Alfredo BianchiHéctor P. Agosti: Última visión de Alfredo Bianchi

A Alfredo Bianchi lo vi por última vez en Córdoba, en el sanatorio de Bermann, a un mes escaso de su muerte.

Por esa angustiosa anticipación con que los enfermos suelen adivinar la entrañable naturaleza del mal que los agobia, Bianchi percibía la inexorabilidad de su término. La obsesión de la muerte perturbaba, por ello mismo, su entendimiento. En medio de su conversación trabajosa, donde chisporroteaba, de tanto en tanto, la brillante lucidez de antaño, desembocaba la charla, cualquiera fuera el tema que se tratase, hacia la necesidad de esa muerte que él aseguraba estarle rondando constantemente.

Confieso que esa lúgubre pertinacia me conmovió profundamente el día que lo vi. Me impresionó la parvedad de sus movimientos torpes, que lo condenaban a la casi inmovilidad. La silueta de Bianchi, agobiada, esmirriada, pobremente disminuida, se recortaba contra la luz violenta de aquel atardecer cordobés, dormido sobre las aguas mustias del Río Primero. ¡Qué había quedado de su alto espíritu —de su curiosidad movediza—, reducido a esta quietud quejumbrosa de su sillón de sanatorio!

Recuerdo que Bianchi, con el infaltable ejemplar de Nosotros en la mano, censuraba alguna “debilidad” de Giusti en la compaginación de la revista y protestaba por su escasa asiduidad epistolar (hubiese querido —lo supe luego— un par de cartas diarias...). Recuerdo, también, que anduvo reclamando varias veces su correspondencia y que, finalmente, se sintió alegre como un niño cuando la enfermera le trajo dos o tres cartas de viejos amigos, que leyó en mi presencia con ternura efusiva. Y entonces volvió a decirme otra vez de esa muerte que lo arrebataría de la frecuentación de amigos tan queridos...

Hablamos durante mucho tiempo, de numerosas cosas y personas. Y la conversación cayó, inevitablemente, en el tema de la guerra y de sus consecuencias para el destino de la civilización. Fue como si Bianchi se transfigurase. Su amargura del momento se cambió de súbito en un optimismo radiante. Creía firmemente en el triunfo de las naciones que encarnan, en esta lucha tremenda, la causa de la libertad, y durante largo rato, con entusiasmado fervor, manifestó su admiración por ese heroísmo soviético en el que veía una de las más seguras contribuciones a la victoria final. La voz de Bianchi recobraba su firme sonoridad antigua para testimoniar su fe en la libertad, y hasta diría que cuando abordaba este tema —lejanas ya las figuras sombrías de su muerte personal— dejaban de advertirse aquellas inseguridades tan dolorosas que a veces revelaba en la elección de las palabras. Y yo pensé entonces que el viejo ánimo polémico de Bianchi —su espíritu animador por excelencia— se conservaba enhiesto e intacto sobre la miserable condición de su cuerpo.

Por la noche, mientras comíamos con Ricardo Latcham y Carlos Sánchez Viamonte en la mesa familiar presidida por Bermann, poco antes de asistir al homenaje a Deodoro Roca que a todos nos llevaba a Córdoba, Bianchi nos reiteró esa misma fe, mientras recordaba con palabra cariñosa al prócer más egregio de la Reforma Universitaria.

Ya no volví a verlo. Y cuando una tarde lluviosa de noviembre lo llevamos al cementerio, a mí se me ocurrió que aquella fe postrera constituía la virtud afirmativa de Bianchi. ¿Qué otra cosa que un afirmativo había sido a lo largo de su vida? ¿Qué otro hombre se había entregado, con más esforzado desinterés, a la exaltación del talento ajeno? Hacía falta para ello un espíritu sanamente optimista, colocado al resguardo de los descreimientos cómodos o acomodaticios. Yo encuentro en la existencia de este espíritu la raíz de aquella fe a la que he aludido, de aquella esperanza sobre el triunfo cierto de los ideales de justicia que, un dorado crepúsculo cordobés, dieron nueva fuerza a su cuerpo maltrecho.

(Agosti, Héctor P. “Última visión de Alfredo Bianchi”. En: Nosotros. Ejemplar existente en biblioteca, con casi seguridad un número editado en 1943, en homenaje a Alfredo Bianchi; sin tapa ni contratapa, p. 214).