Las mujeres en los diarios de Kafka (I)

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Franz y Ottla Kafka

La muchacha del café. La falda ajustada, la blusa de seda, blanca, amplia, bordeada de piel; el cuello desnudo; el sombrero gris del mismo género, ceñido a la cabeza. Su cara llena, sonriente, eternamente pulsante; ojos amistosos, aunque un poco afectados.

(12 de enero, 1914)

 

A. no consigue tranquilizarse. A pesar de la confianza que me tiene, y aunque necesita mis consejos, me entero solamente de detalles mínimos, uno por uno, al azar de la conversación, lo que me obliga constantemente a reprimir dentro de lo posible mi asombro repentino, no sin dejar de sentir que mi indiferencia ante noticias tan terribles debe de parecerle una demostración de frialdad, o tal vez de gran consuelo. Y esa es mi intención. Me entero de la historia del beso a través de las siguientes etapas, a veces separadas por semanas de intervalo entre sí: un maestro la besó; ella estaba en el cuarto de él; la besó varias veces; ella solía ir regularmente a su cuarto, porque estaba haciendo un bordado para la madre de A., y el maestro tiene una lámpara excelente; se dejó besar sin resistencia; anteriormente, él ya le había declarado su amor; a pesar de todo, ella sale a veces a pasear con él; quería hacerle un regalo para Navidad; una vez escribió: “me ocurrió algo desagradable”, pero luego no insistió con el asunto.

A. la interrogó así: ¿Cómo ocurrió? Quiero saber todo perfectamente. ¿Se limitó a besarte? ¿Cuántas veces? ¿Dónde? ¿No sé echó sobre ti? ¿Te tocó? ¿Quiso desvestirte?

Respuestas: Yo estaba sentada en el sofá, con mi labor, él del otro lado de la mesa. Entonces se me acercó, se sentó mi lado y me besó, me retiré a un costado y me derribó con la cabeza sobre el brazo del sofá. Fuera del beso, no pasó nada.

En cierto momento del interrogatorio, ella dijo: “Pero ¿qué te crees? Soy virgen”.

(24 de enero, 1914)

 

La clase sobre Homero, para las jóvenes de Gallitzia. La de la blusa verde, de cara austera y neta; cuando quiere hablar, tiende el brazo en ángulo recto; rápidos movimientos al ponerse el abrigo; cuando quiere contestar y no la llaman, se avergüenza y vuelve la cara a un costado. La robusta joven vestida de verde, junto a la máquina de coser.

(14 de abril, 1915)

 

...Enfermera de Cruz Roja. Muy segura y decidida. Viaja como si fuese una familia entera, que se basta a sí misma. Como si fuera el padre, fuma cigarrillos y se pasea por el pasillo; como un niño se trepa al asiento, para sacar algo de su morral; como la madre corta cuidadosamente la carne, el pan, la naranja; como una muchacha coqueta (lo que en realidad es) exhibe sobre el asiento opuesto sus hermosos piececitos, las botas amarillas y las medias también amarillas sobre las sólidas piernas. No le parecería mal que le hablaran; inicia ella misma la conversación, preguntando algo sobre las montañas que se divisan a lo lejos, me da su guía para que las busque en el mapa. Desanimado, me quedo en mi rincón, mientras crece en mí el deseo de no contestar sus preguntas, como ella quisiera, con otras preguntas, aunque me gusta bastante. Cara robusta y atezada, de edad indefinida, cutis grosero, labio inferior hacia afuera, ropa de viaje, con el traje de enfermera debajo, sombrero blando en punta, plantado de cualquier modo sobre el cabello rígidamente trenzado. Como no le pregunto nada, empieza a hablar fragmentariamente de sí misma. Mi hermana (a quien, como supe más tarde, no le gusta nada) la ayuda un poco. Se dirige a Satoralja Ujhel, donde le indicarán su destino definitivo; prefiere estar donde más trabajo haya, porque el tiempo pasa más rápido (mi hermana deduce de esto que es desdichada, lo que me parece incorrecto).

(27 de abril, 1915)

 

Esta mañana me encontré con la señorita R. Realmente, un abismo de fealdad; un hombre no podría nunca cambiar tanto. Cuerpo sin gracia, flojo como si todavía estuviera durmiendo; la vieja chaqueta que ya le conozco; lo que lleva bajo la chaqueta, es tan irreconocible como sospechoso; tal vez sólo sea la camisa; al parecer, también le resulta desagradable que le encuentren en ese estado, pero hace justamente lo que no debería hacer: en vez de ocultar el motivo de su vergüenza, se mete con aire culpable la mano en el escote de la chaqueta, y trata de acomodársela. Abundante vello en el labio superior, pero sólo en un lugar; exquisita impresión de fealdad. A pesar de todo, me gusta bastante, aun dentro de su indudable fealdad; además, la belleza de su sonrisa no ha cambiado, pero la belleza de sus ojos ha sufrido las consecuencias del deterioro general. Por lo demás, un mundo nos separa; es evidente que no la entiendo, ella en cambio se satisface con la primera impresión superficial que le suscito. Con toda inocencia, me pidió una tarjeta de racionamiento de pan.

(5 de mayo, 1915)

(De: Kafka. Diarios 1914-1923. Volumen II. Buenos Aires: Marymar, 1977. Traducción de J. R. Wilcock)