Recuerdo una vieja ciudad, de murallas rojas y con forma de torres, alzada sobre la llanura exterminada en el agosto tórrido, con el lejano refrigerio de colinas verdes y muelles sobre el fondo. Arcos enormemente vacíos de puentes sobre el río palidecido en magros estancamientos plúmbeos: siluetas negras de zíngaros móviles y silenciosos sobre la ribera: entre el deslumbramiento lejano de un cañaveral lejanas formas desnudas de adolescentes y el perfil y la barba judaica de un viejo: y en un trazo en el medio del agua muerta la zíngara y un canto, del pantano áfono una nenia primordial monótona e irritante: y del tiempo fue suspendido el curso.
Inconscientemente levanto los ojos hacia la torre bárbara que dominaba la avenida larguísima de los plátanos. Sobre el silencio hecho intenso ella revivía su mito lejano y salvaje: mientras que por visiones lejanas, por sensaciones oscuras y violentas otro mito, también él místico y salvaje me recorría por los trazos de la mente. Allí abajo había trazado los largos vestidos blandamente hacia el esplendor vago de la puerta las mujeres de la calle, las antiguas: la campiña entorpecía entonces en la red de los canales: muchachas de atavíos ágiles, de perfiles de medalla, desaparecían en los trazos sobre los carretones detrás de los giros verdes. Un toque de campana argentino y dulce de lontananza: la Tarde: en la iglesieta solitaria, a la sombra de la modesta nave, yo la estreché a ella, en las carnes rosadas y en los encendidos ojos fugitivos: años tras años tras años basados en la dulzura triunfal del recuerdo.
Inconscientemente aquél que yo había sido se encontraba encaminado hacia la torre bárbara, la mítica custodia de los sueños de la adolescencia. Salía al silencio de la callejuela antiquísima largo el muro de las iglesias y de los conventos: no se oía el rumor de sus pasos. Una plazuela desierta, casuchas aplastadas, ventanas mudas: al lado en un relampagueo enorme la torre, óctuple cúspide roja impenetrable árida. Una fuente del mil quinientos callaba seca, las lápidas rotas en el medio de su comentario latino. Se desarrollaba una calle empedrada y desierta hacia la ciudad.
Fui conmovido por una puerta que se abrió de par en par. De las viejas, de las formas oblicuas huesudas y mudas, se agolpaban empujadas con los codos perforantes, terribles en la gran luz. Delante de la cara barbuda de un fraile que sobresalía del vano de una puerta sostenido de una reverencia trepidante servil, humillado fuera murmurando, realzándose poco a poco, arrastrando una a una las sombras largas los muros rojizos y desconchados, todo similar a la sombra. Una mujer de paso balanceante y de risa inconsciente se unía y cerraba el cortejo.
Arrastradas las sombras largas los muros rojizos y desconchados: él seguía, autómata. Diría a la mujer una palabra que caía en el silencio del ocaso: un viejo se volvió a mirarlo con una mirada absurda luciente y vacía. Y la mujer sonreía siempre con una sonrisa blanda en la aridez meridiana, idiota y sola en la luz catastrófica.
No supe nunca cómo, costeando canales indolentes, volví a ver mi sombra que me escarnecía en el fondo. Me acompañó por calles mal olorosas donde las mujeres cantaban en la calorina. En los confines de la campiña una puerta incisa por golpes, protegida por una mujer de vestido rosa, pálida y gorda, la atrae: entra. Una antigua y opulenta matrona, de perfil de carnero, con los negros cabellos que ágilmente rodean su cabeza escultural bárbaramente decorada del ojo líquido como por una gema negra de las talladamente rarezas sentadas, agitada de gracias infantiles renace vana con la esperanza trayéndola de un manojo de cartas largas y untuosas extraña teoría de reinas languidecentes e infantes armas y caballeros. Saludó y una voz conventual, profunda y melodramática me responde junto a una graciosa sonrisa arrugada. Distinguí en la sombra la sierva que dormía con la boca semiabierta, estertorosa con sueño pesado, semidesnudo el bello cuerpo ágil y ambarino. Me senté despacio.
La larga teoría de sus amores desfilaba monótona a mis oídos. Antiguos retratos de familia eran esparcidos sobre la mesa untuosa. La ágil forma de la mujer de la piel ambarina tendida sobre el lecho escuchaba curiosamente, apoyada sobre los codos como una Esfinge: fuera los huertos verdísimos entre los muros enrojecidos: nosotros tres solos vivíamos en el silencio meridiano.
Había mientras tanto caído el ocaso y envolvía su oro el lugar conmovido por los recuerdos y parecía consagrarlo. La voz de la Rufiana si estaba hecha mano mano más dulce, y su cabeza de sacerdotisa oriental celebraba una pose languidecerte. La magia de la noche, lánguida amiga del criminal, era presidiaria de nuestras ánimas oscuras y sus fastos parecían prometer un reino misterioso. Y la sacerdotisa de los placeres estériles, la sierva ingenua y ávida y el poeta se miraban, ánimas infecundas inconcientemente buscando el problema de sus vidas. Mas la tarde bajaba mensaje de oro de los escalofríos frescos de la noche.
Vino la noche y fue realizada la conquista de la sierva. Su cuerpo ambarino su boca voraz sus híspidos negros cabellos a trechos la revelación de sus ojos aterrados de voluntad enredaron una fantástica rotación. Mientras más dulce, ya cerca de apagarse aún reinaba en la lontananza el recuerdo de Ella, la matrona sedente, la reina todavía su línea clásica entre sus grandes hermanas del recuerdo: después que Miguel Ángel la había vuelto a doblar sobre sus rodillas cansado del camino aquel que se pliega, que se pliega y no se apoya, reina bárbara bajo el peso de todo el sueño humano, y lo bate de las poses arcanas y violentas de las bárbaras vueltas reinas antiguas habían oído Dante se apaga en el grito de Francesca allá sobre las riberas de los ríos que se cansan de la guerra se introducen en la desembocadura, mientras que sobre sus riberas se recrea la pena eterna del amor. Y la sierva, la ingenua Magdalena de los cabellos híspidos y de los ojos brillantes preguntaba en sobresaltos por su cuerpo estéril y dorado, crudo y salvaje, dulcemente cerrado en la humildad de su misterio. La larga noche llena de engaños de variadas imágenes.
Si asoman a las verjas de plata las primeras aventuras las antiguas imágenes, endulzadas en una vida de amor protegerme aún con su sonrisa de una misteriosa encantadora ternura. Si abrimos las cerradas aulas donde la luz se hunde igual dentro de los espejos del infinito, aparecen las imágenes aventureras de las cortesanas en la luz de los espejos palidecidos en su actitud de esfinges: y ahora todo aquello que era árido y dulce, marchitas las rosas de la jovenzuela, tornaba a revivir sobre el panorama esquelético del mundo.
En el olor pírico de la tarde de fiera, en el aria de los últimos clangores, veía las antiquísimas muchachas de la primera ilusión perfilarse en medio de los puentes brotados de la ciudad en los suburbios las tardes del verano tórrido: vueltas de tres cuartos, oyendo en los suburbios el clangor que se acentúa anunciando las lenguas de fuego de las lámparas inquietas para perforar la atmósfera cargada de luces orgiásticas: ahora endulzadas: en el ya muerto cielo dulce y rosado, aliviado de un velo: así como Santa Marta, partía la tierra con los instrumentos, cesado ya sobre los siempre verdes paisajes el canto que el corazón de Santa Cecilia armoniza con el cielo latino, dulce y rosado cerca del crepúsculo antiguo la línea heroica de la gran figura femenina romana parada. Recuerdos de los zíngaros, recuerdos de los amores lejanos, recuerdos de los sonidos y de las luces: cansancios del amor, cansancios inesperados sobre el lecho de una taberna lejana, otra cuna aventurera de incertidumbre y de añoranza: así aquello que aún era árido y dulce, marchitas las rosas de la juventud, surgían sobre el panorama esquelético del mundo.
En la tarde de los fuegos de la fiesta de verano, en la luz deliciosa y blanca, cuando nuestros oídos reposaban apenas en el silencio y nuestros oídos estaban cansados de las girándulas de fuego, de las estelas multicolores que habían dejado un olor pírico, una vaga pesadez roja en el aria, y el caminar junto a nosotros nos había debilitado exaltándonos de una demasiada diversa belleza, fina y bruna, pura en los ojos y en el rostro, perdido el deslumbramiento del collar del cuello desnudo, caminaba ahora a trechos inexperta estrechando el abanico. Fue atraída hacia la barraca: su bata blanca de finos tirones azules ondeó en la luz difusa, y yo seguí sus palabras marcado sobre su frente de la franja nocturna de sus cabellos. Entramos. De los rostros brunos de autócratas, serenos de la niñez y de la fiesta, se volvieron hacia nosotros, profundamente límpidos en la luz. Y fijamos las miradas. Todo era de una irrealidad espectral. Nosotros éramos de los panoramas esqueléticos de la ciudad. De los muertos bizarros mirábamos el cielo en posturas leñosas. Una odalisca de goma respiraba someramente y volvía en torno los ojos al ídolo. Y el olor agudo del serrín que sigilaba los pasos y el susurro de las señoritas del país atónito de aquel misterio. “¿Y así París? He aquí Londres. La batalla de Mukden”. Nosotros mirábamos en torno: debía ser tarde. ¡Todas aquellas cosas vistas por los ojos magnéticos de los lentes en aquella luz de sueño! Inmóvil cerca de mí yo la sentía hacerse lejana y extranjera mientras su fascinación se profundizaba bajo la franja nocturna de sus cabellos. Se ondulaban. Y yo sentí con una punta de amargor pronto consolada que nunca más le estaría cercano. La seguí entonces como se sigue un sueño que se ama vano: así llegaríamos a tener unos tratos lejanos y extranjeros después del estrépito de la fiesta, delante del panorama esquelético del mundo.
Estaba bajo la sombra de los pórticos que destilaban gotas y gotas de luz sanguínea en la niebla de una noche de diciembre un rasgo una puerta estaba abierta en una pompa de luz. En el fondo adelante me posaba en la pompa de una otomana roja el codo sosteniendo la cabeza, apoyaba el codo sosteniendo la cabeza una matrona, los ojos brunos vivaces, las mamas enormes: cerca una muchacha arrodillada, ambarina y fina, los cabellos cortados sobre la frente, con gracia juvenil, las piernas lisas y desnudas en la bata brillante: y sobre ella, sobre la matrona pensativa en los ojos jóvenes una tienda, una tienda blanca de encaje, una tienda que parecía agitar las imágenes, las imágenes sobre ella, en las imágenes cándidas sobre ella pensativa de los ojos jóvenes. Abatido por la luz de la sombra de los pórticos destilaban gotas y gotas de luz sanguínea yo fijaba abstraído atónito la gracia simbólica y aventurera de aquella escena. Ya era tarde, estábamos solos y entre nosotros nació una intimidad libre y la matrona de los ojos jóvenes apoyada en el fondo la móvil tienda de encaje habló. Su vida era un largo pecado: la lujuria. La lujuria mas toda llena aún por ella de curiosidad inalcanzable. “La hembra la golpeteaba tanto con besos en la derecha: ¿en la derecha por qué? Después el pichón macho permanecía arriba, ¿inmóvil?, diez minutos, ¿por qué?” Las preguntas permanecían aún sin respuesta, entonces ella estimulada por la nostalgia recordaba recordaba al largo pasado. Al final que la conversación estaba languidecente, la voz estaba acallada alrededor, el misterio de la voluntad había revestido a la que lo evocaba. Desconcertado, las lágrimas en los ojos yo de cara a la tienda blanca de encaje seguía seguía todavía a las fantasías blancas. La voz estaba acallada alrededor. La rufiana estaba desaparecida. La voz estaba acallada. Cierto la había sentido pasar con un rozamiento silencioso atormentador. Delante de la tienda arrugada de encaje la muchacha se apoyaba aún sobre la rodilla ambarina, doblada doblada con gracia de jovencito afeminado.
Fausto era joven y bello, tenía los cabellos rizados. Los boloñeses semejaban entonces medallas siracusanas y el corte de sus ojos era tan perfecto que nos gustaba parecer inmóviles para contrastar armoniosamente con los largos rizos brunos. Era fácil encontrarle la noche por las vías sombrías (la luna iluminaba entonces las calles) y Fausto alzaba los ojos a las chimeneas de las casas que en la luz de ellas parecíamos puntos interrogativos y permanecía pensativo al arrastrarse de sus pasos que se atenuaban. De la vieja taberna de bóvedas que acogía a los escolares que les placía oír entre los calmos legos del invierno boloñés, frío y nebuloso como el suyo, y el crepitar de los leños y los escabullimientos de la llama sobre el ocre de las bóvedas los pasos rápidos bajo los arcos próximos. Amaba entonces concentrarse en un canto mientras la joven tabernera, roja la vestimenta larga y sin mangas y las bellas mejillas bajo el peinado humoso pasaba y volvía a pasar delante de él. Fausto era joven y bello. En un día como aquél, en la salita tapizada, entre los estribillos de los órganos automáticos y una decoración floral, en la salita escuchaba a la multitud fluir y los rumores sombríos del invierno. ¡Oh! ¡Recuerdo!: joven, la mano nunca más quieta apoyada para sostener el rostro indeciso, gentil de ansia y de cansancio. Prestaba entonces mi enigma a las aprendices de modista pulidas y flexibles, consagrado en mi ansia del supremo amor, en el ansia de mi niñez tormentosa sedienta. Todo era misterio para mi fe, mi vida era toda “un ansia del secreto de las estrellas, toda un inclinarse sobre el abismo”. Era bello de tormento, inquieto pálido sediento errante detrás de las larvas del misterio. Después huí. Me perdí en el tumulto de la ciudad colosal, vi las blancas catedrales elevarse montón enorme de fe y de sueño con las miles de puntas en el cielo, vi a los Alpes elevarse entonces como las más grandes catedrales, y llenos de las grandes sombras verdes de los abetos, y llenos de la melodía de los torrentes de los cuales escuchaba el canto naciente del infinito del sueño. Allá arriba entre los abetos humosos en la niebla, entre los miles y miles de repiqueteos las miles de voces del silencio revelada una joven luz entre los troncos, por senderos de claror subía: subía a los Alpes, sobre el fondo blanco delicado misterio. Lagos, allá arriba entre los escollos claras acequias veladas de la sonrisa del sueño, las claras acequias los lagos estáticos del olvido que tu Leonardo fingía. El torrente me contaba oscuramente la historia y yo me fijé entre las lanzas inmóviles de los abetos creyendo en los rasgos vagar una nueva melodía salvaje y pura triste quizás fijamos las nubes que parecían quedarse curiosas un instante sobre aquel paisaje profundo y espiarlo y desaparecer detrás de las lanzas inmóviles de los abetos. Y pobre, desnudo, feliz de ser pobre desnudo, de reflejar un instante el paisaje cual un recuerdo encantador y hórrido en el fondo de mi corazón subía: y llegué llegué allá hasta donde las nieves de los Alpes me obstruían el camino. Una muchacha en el torrente lavaba, lavaba y cantaba en las nieves de los blancos Alpes. Se giró, me acogió, en la noche me amó. Y entonces sobre el fondo de los Alpes el blanco delicado misterio, en mi recuerdo se encendió la pureza de la lámpara estelar, brilló la luz de la noche de amor.
Pero, ¿cuál íncubo pesaba entonces sobre toda mi juventud? ¡Oh los besos los besos vanos de la muchacha que lavaba, lavaba y cantaba en la nieve de los blancos Alpes! (las lágrimas salieron de mis ojos con el recuerdo). Volví a ver el torrente entonces lejano: cruzaba bañando antiguas ciudades desoladas, largas vías silenciosas, desiertas como después de un saqueo. Un calor dorado en la sombra de la estancia presente, una melena profusa, un cuerpo agonizante procurado en la noche mística del antiguo animal humano. Dormía la sierva olvidada en sus sueños oscuros: como un icono bizantino, como un mito arabesco palidecía en el fondo la palidez incierta de la tienda.
Y entonces figuraciones de una antiquísima vida libre, de enormes mitos solares, de matanzas de orgías se crearon delante de mi espíritu. Volví a ver una antigua imagen, una forma esquelética viviente por la fuerza misteriosa de un mito bárbaro, los ojos gorgeantes cambiantes vívidos de linfa oscura, en la tortura del sueño descubren el cuerpo vulcanizado, dos manchas dos agujeros de balas de mosquete sobre sus mamas extintas. Creí oír agitarse las guitarras allá en la cabaña de vigas de madera y de zinc sobre los terrenos vagos de la ciudad, mientras una candela aclaraba el terreno desnudo. De cara a mí una matrona salvaje me miraba fijamente sin batir las pestañas. La luz era escasa sobre el terreno desnudo en el agitarse de las guitarras. Al lado sobre el tesoro floreciente de una muchacha en sueño la vieja estaba ahora agarrada como una araña mientras parecía susurrar a los oídos palabras que no oía, dulces como el viento sin palabras de la Pampa que sumerge. La matrona salvaje me había apresado: mi sangre tibia era ciertamente bebida por la tierra: ahora la luz era más escasa sobre el terreno desnudo en el hálito metalizado de las guitarras. En un arrebato la muchacha liberada exhaló su juventud, lánguida en su gracia salvaje, los ojos dulces y agudos como un remolino. Sobre los hombros de la bella salvaje se debilitó la gracia a la sombra de los cabellos fluidos y la melena augusta del árbol de la vida se tramó en la parada sobre el terreno desnudo invitando las guitarras al lejano sueño. De la Pampa se oyó claramente un brincar un patalear de caballos salvajes, el viento se oyó claramente elevarse, el patalear parvo se perdió sordo en el infinito. En el marco de la puerta abierta las estrellas brillaron rojas y cálidas en la lontananza: la sombra de las salvajes en la sombra.
II. El viaje y el retorno
Subían voces y voces y cantos de muchachas y de lujuria por los retornados callejones dentro de la sombra ardiente, subamos subamos. A la sombra de farolas verdes las blancas colosales prostitutas soñaban sueños vagos en la luz bizarra al viento. El mar en el viento vertía su sal que el viento vertía y elevaba en el olor lujurioso de los callejones, y la blanca noche mediterránea bromeaba con las enormes formas de las hembras entre las tentativas bizarras de la llama de revelarse en la concavidad de las farolas. Estaba mirando la llama y cantaba canciones de los corazones en cadenas. Todos los preludios eran famosos ya. La noche, la alegría más quieta de la noche estaba debilitada. Las puertas moriscas se cargaban y se retorcían de monstruosos portentos negros mientras sobre el fondo el profundo azul se insertaba de estrellas. Solitaria dominaba ahora la noche encendida en todo su hervidero de estrellas y de llamas. Adelante como una monstruosa herida prodigaba una vía. A los lados de los ángulos de las puertas, blancas cariátides de un cielo artificial soñaban con el rostro apoyado en las palmas de las manos. Ella tenía la pura línea imperial del perfil y del cuello vestida de esplendor opalino. Con rápido gesto de juventud imperial traía el vestido ligero sobre sus hombros con movimientos y su ventana centelleaba a la espera hasta que dulcemente los postigos se cerrasen sobre una dúplice sombra. Y mi corazón estaba hambriento de sueño, por ella, por lo evanescente como el amor evanescente, la donadora de amor de las puertas, la cariátide de los cielos de ventura. Sobre sus divinas rodillas, sobre su forma pálida como un sueño ido en los innumerables sueños de la sombra, entre las innumerables luces falaces, la antigua amiga, la eterna Quimera tenía tras las manos rojas a mi antiguo corazón.
Retorno. En la habitación donde la apertura de las formas de las velas de las luces yo envuelto, un hálito tardío: y en el crepúsculo mi prístina lámpara instila mi corazón vago de recuerdos todavía. Giró, giró el que riera los ojos a flor del sueño, vosotros jóvenes aurigas por las vías ligeras del sueño que enguirnaldan de fervor: oh frágil rima, oh guirnaldas de amores nocturnos... Del jardín una canción se rompe en cadena débil de hipos: la vena está abierta: árido rojo y dulce es el panorama esquelético del mundo.
¡Oh tu cuerpo! Tu perfume me cubría los ojos: yo no veía tu cuerpo (un dulce y agudo perfume: allá en el grande espejo desnudo, en el grande espejo desnudo cubierto de humos de viola, en alto besado por una estrella de luz estaba el bello, el bello y dulce don de un dios: y las tímidas mamas estaban hinchadas de luz, y las estrellas estaban ausentes, y no un Dios estaba en la noche de amor de viola: mas tú ligera tú sobre mis rodillas sentada, cariátide nocturna de un encantador cielo. Tu cuerpo un aéreo don sobre mis rodillas, y las estrellas ausentes, y no un Dios en la noche de amor de viola: mas tú en la noche de amor de viola: mas tú inclinados los ojos de viola, tú en un ignoto cielo nocturno que había raptado una melodía de caricias. Recuerdo caro: leve como las alas de una paloma tú tus miembros posados sobre mis nobles miembros. Respirábamos felices, respirábamos su belleza, respirábamos en una más clara luz mis miembros en tus dóciles nubes de divinos reflejos. ¡Oh no encenderlas! ¡No encenderlas! No encenderlas: todo es vano vano es el sueño: todo es vano todo es sueño: Amor, primavera del sueño estás sola estás sola que apareces en el velo de los humos de viola. Como una nube blanca, como una nube blanca cerca de mi corazón, ¡oh quédate oh quédate oh quédate! ¡no entristezcas oh Sol! Abrimos la ventana al cielo nocturno. Los hombres como espectros vagantes: vagaban como los espectros: y la ciudad (las vías las iglesias las plazas) se componía en un sueño caído, como por una melodía invisible brotada en aquel vagar. ¿No era pues el mundo habitado por dulces espectros y en la noche no era el sueño atizado en las potencias suyas todas triunfales? ¿Cuál puente, mudos preguntamos, cuál puente habíamos nosotros lanzado sobre el infinito, que todo nos parece sombra de eternidad? ¿A cuál sueño elevamos la nostalgia de nuestra belleza? La luna surgía en su vieja bata detrás de la iglesia bizantina.
III. Fin
En la tibieza de la luz roja, dentro de las cerradas aulas donde la luz se hunde igual dentro de los espejos en el infinito florecía se marchitaba blancura de trinos. La portera en la pompa suspendida de un jubón verde, las arrugas del rostro más dulces, los ojos que en la claridad velan el negro guarda la puerta de plata. Del amor se siente la fascinación indefinida. Gobierna una mujer madura endulzada por una vida de amor con una sonrisa con un vago resplandor que es en los ojos el recuerdo de las lágrimas de la voluntad. Pasaban en la vigilia opulenta los mensajeros del amor, ligeras canillas tejiendo fantasías multicolores, erraban, polvo luminoso que se posa en el enigma de los espejos. La portera guarda la puerta de plata. Afuera está la noche enmelenada de mudos cantos, pálido amor de los errantes.