel Meller, y del escritor y diplomático guatemalteco Gómez Carrillo, Elena Gómez Carrillo Marqués, de 50 años, fue hallada muerta esta mañana en su piso de Barcelona. Al parecer, se quitó la vida voluntariamente con gas”.

Aclaro, antes de seguir, que Marqués era el apellido materno de la suicida, pues la famosa Meller se llamaba en realidad Francisca Marqués.

La noticia me envolvió en un vaho de tristeza. Desparecieron de mi vista, en el diario, los demás titulares y textos de la actualidad sensacionalista de nuestro país y del mundo, que le daban argumento al vocear de los canillitas.3 Mi imaginación retrocedió a un montón de recuerdos del año 1920, cuando vino por primera vez a Buenos Aires la incomparable intérprete de “El relicario” con su esposo el escritor Enrique Gómez Carrillo y aquella nena de tres años, hija de ambos, que era esta suicida de ahora, cincuentona y soltera, cuyo drama de ineluctable final se escondía para nosotros detrás del cable telegráfico, escueto y frío.

Escribo hoy estos renglones ante un retrato que data de aquel 1920, que hace pocos años publiqué acompañando un artículo, y conservo en mi archivo. Raquel Meller y Gómez Carrillo posan el día de su llegada (1º de agosto) para el fotógrafo de “Caras y Caretas”, sentados en sendas butacas de la salita de recepción del hotel en que se alojan. Retrepada a la butaca de su padre, se abraza a él Elenita, la mimosa nena de tres años, y mira al fotógrafo con su linda carita llena de timidez y enmarcada de bucles. Un melancólico toque de ternura vuelve a mí del pasado...

 

El tango... y el “Maldito tango”

Raquel Meller llegaba a nuestro suelo contratada para el desaparecido cine-teatro Empire, de la esquina porteña de Corrientes y Maipú, gran escaparate del varieté. Buenos Aires de 1920, donde ya eran familiares las más aplaudidas tonadilleras españolas, se rinde ante el arte sutil de Raquel, tan distinta a las otras. Sus dos creaciones, “El relicario” y “La violetera”, del músico José Padilla, llenan con sus sonsonetes los días y las noches de la vida local. Ella vive horas felices y quiere corresponder a tan fervorosa adhesión. Quiere cantar un tango. Además, estaba unida en el amor de un hombre que había escrito más de una página inolvidable en elogio de nuestra danza ciudadana.

La Meller prolonga a fines de 1920 su temporada del Empire en el teatro Ópera, que acaba de dejar la compañía argentina de Vittone-Pomar, e incluye en su repertorio el exitoso tango “Milonguita”, recién estrenado en el mismo teatro por la actriz María Esther Podestá de Pomar. Y agrega la reprise de otro de Osmán Pérez Freire, el músico de la difundida canción cuyana “Ay, ay, ay”. El tango de la reprise ya tenía camino por el mundo con la tonadita contagiosa de su estribillo ramplón:

Maldito tango que envenena
con su dulzura, cuando suena;
maldito tango que me llena
de tan acerba miel...
Él fue causa de mi ruina,
maldito tango que fascina,
oh tango que mata o domina,
¡maldito tango aquél!

 

Edictos de policía

La jefatura de la Policía Federal resolvió actualizar los edictos de la institución. Una buena medida. Los hay tan envejecidos, que son risueñamente anacrónicos. Lo que antes era contravención, se puede tomar ahora como mero pasatiempo, y, a la inversa, habrá que especificar la nueva contravención con la cual nadie soñó jamás.

Será bueno que el que por ahí se dé con un sobreviviente “Edicto de Carnaval” de la policía, pegado en un muro, lo lea. Le parecerá estar viendo las viejas fotos de un álbum familiar, encontrado en el fondo de un ropero, y se va a divertir del mismo modo.

 

La música inmoral

El tango heroico tuvo algo —o bastante— que ver con los edictos ya descoloridos que, desde la ebriedad a la portación de armas, han sido los “bandos” admonitorios para un montón de infracciones a lo legal.

Quiero traer a cuento un caso en el que no se trataba del edicto formalizado en cláusulas y firmado por un jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires de fin o comienzo de siglo —Francisco J. Beazley o Eloy Udabe— ni estaba prolijamente impreso y encerrado en un marquito negro. Era otra cosa. El comisario del Bajo de Saavedra se pronunciaba por su cuenta. Lanzó en esa época un edicto en grandes letras manuscritas que, con la buena caligrafía pero la no tan buena ortografía del oficial de guardia, fue clavado con cuatro chinches en los tabiques de pino tea terciado y barnizado de los boliches4 de su radio. Las chinches (hemípteros) domiciliadas en la madera, no tuvieron cuestiones de condominio con las chinches (clavitos) que fijaron el edicto. Y como en cuestiones lingüísticas sentían la misma despreocupación que los concurrentes a los susodichos boliches, transitaron y ensuciaron incansablemente la cartulina que decía: “Será detenida toda persona que toque música imoral”.

La música “imoral” era el tango. Pero nadie crea ahora que el comisario del Bajo de Saavedra erraba los términos y prohibía la música queriendo prohibir el baile, o, con innegable prudencia, vedaba la causa para evitar el efecto. —Entonces... ¿música inmoral derechamente? —preguntará alguno. Sí, señor —respondemos. Derechamente. Él había adelantado en casi setenta años al lío trasnochado de “Bomarzo”,5 cuya partitura contiene trozos así calificados por la censura municipal. Y, por contraria parte, el comisario era un retrocedente iluminado de la musicología —ignorado a sí mismo— que ratificaba la existencia del erotismo más crudo en un pasaje musical, concepto vigente desde cuarenta años antes a su comisariato, cuando Wagner compuso “Tristán e Isolda”. Me apoyo, para esto, en la información de mi erudito amigo Jorge D’Urbano.

 

“Como al cruce del destino”

Existe, pues, música impúdica (sinónimo de inmoral); ergo, el comisario del Bajo de Saavedra no le hacía escribir una barbaridad con buena letra al oficial de guardia. En todo caso, podría reprochársele parcialidad por el valsecito criollo o la polca de la silla, cuando exclamaba, retorciéndose el bigotazo y pegando con el puño en el escritorio chueco:

-¡Juna perra! ¡A mí no me van a venir a perturbar la “secional”6 con tangos canyengues!7

Contaba con que las gentes tranquilas del barrio le aplaudirían la prevención. Las tenidas de tango en el Bajo traían en la brisa de la noche, desde algún rancho de las orillas hasta las casitas con jardín, un sonido dulzón y provocativo, lerdo y picado, que más de una vez se turbaba con el gemido de un apuñalado o con los estallidos secos de un duelo a balazos. Y todo “porque la Petrona bailó con El Zurdo sin permiso de su hombre”, o “porque Requejo me pisó adrede”, o “porque los dos tenían ganas”; o, al fin de cuentas, porque desde el principio venía anunciándolo la copla milonguera:8

Los hombres dentraron9 serios
y callao el mujerío;
siempre se yega10 a un bailongo
como al cruce del destino.

(de Francisco García Jiménez, Estampas de tango; Buenos Aires: Rodolfo Alonso Editor, 1968).

Notas al pie extraídas de José Gobello, Nuevo diccionario lunfardo; Buenos Aires: Corregidor, 1999.

 

Notas

  1. Cigarrillo. Del quechua púchu: residuo.
  2. Baile. La desinencia -ongo no es necesariamente despectiva; también puede ser afectiva.
  3. O caniyita. Vendedor de diarios. Denominación difundida a partir del estreno de Canillita, sainete de Florencio Sánchez (Rosario, 1º de octubre de 1902; Buenos Aires, 4 de enero de 1904), cuyo protagonista, un niño vendedor de diarios, es apodado Canillita, sin duda porque lleva las piernas desnudas. Llamar canillas a las piernas y aludir a su desnudez como señal de pobreza era entonces frecuente.
  4. Pequeños despachos de bebidas con lugar reservado para partidas de naipes o de taba. Pequeños comercios en general. Del germano boliche: casa de juego.
  5. Cantata de Manuel Mújica Láinez, con música de Alberto Ginastera, estrenada en Washington en 1964. Ópera cuyo libreto también pertenece a Mújica Láinez, con música del mismo Ginastera, estrenada en la capital de Estados Unidos en 1967; excluida ese mismo año, bajo la dictadura militar de Juan Carlos Onganía, del programa del teatro Colón.
  6. Por seccional.
  7. Arrabalero, de baja condición social. Cierto modo arrabalero de interpretar el tango o de bailarlo.
  8. De milonga: payada pueblera. Lugar donde se desarrolla la payada pueblera. Baile ejecutado al son de la música empleada en la payada pueblera. Milonguera es, también, la bailarina contratada en lugares de diversión nocturna (este término dio, por regresión, milonga y a su afectivo milonguita: mujer de vida airada).
  9. Entraron.
  10. Llega.