Villiers de L’Isle AdamAlgunos párrafos de Villiers de L’Isle Adam

Esas ciudades, bajo cielos blancos y desiertos, yacen hundidas en medio de horribles bosques. Las faréoles, la hierba, las ramas secas obstaculizan y obstruyen los senderos que antaño fueron populosas avenidas, en las que se ha desvanecido el ruido de los carros, de las armas y de los cánticos guerreros.

Ni aliento humano, ni ramajes, ni fuentes existen en la horrorosa calma de esas regiones. Los mismos bengalíes se alejan de los viejos ébanos que antes fueron sus árboles. Entre los escombros, acumulados en los claros del bosque, crecen inmensas y monstruosas erupciones de enormes flores, cálices funestos donde arden, sutiles, los espíritus del Sol, estriadas de azul, matizadas de fuego, con venas de cinabrio, semejantes a los radiantes despojos de una miríada de pavos reales desaparecidos. Un aire cálido de mortales aromas pesa sobre los muros restos: y es como un vapor de cazoletas funerarias, un azul, embriagante y torturante sudor de perfumes.

(“Recuerdos ocultos”)

 

Desde la cúpula de las torres tutelares de la ciudad de Jebús vigilan los guerreros de Judá, con los ojos fijos en las colinas.

Al pie de las murallas se extienden, por el interior, los viñedos repletos de colmenas, las grutas reales, los túmulos de suplicio, el barrio de los nigromantes, las ascendentes avenidas que conducen a Ir-David.

Es de noche.

Cercanos a las fosas de animales feroces, los cenáculos de justicia, construidos en el reinado de Saúl, aparecen, como sepulcros, blancos y macizos, en los recodos de los caminos.

Cerca de los canales de Siloé, el espejo de las piscinas probáticas refleja las casas bajas con higueras plantadas en los patios que esperan las caravanas de Elam y de Fenicia.

Hacia oriente, bajo las alamedas de sicomoros, están las residencias de los príncipes de Judea; en los extremos de los caminos principales, unos grupos de palmeras ondean sus hojas por encima de las cisternas, abrevaderos de elefantes.

Hacia el lado del Hebrón, entrada para quienes vienen del Jordán, humean las chimeneas de ladrillos de los armeros, de los fabricantes de aromas y de los orfebres. Más allá, las residencias rodeadas de viñas, casas natales de los ricos de Israel, escalonan sus terrazas y sus baños junto a frescos vereles. Al septentrión se extiende el barrio de los tejedores, donde los dromedarios, montados por mercaderes de Asia, cargados de madera de setim, de púrpura y de fino lino, pliegan ellos mismos sus rodillas.

(“Epílogo. El anunciador”)

(De: Villier de L’Isle Adam. Recuerdos ocultos.Buenos Aires: E. Rei Argentina, s/f.)