Locos

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“La locura”, de Alfred Kubin
“La locura”, de Alfred Kubin.

Corren, por la calle, muchas historias de locos. Cierta vez me contaron una. Dos reclusos se encuentran, una mañana, en el patio del manicomio. Para facilitar el relato, llamaremos Juan al más silencioso y Carlos al más jovial. Carlos es un recluso contento con su destino. Ambiciona muy poca cosa: el imperio de Trebisonda. Como sus ministros tardan en coronarlo, lee todas las noches y se distrae con lo que lee. Juan no sabe exactamente qué desear. Vive en ese estado de disponibilidad absoluta que los sujetos no paranoicos califican de aburrimiento. Al enterarse de aquella insatisfacción, Carlos le recomienda algunas lecturas. Pocos días más tarde le presta un libro. Y otra mañana, por obra de la casualidad del relato —o de un capricho del reglamento—, Carlos y Juan vuelven a coincidir en el patio del manicomio. Juan continúa dando señales de una incurable melancolía.

—¿Qué pasa? —le pregunta su amigo—. ¿No te interesó el libro que te presté?

—Sí —le contesta Juan. Lo estudio todas las noches. Pero tiene muchos protagonistas y poca acción.

El libro que no había conseguido alegrar a Juan era un ejemplar del Directorio de Teléfonos.

(De: Torres Bodet, Jaime. Balzac. México: Fondo de Cultura Económica, 1959. Breviarios, 149)

 

Gérard de Nerval
Gérard de Nerval.

Nerval

Gérard de Nerval solía pasear por los jardines del Palais-Royal tirando de una langosta por una traílla de cinta azul, porque las langostas no ladraban y conocían los secretos del piélago. Un día, en el zoo de París, lanzó su sombrero a un hipopótamo para que el pobre animal pudiera cubrirse la cabeza como un hombre; en otra ocasión, se despojó en la calle de toda su ropa e, imaginándose todopoderoso, temió hacer daño al policía que fue a detenerle. Era un hombre tierno, conmovedor y fascinante y aunque imaginase ser hijo de Napoleón o príncipe de Aquitania, tenía un aspecto humilde que hacía llorar a los desconocidos.

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Nacido en 1808, hijo de un cirujano de los ejércitos de Napoleón, nunca conoció a su madre, que le envió a un ama de cría para seguir a su marido a Silesia, donde murió de fiebres. (Norman Glass escribe con acierto que Nerval fue “obsesionado por una ausencia” durante toda su vida.) Demostró su extraordinario talento poético cuando aún era un adolescente y tuvo dinero durante varios años gracias a una herencia, parte de la cual gastó en la promoción de una actriz mediocre. (La adoró durante años pero nunca hicieron el amor. Este era uno de los signos ominosos: le bastaba amar a una mujer para dejar de desearla... aunque siempre compraba camas enormes.)

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Aurélia es la historia de su propia locura, contada sin rastro de autocompasión o complacencia, el triunfo de un escritor sobre su materia prima, si alguna vez ha habido uno. Es quizá la mejor descripción de la locura en la literatura mundial, superando incluso el Diario de un loco. El libro de Gógol es una obra maestra de la premonición; Nerval trajo consigo Aurélia de una vida mental futura.

Esto es lo que fue enloquecer una noche en París:

De improviso me pareció que todas las estrellas se habían apagado a la vez, como los cirios que había visto en la iglesia. Creí ver un sol negro en el cielo desierto y un globo rojo como la sangre sobre las Tullerías. Me dije: “La noche eterna comienza y va a ser terrible. ¿Qué sucederá cuando la gente se dé cuenta de que ya no hay sol?”... Al llegar al Louvre, caminé hacia la plaza y allí me esperaba una vista extraña. Deslizándose a través de las nubes con el viento, vi pasar varias lunas a gran velocidad. Pensé que la tierra había abandonado su órbita y vagaba por el cielo como un barco sin mástil, acercándose o alejándose de las estrellas, que se agrandaban o empequeñecían por turnos. Durante dos o tres horas observé esta confusión, y luego me dirigí hacia Les Halles. Los campesinos traían sus productos y me dije: “Cómo se asombrarán cuando vean que la noche no tiene fin...”. Sin embargo, unos perros ladraban aquí y allá y unos gallos cantaban.

Antes de ser recluido, se vuelve pendenciero:

Inicié una pelea con un carero que llevaba una insignia de plata en el pecho. Insistí en que era el duque Juan de Borgoña e intenté impedirle que entrase en una taberna. Por una razón peculiar e inexplicable, cuando le amenacé con matarle, su rostro se cubrió de lágrimas. Me conmoví y le dejé pasar.

Si hay escenas más sobrecogedoras en prosa, contadas con menos palabras y mayor habilidad, yo no las he leído. Las últimas páginas de Aurélia se encontraron en su cuerpo.

Varios escritores inspiran mayor admiración, pero ninguno más compasión que Nerval. Entró y salió de la locura, usando sus momentos más cuerdos para contárnoslo todo sobre ella, y después se ahorcó.

(“El hombre que nos habló sobre enloquecer”. De: Vicinczey, Stephen. En: Verdad y mentiras en la literatura. Buenos Aires: 1992, 1995).

 

  1. En el invierno de 1855, Nerval fue encontrado muerto. Se había ahorcado en la verja posterior de un sucio patio.