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La censura

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Un libro muerto en su cuna

I

Tepames, apartado y mustio pueblo del municipio de Colima, fue el teatro, en 1909, donde se perpetró un sangriento crimen que en muy poco tiempo alcanzó renombre nacional: el de dos hermanos —Marciano y Bartolo Suárez— que cayeron bajo las balas de un grupo de hombres armados encabezado por el comandante de la policía del estado, Darío Pizano. Los pormenores del crimen se discutieron durante meses en la prensa nacional. Incluso se escribió una novela sobre el tema. Novela que acusaba a unos vecinos de los Suárez de encabezar el homicidio, como si la presencia del comandante de la policía de Colima, in medias res, no contara en lo absoluto. ¿Cómo pudo alcanzar tanta “notoriedad” un crimen aislado ocurrido en un pueblo desconocido del alejado y entonces prácticamente incomunicado estado de Colima? ¿Qué sabemos de sus pormenores, a 100 años del suceso? ¿Qué queda por narrar en torno a ese sanguinario evento? ¿Qué sucedió con un libro que escribí sobre el tema y que terminó “muerto en su cuna”?

 

Primeras impresiones

El crimen de Tepames me enseñó una gran lección: que en México la historia y la política están mucho más imbricadas de lo que a simple vista parece. Por ello narro este relato añejo que no ha cesado de importunarme desde hace más de dos décadas: como aquellas recurrentes pesadillas que se arremolinan a las puertas de nuestros huidizos sueños, y que ni se apocan ni se apagan con el tiempo.

Empiezo por darte una fecha, en el otoño de 1986, y por mencionar un lugar, la biblioteca Nettie Lee Benson, de la Universidad de Texas, en Austin. Como parte de un proyecto nacional para escribir historias estatales que cubrieran el siglo XIX, el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora me comisionó para escribir un libro que sintetizara la historia de Colima y que estuviera acompañado, además, por una antología de documentos raros y poco conocidos sobre el estado. Justo para dicha antología escudriñaba folletos de escasa circulación en la Biblioteca Benson, cuando uno llamó mi atención: se refería a un homicidio conocido como “el crimen de Los Tepames”. En dicho folleto y tras una complicada exposición legal, su autor (hermano del juez de segunda instancia que intervino en el caso) imputaba al gobernador del estado la autoría intelectual del doble asesinato.

El folleto, firmado en un poblado de Los Altos de Jalisco, tenía una abierta visión partidaria y, lejos de comprobar sus acusaciones, se perdía en una intrincada trama de datos y términos legales. No obstante, el documento presentaba una visión nueva sobre un caso añoso y, por ello, y por encontrarse en buen estado, lo fotocopié y lo llevé a Colima. Fue a finales de 1987 —momento en que debía entregar al Instituto Mora la antología documental que cubría el siglo XIX y principios del XX— cuando, después de vacilar, incluí el documento sobre el crimen en los que resultaron ser dos volúmenes de la antología.

Cuando los entregué en la ciudad de México (dos copias adicionales las imprimí y las repartí entre sendos conocidos míos, personas avanzadas en la historia colimense), informé a una de las coordinadoras del proyecto que entre mis documentos incluía el folleto acusatorio. Solicité que lo leyeran con cuidado. “No te preocupes”, me aseguró la aludida: “revisamos muy cuidadosamente todos los manuscritos”. Tomé el año siguiente para preparar el tomo restante que sintetizaría la historia de Colima. Fue entonces que recibí una llamada telefónica de la directora del Instituto Mora, la doctora Eugenia Meyer.

—¿Cuánto te falta para que termines tu libro de Colima?

—Seis meses más —contesté por dar una fecha vaga y distante.

—Tienes dos semanas para concluirlo.

En ese plazo perentorio debía yo revisar, completas, las pruebas de los dos tomos de la antología que entregué un año antes, y terminar el volumen de la historia de Colima que me faltaba. Era poco tiempo. Trabajé día y noche en compañía de tres auxiliares y colegas míos en Colima (José Luis Ramírez Larios, Florencio Llamas Acosta y Rosa Elvira Flores Sánchez), y de mi amigo José Ortiz Monasterio, en la ciudad de México.

En dos semanas revisamos concienzudamente los dos volúmenes en que había quedado la antología y que habría de aparecer con el nombre de Colima, textos de su historia. Al examinar el primero de los volúmenes, encontré el documento que incriminaba al ex gobernador De la Madrid del homicidio de los Suárez. “Franqueó sin dificultades los escollos de la censura”, pensé. Y no dediqué más tiempo al asunto.

En seguida me dediqué con ahínco al tercer tomo faltante, que llevaría el título de Colima, una historia compartida y, en cerca de seis semanas —y no dos— terminé la obra entera: justo en el momento que inicia el primero de los relatos que voy a detallar.

 

Otra llamada telefónica

Un viernes por la mañana, una semana antes de que el entonces presidente de la república Miguel de la Madrid Hurtado dejara de serlo, y cuando se encontraba en su última gira por su natal estado de Colima, me llamó desde la ciudad de México la directora del Instituto Mora. Las prensas de la Casa Madero, comisionada para imprimir mis libros (era la única editorial que se había comprometido a entregarlos antes de que el jefe de la nación dejara su puesto), habían sido detenidas por “órdenes presidenciales”. De no solucionar de inmediato la causa que llevó a dictar dichas órdenes, explicó la directora del Instituto Mora, los libros no saldrían según lo convenido. Y como la historia se supedita a la política (¿o es al revés?), había que imprimirlos antes de ese singular acontecimiento histórico.

—Quiero que revises el prólogo del libro: tiene errores —dijo con voz áspera la directora del Instituto Mora. Ella estaba convencida de que por un descuido historiográfico se había detenido la impresión de mis libros. Me leyó el prólogo por teléfono. Éste hablaba, entre otros temas que yo no manejaba (ni manejo), de la época prehispánica y la Colonia. Pedí media hora, tiempo suficiente para llevar al contador e historiador local Ernesto Terríquez Sámano al teléfono, para que aclarara las dudas de la directora. Después del intercambio entre ambos, del remiendo y la supresión de ciertos pasajes equivocados, la doctora Meyer me instruyó para que “entregara de mano, al secretario de Educación Pública”, una carta que dijera, palabras más, palabras menos: “Señor secretario, los errores del prólogo han sido corregidos. A menos que usted no tenga otras indicaciones, giraré órdenes para que las imprentas se pongan de nuevo en marcha”. Signaba la carta Eugenia Meyer.

Ni a ella ni a mí se nos ocurrió que podría haber otra rémora con mis libros, y sin más órdenes qué cumplir, me dediqué a la casi imposible labor —después de redactar y transcribir en limpio la carta mencionada— de encontrar al presidente en funciones en uno de los muchos lugares donde habría de parar esa mañana en la ciudad de Colima. También pedí que de casa me trajeran ropa “conveniente” para presentarme bien ataviado al encuentro del secretario de Educación Pública.

No fue fácil pero logré averiguar, más de una hora antes del evento, en dónde se encontraría el licenciado Miguel de la Madrid Hurtado: inauguraría una “unidad deportiva”, alrededor del mediodía. Perfectamente vestido y con sobre lacrado en mano, me dirigí, tras cruzar un enorme cuadrilátero trazado en el suelo sobre tierras guijarrosas, a la primera persona con trazas castrenses que encontré. Vestía de negro de bota a boina.

—Tengo órdenes —utilicé mi voz más grave e impersonal— de entregar de mano este sobre al secretario de Educación, quién está por llegar.

“Sígame”, fue todo lo que me dijo. El lóbrego individuo me llevó a otro oficial, y éste a otro... Conforme me acercaba al sitio donde arribaría el presidente, cada militar se veía más amenazador que el anterior.

Por fin me acercaron a un general de la guardia presidencial. “Póngase aquí”, e indicó un lugar en cuya retaguardia unos niños, provistos de margaritas, ensayaban una canción que entonarían cuando llegara el presidente: “Yo le indico cuándo acercarse al secretario”, me dijo.

“Oiga, pero no sé quién es el secretario”, angustiado, me vi obligado a confesar. Me miró a los ojos y dijo: “Está bien, yo se lo señalo cuando lleguen”. Durante los siguientes minutos tuve que esquivar un aluvión de periodistas conocidos, a quienes extrañaba verme a la cabeza de intérpretes musicales tan inexpertos como imberbes. Luego, todo pasó.

Frente a nosotros se detuvieron de golpe varios autobuses que venían a toda prisa. Levantaron una polvareda tan grande que casi ahogó entre sus nubes a todos los niños y secó sus margaritas. Más que canto se oía una confusión de gritos y toses inocentes. No se entendía lo que tarareaban; Miguel de la Madrid no se dio por aludido.

Una ola humana rodeó al señor presidente, y lo siguió hasta la unidad deportiva. El dirigente del país parecía flotar en el aire. Traté de no quedarme atrás, pues al descender del autobús la comitiva que lo acompañaba, el general apuntó con la mirada en la dirección del secretario, dirección que era también del presidente y de otros más que lo cercaban. Ante mi desconcierto, el general repitió sus señales y por fin comprendí que se trataba de un rollizo hombre de pelo blanco y guayabera. Estuve a punto de alcanzarlo, justo cuando el presidente De la Madrid cortaba el cordón que inauguraba el centro deportivo. Pero segundos después, tras el chasquido de las tijeras que separaron en dos la cinta, la masa humana regresó de donde vino, colocándome a varios cuerpos de distancia del secretario.

Mi suerte parecía echada: si no lo alcanzaba no podría entregarle de mano la carta y quién sabe qué sucedería luego. Como pude, me acerqué. Lo tomé del hombro y lo hice virar un poco. “La doctora Meyer me pidió que le entregara esto de mano”, dije con la misma voz grave de media hora atrás. Él tomó la carta, la abrió y siguió su camino, hasta subirse a uno de los autobuses.

Mi primera reacción fue acompañarlo y subirme con él al autobús, pero recordé a los militares que vigilaban todas las maniobras de los presentes. Desde el vehículo, alguien abrió la ventana e hizo señas de “¡NO!” con los brazos. Yo asumí que se trataba del mismo secretario de Educación y así se lo hice saber a la directora del Instituto Mora, quien me pidió que le relatara por teléfono la historia y que le leyera varias veces el contenido de la carta que ella me había dictado. “A menos que usted no tenga otras indicaciones, giraré órdenes para que las imprentas se pongan de nuevo en marcha”, era la parte de la misiva que más le interesaba escuchar. Yo había transmitido a la maravilla su mensaje al secretario de Educación.

—Entonces que sigan imprimiendo tus libros —sentenció.

 

Un lunes por la mañana

Todos los habitantes de la ciudad de México, al parecer, son madrugadores, porque el siguiente día hábil recibí otra llamada temprana de la directora del Instituto Mora.

—Servando Ortoll: ¡si quieres que tu presidente firme el prólogo a tus volúmenes, no incluyas en ellos un documento que acusa sin fundamento a su abuelo de ser el autor intelectual de un crimen tan terrible! —una bomba había detonado en la ciudad de México.

Un piélago de ideas y de reproches se acumuló en mi mente. Quise que se reprendiera a quien por descuido no había revisado con cuidado mi manuscrito, pero opté por callar a medias: “Les informé en el Mora que ese documento estaba allí”, fue mi respuesta. Y pregunté: “¿Qué hacemos?”.

—Como historiadora, estoy con que publiques el documento, pero como... Bueno. Te lo publico con una condición: con que encuentres respuesta al ataque que aparece en ese documento.

—De acuerdo —acepté—. ¿Con cuánto tiempo cuento? —recordará mi lector que el folleto original provenía de una biblioteca en Austin, Texas, y que nos encontrábamos, entonces, en un mundo anterior a la Internet.

—Con tres horas.

—¿Tres horas? —repetí. En aquellos momentos en los que el fax ni siquiera era público, en los que Colima no tenía un aeropuerto comercial abierto, aunque fuera para vuelos domésticos, no había forma de encontrar, en tres horas, la famosa “respuesta” al folleto de marras. Salvo que dicha respuesta se encontrara en el Archivo del Gobierno del Estado de Colima. Allí don Jorge Pineda, su director, tenía a mano el proceso completo que se siguió a los asesinos materiales de los jóvenes de Tepames.

Encontré a toda prisa una “respuesta” que sin embargo había sido publicada antes de que el ataque al gobernador de Colima se publicara en Jalisco.

—Esa respuesta no sirve —me dijo la doctora Meyer.

—¿Entonces?

—Hay dos posibilidades: que, como sugieren en la casa editorial, se publique el tomo sin páginas consecutivas para que parezca un error de imprenta, o que pongamos unas fotos en el lugar del documento. ¿Por cuál te inclinas?

Elegir cualquiera de las dos “opciones” —si así podía llamárseles— implicaba aceptar la censura total del folleto. Pensé en las disyuntivas. Si yo rechazaba el ofrecimiento (y esa fue mi primera reacción), no se publicarían mis volúmenes. No de inmediato, al menos, puesto que si ahora se imprimían era por razones... Ya lo sabe mi lector: políticas.

—Está bien con las fotos —concluí—. Tengo las que quiero para esas páginas.

—¡Pero tienes que entregarlas de inmediato, porque de lo contrario los libros no van a estar listos!

Llamé a mi amigo José Ortiz Monasterio en México y él se comprometió a llevar las fotos a la imprenta. Pero —fatalidades del destino— ese día no encontró taxi. Cuando por fin arribó, la imprenta (actuando, a buen seguro, bajo “órdenes superiores”) había incluido unas fotos de su archivo. Cuando semanas después vi la primera de las tomas, quise morir: yo, que había puesto en duda la existencia del rey Colimán, recibía como represalia de ultratumba... ¡su foto!, misma que remplazaba la primera página del folleto purgado. Fue inicua la venganza del monarca.

—No hay nada por hacer —contestó mi amigo a mi pregunta desesperada—: ésta es una incomodidad más de nuestro oficio.

 

Desayuno en Guadalajara

En recompensa a mi sacrificio histórico recibí una invitación a un frugal desayuno —¿quién dice que someterse en lo político no trae recompensas libres de carbohidratos?— en un hotel de lujo de Guadalajara. Eran los días de la Feria del Libro. Degusté el piscolabis junto con unas palabras de aliento.

“El ex secretario de Educación Pública está muy agradecido contigo”, me dijo la doctora Meyer: “le interesa además saber qué ocurrió en Tepames. Esto ameritaría una investigación profunda, que buscara entender por qué alguien acusó sin pruebas al abuelo del licenciado De la Madrid”.

Tomé estas palabras con sosiego. Había pagado —sin deberla— mi cuota política, desembolso obligatorio si se ingresa al gremio de los historiadores mexicanos. No había mucho por hacer. Conduje a la doctora Meyer a la Feria del Libro y, camino a casa, no dejé de pensar en las dos personas a quienes había dado, para “revisar”, copias de los dos volúmenes de documentos que habría de publicar el Instituto Mora. Una de ellas había reportado en Colima al secretario de Educación —seguramente a través de terceros— la existencia de un documento “espinoso” o al menos comprometedor, en uno de mis tomos. De otra manera, ¿cómo explicar que fuera durante la estancia del presidente en Colima, que se había ordenado paralizar las máquinas de la imprenta en la ciudad de México?

Bajo el calor creciente del mediodía azulado y alegre, decidí escribir un libro que explicara lo ocurrido en Tepames. Quizá esto acallaría al quisquilloso chivato que un día entregó a los censores cercanos al presidente, copias de mis volúmenes. Pero quizá también mi obra pondría a prueba los límites periféricos de la censura política que, todo el mundo me asegura, es un mal que ya no existe entre nosotros.

 

II

A cambio de no publicar el documento, decía, recibí una invitación a un frugal desayuno en Guadalajara. Un quid pro quo muy mesurado y... nada más. Reconocí después como benéfico no revivir un libelo infamatorio que en principio atentaba contra la integridad de terceros. Hasta aquí concuerdo con mis censores locales y nacionales. Pero ni un paso más.

Cuando la directora del Instituto Mora me informó del interés del ex secretario de Educación por conocer a fondo lo que había ocurrido en el pueblo de Tepames, la idea de escribir un libro se convirtió para mí en un reto, en una obsesión. Mi contumacia (¿puedo calificarla de otra manera?) se endureció cuando el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) convocó a un concurso nacional sobre “historias regionales”. El Consejo, según la convocatoria, publicaría los diez mejores manuscritos y otorgaría además una compensación pecuniaria a los tres primeros lugares.

El crimen de Tepames era tema con el que yo podía concursar pues trataba de un tema regional: un grupo de periodistas de Guadalajara había atacado al gobierno de Colima por la comisión de tan terrible asesinato. Pero más importante aun: contaba con documentación suficiente para escribir un libro: tenía el ya conocido folleto encontrado en Texas; sabía de la existencia de buena parte de la documentación relacionada con el proceso contra los autores materiales del asesinato, ubicada en el Archivo General del Gobierno del Estado de Colima; conocía de la novela histórica El crimen de los Tepames, del escritor asturiano Emilio Rodríguez Iglesia, y sabía, por un colega mío (Álvaro Ochoa, de El Colegio de Michoacán), que en el Archivo Porfirio Díaz, ubicado en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de México, existía información de primera mano sobre el tema. Faltaba consular los periódicos regionales ubicados en la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco.

 

Génesis de un libro

Tenía seis semanas justas para concursar, y las dividí según mis planes de trabajo: las dos primeras las dedicaría a analizar el proceso penal con detenimiento y a entrevistar sobrevivientes del pueblo de Tepames; la siguiente, en Guadalajara, a revisar periódicos tapatíos principalmente; la cuarta, a buscar correspondencia cruzada sobre el tema, en el Archivo Porfirio Díaz, y las últimas dos a sistematizar la información y a redactar la obra. En seis semanas debía tener el libro completo.

Mirtea Acuña y Pedro Morales buscaron información adicional en el Archivo del Gobierno del Estado de Colima; José Ramiro Morales me acompañó a realizar entrevistas en Tepames (algunas de ellas estériles); Carmen Llerenas revisó el Archivo Público de la Propiedad y el Archivo de la Reforma Agraria en Colima, en busca de más huellas sobre el asesinato; Avital H. Bloch y Blanca Estela Gutiérrez Grageda me auxiliaron en la revisión hemerográfica en la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, y la segunda de ellas trabajó conmigo en el Archivo Porfirio Díaz de la ciudad de México.

En seis semanas de marchas forzadas pude entender —armando un rompecabezas con los documentos rescatados— lo sucedido antes, durante y después del crimen de Tepames. Tenían los hermanos Suárez —Marciano y Bartolo—, entre otras acusaciones acumuladas, las de violaciones, daño a propiedad ajena y resistencia a la autoridad. Nada, en suma, que mereciera pena de muerte (o la aplicación de la ley fuga) en aquellos momentos del anochecer porfiriano.

Pese a esto ciertos individuos —entre ellos unos vecinos de los Suárez y el comandante de policía del estado— salieron una noche de la ciudad de Colima, acamparon junto a un río para no despertar sospechas y entre las 13:30 y las 14:00 horas del día siguiente (lunes 15 de marzo de 1909), se introdujeron violentamente en el patio de la casa de los Suárez (situada a un costado del jardín principal, frente a la parroquia, como se aprecia en el plano de reconstrucción del crimen) con la consigna de capturarlos vivos o muertos; más lo segundo que lo primero.

Marciano Suárez —tras ayudar a sus hermanos Gonzalo y Guadalupe y a un albañil a pegar ladrillo en uno de los corredores de su casa, e ignorante de la amenaza que se cernía sobre su cabeza— se tumbó a dormir sobre una rígida mesa de madera a un metro de donde trabajaba. Al tenderse, Marciano lo hizo sobre “el flanco derecho, teniendo la pistola de ese lado y la cara vuelta hacia la pared, presentando la espalda para el lado del patio de la casa”.1 Marciano se quedó dormido. De repente y “por la puerta de golpe que da a la plaza”, se introdujo un gendarme montado a caballo. Con una carabina preparada que “llevaba en las manos”; le gritó al albañil y a los otros dos hermanos Suárez “que nadie se moviera de ahí [...]”.2 El resto ya lo conoce el lector de esta obra.

 

Antecedentes y repercusiones de la ejecución

Con la reconstrucción de los hechos no terminó la historia del sanguinario crimen de Tepames. Al contrario: comenzó apenas. De manera insólita y a primera vista espontánea, primero uno y después muchos periodistas de la ciudad de Guadalajara escribieron sobre el asunto: acusaban al licenciado Enrique O. de la Madrid, gobernador entonces del estado de Colima, de ser el autor intelectual del crimen.

¿Cuáles fueron los motivos ulteriores de los periodistas para propagar la noticia? ¿Por qué inculparon al entonces gobernador de Colima por el crimen de Tepames? Estas dudas me surgieron según leía los documentos y organizaba mis ideas. Era evidente que yo no podría contestar todas las preguntas que, una tras otra, asomaban, pero sí arrojar luz sobre las más palmarias. Descubrí por ejemplo que uno de los periodistas, el más aguerrido de los atacantes de Enrique O. de la Madrid y dueño del periódico La Gaceta de Guadalajara, era colimense. J. Trinidad Alamillo tenía planes velados de convertirse en el próximo gobernador del estado de Colima.3 Alamillo conspiró contra el gobernador en funciones de su estado natal. El crimen de Tepames representaba para él el “momento psicológico”, la oportunidad única que le permitía menoscabar la reputación de Enrique O. de la Madrid, en el cargo desde 1902. Con su mortífera pluma, Alamillo no cejó hasta convertir el crimen en causa célebre de los periodistas “antirreeleccionistas” de Guadalajara. Así condujo Alamillo su ataque frente al público; en lo privado, el periodista y el político colimense (había sido prefecto político en Colima, en años anteriores) por correspondencia solicitó al presidente de la república su anuencia para atacar al gobernador e iniciar su propia campaña política.

J. Trinidad Alamillo funcionaba dentro del sistema: no se movía sin la venia de la autoridad suprema de México. El periodista colimense dirigió su batalla desde el interior del sistema político mexicano, y no contra él. Alamillo atacó a De la Madrid con el permiso del presidente y traspasó su periódico y se marchó de Guadalajara cuando Porfirio Díaz así lo dispuso. Por mi parte yo quería conocer las características de la campaña de desprestigio que promovió Alamillo en contra del gobernador, y sus repercusiones políticas. Una de ellas y de vital importancia fue que, intrigado por lo que ocurría en Colima, Porfirio Díaz envió a un juez especial, Eduardo Xicoy —hombre de todas sus confianzas y poseedor de una memoria extraordinaria— a sondear el caso. De origen catalán, Xicoy se dirigió a Colima acompañado de su hermano, con la consigna de investigar lo ocurrido. Caso curioso: ¡también Xicoy condenó al gobernador por los hechos de Tepames!

 

Mis hallazgos

Alamillo y sus colegas periodistas de Guadalajara acusaron a los hermanos Anguiano de ser los autores materiales del asesinato de sus vecinos, los hermanos Suárez. Esto aparece también en la novela del escritor asturiano Emilio Rodríguez Iglesia. Pero, ¿eran los Anguiano capaces de involucrar al comandante de policía del estado en un asesinato de esta magnitud? Y, ¿por qué las autoridades de Colima no los encarcelaron una vez consumado el crimen? Había muchas preguntas y pocas respuestas en las acusaciones de los periodistas de Guadalajara o del propio Rodríguez Iglesia. De allí que yo indagara más sobre el tema.

Con documentación del Archivo de la Reforma Agraria en Colima, descubrí a “otro” vecino que, como los Anguiano en su momento, se había interesado en comprar los terrenos colindantes, propiedad de los Suárez. ¿Por qué? Entre otras razones porque se rumoraba que pasaría por Tepames un ramal de la nueva línea ferrocarrilera, cuya ruta principal iba de Manzanillo a Guadalajara. Un terreno cercano al jardín principal, como el de los Suárez o incluso de los Anguiano, se prestaba a la especulación y al rápido enriquecimiento.

El descubrir, primero, que los motivos arcanos de Alamillo eran los de convertirse en gobernador del estado; segundo, que había un interesado en adquirir los terrenos de los Suárez aun en contra de la voluntad de estos últimos4 y, tercero, que este interesado era un cercano colaborador y amigo próximo del gobernador en turno, me llevó a varias hipótesis interesantes: la fundamental, que Enrique O. de la Madrid no había sido el autor intelectual del crimen doble de Tepames, pero sí su encubridor.

Concluí por ello que a lo sumo el gobernador buscó proteger a su allegado, obstaculizando así el juicio. De ser esto cierto, como estoy convencido que lo fue, mi investigación me había llevado al cuadro número uno de mi historia: que todo el “escándalo” lo había forjado Alamillo y que éste había planeado confundir al presidente de la república y a sus colegas periodistas en aras de su propio beneficio. Con estos hallazgos en el papel, me sentí seguro finalista en el concurso de historias regionales a que había convocado Conaculta.

 

Los resultados del certamen

Antes de entregar mi manuscrito calculé cuántos historiadores regionales existían en el país cuyos textos competirían con el mío. Según mis cómputos, mi trabajo sería uno de diez finalistas y saldría publicado. Envié mi manuscrito y esperé resultados. Un colega de Guadalajara, miembro del jurado en la primera parte del certamen, me llamó para felicitarme: ¡mi trabajo había sido finalista!

Pero al publicarse los resultados oficiales del concurso, mi libro no apareció en la lista de finalistas. ¿Habían cambiado los resultados del certamen? ¿Qué hubo detrás de todo esto? Tiempo después hablé con Carlos Martínez Assad, presidente del jurado. “Alguien”, me confesó, se había declarado en contra de mi libro. No debía publicarse. “¿No se trata de un libro de historia regional?”, preguntó mi colega, y recordará el lector que, pese a que mi obra analizaba el asesinato de dos campesinos en un pueblo alejado de Colima, involucrados en la difusión de los hechos se encontraban varios periodistas de Guadalajara.

Esto convertía mi libro en uno de análisis regional y así tuvo que reconocerlo mi atacante anónima. Pero de todas formas no debía publicarse. “¿Estaba mal escrito?”, interpeló Martínez Assad. “Está bien escrito”, contestó de mala gana mi detractora. “¿Entonces su metodología está mal utilizada?”. “Al contrario, está bien hecha la investigación”. “¿Qué tiene luego que no debe publicarse?”. “¡Tiene trasfondo político!”, concluyó la interpelada. El caso estaba cerrado. De los manuscritos que no resultaron finalistas escogieron otro que tomara el lugar del mío y lo publicaron. ¿Quién dice que la política no está imbricada a la historia?

 

Un giro inesperado

Jamás imaginé que el manuscrito que me había sacado sudor y lágrimas por la presión a que me sometí estuviera destinado a morir en su cuna. Pero esto desconocía en el momento del que hablo y, sin rendirme todavía, me dediqué a buscar quien más lo imprimiera. Toqué muchas puertas y repartí mi manuscrito entre igual número de personas e instituciones. Nadie se ofreció a publicarlo.

El recordado Alberto Isaac, tras leerlo, se entusiasmó con el texto y juntos visitamos al rector de la Universidad de Colima. Alberto quería que Vicente Leñero convirtiera mi manuscrito en guión cinematográfico para luego dirigir el propio Alberto una película. “Xicoy es un personaje que entra directamente a la cinta”, me dijo. Con la lógica de su lado (y planes políticos futuros), el rector me dijo que, antes de que se diera a conocer en otra forma, el libro debía aparecer como lo que era, un texto de historia.

Asentí. Pero la única persona que debía de publicarlo, agregó con la misma lógica el dirigente universitario, era el director general del Fondo de Cultura Económica, el licenciado Miguel de la Madrid Hurtado. “Nuevo reto”, pensé y tomé nota mental de las palabras del rector. Cada vez me parecía más obvio que nadie aparte del ex presidente estaría dispuesto a difundir mi trabajo. Tomé este segundo desafío en serio y solicité una cita para entrevistarme con el director general del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad de México.

 

III

El día que la secretaria del ex presidente de la república me conoció, yo llevaba jeans y pelo largo: me confundió con el mensajero. “Ah, sí. El doctor Ortoll me dijo esta mañana que me enviaría su manuscrito”, subrayó, después de revisarme de arriba a abajo. ¿Debía identificarme como “el doctor Ortoll”, me pregunté, o pretender que era su mensajero?

—Yo soy Servando Ortoll —me limité a decir, y al instante la secretaria de Miguel de la Madrid Hurtado se puso de pie, tirada por un cordón invisible, y me dijo con voz angustiada y chillona: “Perdóneme, doctor Ortoll, no lo reconocí. Siéntese, por favor. ¿Qué puedo ofrecerle? Permítame consultar si puede recibirlo a usted el licenciado De la Madrid, en cuanto salgan las personas —perfectamente ataviadas, por cierto— que acaban de entrar”.

El suyo fue un cambio interesante: esa mañana me había asegurado que el director general del Fondo no tenía espacio en su agenda para verme en semanas. Después de obsequiarme una coca-cola (las crujientes y empinadas escaleras del viejo edificio en donde se encontraba la oficina del Fondo —principios de los noventa— eran suficientes para cortarle la respiración a cualquiera), y hablar con su jefe, me informó: “El licenciado De la Madrid lo recibirá, pero sólo por cinco minutos”.

—Muchas gracias —contesté, seguro de que ese sería tiempo suficiente para guardar en mi memoria tan célebre entrevista.

La puerta de la vieja oficina de don Daniel Cosío Villegas —primer director general del Fondo— se abrió y entré tras estrechar la mano del ex presidente de México. “Siéntese, por favor. ¿Qué se le ofrece?”

Yo traía conmigo una copia de La Vendetta de San Miguel, título sibilino, lo reconozco, con que bauticé mi libro sobre el crimen de Tepames. Expliqué brevemente qué me había llevado a la presencia del ex mandatario. El licenciado De la Madrid pausó y miró al vacío (o tal vez a un retrato del viejo Cosío Villegas, sobre el muro que contemplaba). En un periquete extrajo un cigarrillo de su bolsa derecha y acercándose el encendedor con la mano izquierda como si protegiera su llama de una enfurecida ráfaga de aire, lo encendió. La operación tomó unos segundos.

—Mire. Le voy a contar lo que pasó en aquella ocasión, según me lo relató mi abuelo, el licenciado Enrique O. de la Madrid, gobernador del estado de Colima...

La historia que me narró Miguel de la Madrid no parecía coincidir, en principio, con lo que yo había escrito. Al menos esa fue la impresión que me dieron sus palabras (cuando tuve la oportunidad de releer mi libro, constaté que muchas de las aparentes diferencias entre las dos versiones eran en realidad dos caras de la misma moneda y que, más que contraponerse, se complementaban). Hablaba el ex presidente con tanta prisa y determinación que apenas podía yo contrastar mis notas (difuminadas en mis recuerdos: hacía mucho que no había releído mi manuscrito) con lo que me narraba.

En pocas palabras, y esto lo tomé como la versión final y oficial de los hechos, el gobernador del estado de Colima, en 1909, había ordenado a Darío Pizano, comandante de la policía, que apresara a los hermanos Suárez, connotados bandidos de la región. Pizano, para “quedar bien” con el gobernador, había ultimado a los hermanos. La versión del licenciado De la Madrid, como digo, parecía diferir de la mía. ¿Debía recoger mi manuscrito y salir en ese momento y deprisa de su oficina?

Opté por escuchar con atención al ex mandatario. Oportunidades como esa no se presentaban todos los días. Me comentó cómo, basándose en la experiencia de su abuelo, ya de presidente se había asegurado que la policía se presentara desarmada a las manifestaciones de protestas callejeras: quería evitar que la historia se repitiera.

En un momento en que el silencio conquistó el despacho de ex presidente, me atreví a hablar.

—Yo tengo un “sospechoso histórico” a quien puede pertenecer la autoría intelectual del crimen...

La celeridad con la que contestó “Solórzano”, me hizo percatarme que, contrario a lo que yo había asumido, Miguel de la Madrid Hurtado ya había leído mi manuscrito. Eso, o ¡había yo dado en el clavo y resuelto el enigma de la autoría intelectual del crimen de Tepames! Comprendí que el primero de los casos era el factible. Salí a la hora y media de haber entrado a la oficina del ex presidente, tras escuchar que él mismo revisaría el texto. Miré la calle más confundido que resuelto. Esa no fue la única vez que hablé con Miguel de la Madrid Hurtado, pero sí la más extensa. En la Universidad de Colima, primero, y en la de Guadalajara después, pude intercambiar palabras con él respecto a mi manuscrito.

En la Universidad de Colima, gracias al entonces rector y en su presencia, De la Madrid conferenció conmigo unos minutos y dijo haber leído el manuscrito después de verme por primera vez en su oficina, pero subrayó que éste contenía ciertas secciones que “le disgustaban”. En Guadalajara confesó por descuido (u olvido) que leyó mi manuscrito antes de entrevistarse conmigo en su oficina en la ciudad de México, pero me aseguró que sometería mi obra a los evaluadores del Fondo de Cultura Económica.

Curiosamente y por esas fechas, me enteré que, contrario a lo que se practica en casos como el mío en que se envía una obra singular a “especialistas” para su evaluación, unos jóvenes —que se identificaron como auxiliares del licenciado Miguel de la Madrid Hurtado— se presentaron en el Archivo Porfirio Díaz de la Universidad Iberoamericana, para solicitar copias de los documentos que yo citaba en mi trabajo. Ignoro si esto fue cierto o el producto de alguien interesado en incrementar mi paranoia. Lo irrefutable es, sin embargo, que mi libro, escrito con la imparcialidad y “objetividad” académica debidas, habría de permanecer inanimado en su cuna.

Nunca supe, aunque puedo adivinarlo, cuáles eran las secciones de mi libro que incomodaron al licenciado De la Madrid. Pero aclaro: su abuelo era un porfirista que tenía libertad de acción al interior de su estado, a cambio de mostrar una lealtad ilimitada ante el presidente Porfirio Díaz.

Hacia finales del periodo que conocemos como el Porfiriato, las riendas del poder estaban a punto de reventar. Era el último estirón lo que las tensaba, y las gubernaturas estatales y los cacicazgos regionales, por esas mismas razones, acrecentaron su autoritarismo dentro de sus territorios. A nadie se ocultaba que el edificio gubernamental empezaba a cuartearse y que, para mantenerlo erguido, debían sus ingenieros (y albañiles) apuntalarlo con pilares firmes y resistentes.

El de Tepames, dentro del cuadro más amplio del Porfiriato, no fue sino un caso políticamente anodino que hubiera permanecido ignorado, de no ser inflado por los intereses mezquinos y personales de un aspirante a la jefatura de Colima. Los dos campesinos asesinados, oriundos de Tepames, pueblo aislado y desconocido más allá del estado de Colima, jamás hubieran pasado a la historia de no haber sido por un puñado de periodistas tapatíos, encabezados por el colimense J. Trinidad Alamillo, quien quería convertirse, repito, en gobernador de su estado. Pero la anterior no es sino parte de la trama.

No puedo cerrar estas páginas sin comentar un libro que releí, no hace mucho, del historiador español radicado en París y profesor de la Sorbona, François Xavier Guerra: su obra apareció publicada en dos tomos por el Fondo de Cultura Económica en 1988, año en que —hasta diciembre, al menos— Miguel de la Madrid Hurtado fue presidente de México.5 En el primero de sus tomos, Guerra utilizó el crimen de Tepames para ilustrar un punto general de la administración de Díaz.

En un caso como el aludido, en el que varios grupos de la sociedad se encontraban en disputa, se requería de un arbitraje conducido, más que a través de “relaciones personales”, por el presidente mismo. Después de todo se trataba de un asunto que ponía en entredicho “el equilibrio interno” de un estado como Colima. Explicó Guerra: “Puede [...] ocurrir que incidentes menores lleguen a un nivel más alto, ya sea por una carencia de arbitraje intermediario, ya porque una facción minoritaria los utiliza como arma contra el poder del Estado, o bien por la brutalidad de una acción que sobrepasa los límites implícitos asignados a la violencia”.6

“¿Quién es Ortoll para cuestionar a un historiador de la Sorbona?”, se preguntará el lector. Pues bien. Soy un estudioso, a fondo, de un caso más que sólo ocupó de paso a un profesor español radicado en París. Cierto que no he compuesto obras de la naturaleza y amplitud del profesor Guerra, pero también lo es que libros como el que ahora comento, “congelado” por más de 20 años, desaniman al más empecinado de los autores. Yo por supuesto me cuento —y encuentro— entre estos últimos, pero todo tiene su límite. Y reconozco haberme desalentado durante estas décadas, por el “avance” (debo calificarlo de alguna manera) de mi caso.

Pero permítaseme regresar al libro del profesor Guerra. Yo discrepo con las palabras que cité. La “brutalidad” del crimen de Tepames estaba dentro de los límites de lo “permitido” durante el Porfiriato: dentro de los confines políticos de los que el propio Guerra habla en su obra y el asesinato de los Suárez era, por lo tanto, tolerablemente aceptable. ¿Por qué entonces cita Guerra a Tepames como un evento “inaceptable” para el sistema porfiriano, que sobrepasó “los límites implícitos asignados a la violencia”? Este misterio, y el de la transubstanciación, serán dos que mantendré irresueltos hasta el último de mis días.

No exagero. François Xavier Guerra resume como sigue el caso, confundiendo, entre otras cosas, el apellido de Pizano por el de “Pizarro”: ¿evocación inconsciente de tiempos ya idos?

El 14 de marzo de 1909, el comandante de policía de Colima, Darío Pizarro [sic], acompañado por varios gendarmes, asesina, en medio del pueblo, a dos hermanos que habían venido a arrestar por la queja de una familia amiga [Guerra quiso decir “enemiga”], varios miembros de la cual participan en la expedición punitiva, y esto sucede sin que las víctimas opongan la menor resistencia. Un crimen banal [sic], se podría decir, y que queda sin castigar por el gobernador del estado, Enrique O. de la Madrid. Sin embargo, la noticia se extendió muy pronto. Ante la indiferencia del gobernador, la prensa de la oposición se apropia del asunto y le da primero una dimensión regional, después, nacional; hasta llega a publicarse un libro. La madre de las víctimas, por medio de amigos, va a la ciudad de México y obtiene una audiencia del general Díaz, quien le promete que hará justicia. En efecto, la acción del poder central se ejerce mediante el nombramiento de un nuevo juez en Colima, que instruye el proceso y condena a muerte a Pizarro [sic] y a prisión a sus cómplices.7

Otro hecho sorprendente (más allá de sus inexactitudes) es que la versión de Guerra se acerque, más que la mía, a la que me transmitió Miguel de la Madrid: Darío Pizano —o “Pizarro”— había ido a Tepames tan sólo a “arrestar” a los Suárez. ¿Qué lo movió, en vez de esto, a ultimarlos? Ésta sería una interrogante por resolver, de ser esta versión la tomada como válida.

Con todo lo dicho, espero haber dejado en claro que la censura oficial tiene varias facetas, y que éstas pueden ir desde la burla velada o descarada y el enclaustramiento o el retraso indefinido en la publicación de una obra, hasta, como lamentablemente sabemos, el encarcelamiento o la “desaparición” de su progenitor. No cuento nada nuevo: el propio autor de El crimen de Los Tepames, hasta donde lo supusieron sus familiares, murió —o fue “desaparecido”— por publicar su obra. Nuestra historia reciente está plena también de ejemplos deplorables.

Al divulgar estos recuerdos; al compendiar mi libro y hacerlo público en un semanario local; al conceder un interviú para una revista nacional sobre el caso,8 ya lo dije, pongo a prueba los “límites implícitos” asignados a la apertura política mexicana, para parafrasear al profesor Guerra. Con todo esto, no busco arriesgar mi integridad física: quiero dejar en claro algo fundamental, y es que soy un historiador dedicado a su oficio sin otra manera posible de actuar. Inadmisible pretender que nunca escribí esta historia para que fuera leída y criticada; absurdo, autocensurarme.

El lector podrá apreciar el dilema vivido durante las últimas dos décadas. Resolverlo o al menos enfrentarlo, fue una decisión que —ahora caigo en la cuenta— debí tomar, hace ya mucho tiempo, con una campaña que defendiera mis derechos de autor y los de mis lectores. Sólo así hubiera evitado que un libro que debió crecer, fuera sacrificado y obligado a entregar el alma, en su propia cuna.

(Del libro Apostillas al crimen de Tepames. Mexicali, B.C.: Rafael Rodríguez Editor/Center for Latin American Studies, University of Arizona, 2009).

 

Notas

  1. UIA/CIA. Acervos Históricos. Colección Porfirio Díaz. Legajo 34, caja 22. Doc. #010763. “Diversas declaraciones”. S.l., s.f. Anexo a carta de Eduardo Xicoy a Porfirio Díaz. Colima, 24 de junio de 1909.
  2. UIA/CIA. Acervos Históricos. Colección Porfirio Díaz. Legajo 34, caja 22. Docs. #010765-010767. “Diversas declaraciones”. S.l., s.f. Anexo a carta de Eduardo Xicoy a Porfirio Díaz. Colima, 24 de junio de 1909. Las palabras en cursivas están subrayadas en el original.
  3. Julia Preciado Zamora confirmó esta hipótesis. Véase Julia Preciado Zamora, Anatomía política de un gobernador, pássim.
  4. Se afirmaba que el ramal ferrocarrilero traería consigo el “progreso” a los vecinos de Tepames y su imagen acabó trayendo la desolación.
  5. El lector avezado encontrará una extraña conexión entre las fechas que publicó Guerra su libro y las fechas en que comenzó esta intriga.
  6. François Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la revolución, 2 vols. (México: Fondo de Cultura Económica, 1988), 1: 242.
  7. Ibid., 1: 243.
  8. Véase, de Pedro Zamora, “Congelado, un libro en el que se implica en un crimen al abuelo de Miguel de la Madrid”, Proceso, 26 de marzo de 2000. Esta entrevista puede consultarse también en Pedro Zamora Briseño, “Cien años de impunidad” en ídem, El dedo en la herida (Colima: Editorial Avanzada, 2009), 13-23.