Lucio V. MansillaLucio V. Mansilla en el desierto

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A los diecisiete, en 1848, Lucio V. Mansilla emprende un viaje a la India, por negocios —según el mandato de su padre. A lo gran señor, con seis sirvientes, hizo de todo menos negocios. En sus Memorias, Mansilla dice: Por el momento les diré que el cargamento no se hizo, por la sencilla razón de que, en vez de comprar mercaderías, que era mi encargo, compré placeres, me gasté toda la plata, que eran unas veinte mil libras esterlinas. Con un amigo, James Foster Rodgers, visitó el Himalaya y, luego, prosiguió viaje a Egipto, donde desembarcó en Suez y, por tierra, llegó a El Cairo. El diario de viaje, comenzado en 1850, se extravió. Lo aquí reproducido fue publicado en la Revista de Buenos Aires, Historia americana, literatura y derecho, Buenos Aires, enero de 1864, Nº 9, bajo el título de “Recuerdos de Egipto” —más precisamente en la reimpresión exacta y autorizada de la Biblioteca Americana, Buenos Aires, 1911. Elegí el capítulo III. No dispongo en este momento de ejemplar alguno del libro, así que no estoy seguro de si se trata de una copia de alguna página de De Adén a Suez, de 1855, escrito en base a los recuerdos de Mansilla, o de un artículo escrito especialmente. Respeté sin excepción alguna la ortografía del original.

CB

 

A mis buenos amigos el doctor Caupolicán Molina, Alejandro Baldez y Agustín Mariño

¡Que espantosa monotonía, que silencio tan solemne, que imponente soledad! Yo he visto entrarse el sol en la garminea y desierta Pampa; en el Oceano onduloso y sin límites, que predispone la mente á una sublime meditación; en las selvas espesas del camino de Calcuta á Chandernagor, en el golfo azulado, donde Nápoles baña sus plantas como orgullosa y coqueta Nayede del Mediterráneo; en los picos nacarados de los Alpes; en la cumbre del Corcovado, monstruo que se refleja en el verdoso espejo de las aguas de la bahía de Río Janeiro; en las márgenes por donde corre la linfa cristalina de los dos grandes ríos, en los cuales abrevan sus ganados cuatro provincias argentinas, y en la meseta de Paraguarí, desde donde se divisa una red de riachuelos que se pierden serpenteando en lontananza. Pero jamás he contemplado un cuadro tan grandemente melancólico y siniestro, ni cuyas tintes tengan tan presentes como la puesta del sol en el desierto adyacente á Suez.

No se descubre en aquel inmenso arenal, cuyos límites son el horizonte, un rastro siquiera de vejetacion; la uniformidad de la planicie es apenas interrumpida por algunos montones de rocas; por una que otra colina lonjitudinal, formada por un remolino entre cuyas espirales arrebatadoras, quedó sumergida para siempre una caravana; ó por dos tormentas de arenas opuestas, pero igualmente poderosas, cuyas moléculas se han adherido al encontrarse y gravitando sobre sí mismas esperan otro vendaval mas fuerte, que las levante, que las desuna y esparza. Vése también de vez en cuando un bulto que se mueve á la distancia, haciendo como ondular la haz de la tierra, á la manera de esas largas olas muertas que agitan la superficie del agua en las olas de la marea: es una caravana que desfila paso á paso.

Algunas aves de rapiña, águilas y buitres revolotean audazmente por los cielos, cerniéndose hasta tocar el suelo ó el techo de los carruajes, cuyo itinerario siguen al paso que salen de sus escondrijos innumerables buhos, adornados de grandes ojos que mas bien parecen negras cuentas rodeadas de esmalte amarillo, los cuales saltan de roca en roca, volando como si hiciesen pie en el aire, y ora girando sus diformes é inquietas cabezas, cual si estuvieran desconcertadas, ora fijando en uno sus órbitas relucientes y agoreras, anuncian con su presencia la proximidad de la hora crepuscular.

¡Oh! Aquel paisaje no es de este mundo.

En el firmamento no hay nubes, ni sombras, y el cielo parece mas bajo que en otras regiones.

El suelo presenta un defecto peculiar, inolvidable; una fisonomía siniestra, cuya perfecta pintura es imposible. Hay cuadros que es menester contemplarlos. La paleta del pintor puede hallar una combinación de colores que los represente, mas la palabra humana no tiene sino espresiones imperfectas para describirlos.

Así, el color del desierto á la caída del sol no tiene nombre: aquella arena humedecida únicamente por el rocío, tiene un color particular: no se parece á la del mar, ni á la de los ríos, ni á la de los médanos coterraneos, es menos negra que la tierra vejetal, y mas oscura que la greda: hay momentos en que por las descomposiciones de la luz parece dorada. Pero cuando el sol va á ocultarse completamente, cuando los últimos resplandores de su disco destellan apenas una especie de vapor rojizo, el cual parece estenderse sobre toda la tierra, he ahí el momento, sobre todo, en que el desierto es indescriptible.

Seria en vano que esclamando á mi vez, anch’io son pittore intentase pintarlo.

¿Creeis que si no hubieseis visto el sol alguna vez, habría pintor que os diese una idea perfecta de sus últimos momentos en un dia canicular?

¿Creeis que si no hubieseis visto alguna vez la luna, habría poeta que os diese idea perfecta de sus suaves y melancólicos resplandores?

No; el arte copia, imita; pero no reemplaza á la naturaleza, ni aun cuando se trate de la parte gráfica que es lo mas rudimentario.

Una virjen de Rafael —cuyos limamientos son perfectos, no responde á la idea de la belleza arquetipica; como la Vénus de Praxiteles—, cuyos contornos son irreprochables, no responde á la idea de la belleza plástica.

María Santísima era infinitamente mas hermosa que la Madonna de Rafael.

La Diosa, que nació del seno de una onda, brillante como un rayo luminoso, cuya vida vivificó un soplo divino, y á quien las Horas llevaron en triunfo al Olimpo, debió necesariamente ser mucho mas bella que la Vénus de Praxiteles.

Yo no puedo deciros, pues, sinó que el desierto en el momento de la entrada del sol, es uno de los espectáculos mas grandiosos é imponentes de la naturaleza.

Mi alma se replegó sobre sí misma al contemplarlo.

Los demás que me rodeaban sintieron tambien esa emocion profunda que es como la revelacion mística de un poder omnipotente, altísimo, divino.

Los dilatadísimos horizontes se limitaban á medida que la claridad del rápido crepúsculo disminuia. La noche avanzaba á grandes pasos. Representóseme primero la imájen de la soledad en los primeros dias de la creacion; la eternidad despues. Parecíame ver en cada sombra que pasaba esta fatídica inscripcion:

Lasciate ogni speranza.

Por último, la noche desplegó completamente su tenebroso manto.

The bright san was estinguished ans the stars
Did wander darkling in the eternal space,
Bayless, and pathless, and the icy earth
Swong blind and bickering in the moonless air

Byron.

Al calor del dia que habia sido escesivo, sucedió un aire húmedo y glacial. Fue menester abrigarse. Yo me envolví en mi manta escocesa. Cada cual hizo lo mismo en la suya. En seguida, cubrimos nuestras faldas con una gran frazada, cuyo objeto no era resguardar de la intemperie á los viajeros –sinó recoger la arena que como cernida por finísimo tamiz penetraba hasta por los intersticios mas sutiles del carruaje.

Hecho esto, cada uno acomodóse lo mejor que pudo en su asiento. La oscuridad era profunda. Apenas nos distinguíamos. Nadie hablaba. El niño de Mme. Waltembach, la rusa, iba despierto; pero el angelito no lloraba.

La noche dá un carácter molesto á nuestros pensamientos. Los míos eran tristes y melancólicos. No recuerdo si pensé en la patria. Pero debí pensar. ¿Quién no piensa en ella cuando está en el extranjero,

Es la hora en que los tristes corazones
Ven la imájen sombría,
De la esperanza que los sustentaba
Desvanecerse con la luz del día?

(Echeverría).

A nuestro alrededor reinaba un silencio sepulcral, interrumpido apenas por el grasnido de las cenicientas aves de rapiña ó por el chis chas del látigo del cochero.

Los coches volaban, y los ensebados ejes de sus ruedas hendiendo profundamente la deleznable arena que hacían ruido alguno.

De repente oímos una voz general de Hhalás! Hhalás! es decir, Alto! ¡Alto!! y todos los carruajes se detuvieron frente á una especie de kiosco cerrado, cuyo pabellon estaba iluminado con linternas de colores.

Era la primera estacion.

Habíamos andado diez millas.

 

Nota

  1. El sol brillante se puso; las estrellas, despojadas de sus rayos, vagaron al acaso en el eternal espacio; la tierra, helada y como enceguecida por la ausencia de la luna, permaneció suspendida en una atmósfera tenebrosa.