Especial
“El cuaderno de Blas Coll”, de Eugenio MontejoEncuentro con Blas Coll

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I

¿En qué momento descubrí —al frente de varias cervezas y un montón de libros que su autor, Eugenio Montejo, dedicaba a quien esto escribe, en un bar de esta ciudad—, que Blas Coll andaba de mesa en mesa calificando símbolos, anudando realidades? No en vano, Montejo, con la amabilidad que lo caracteriza, intentaba aplacar la desmesura de quien lo miraba distraído, dedicado a descifrar el color de los ojos del viejo maestro de Puerto Malo.

El poeta —el de carne y hueso— auspiciaba la calma de la calle desde su privilegiada posición en el local. No tenía yo la posibilidad de reconocer al hombre reflejado en el vidrio, aquella tarde de cualquier mes de hace cinco años.

Por los vientos que soplaban (hacía un calor intenso en esta ciudad), Montejo llevaba en algún lugar del cuerpo la marca de su maestro. Por eso asentía cada vez que una palabra encajaba en sus acuerdos, en la redondez de una respuesta. O en el silencio que aparecía sin permiso mientras esperábamos a otro poeta que se había quedado rezagado en el laberinto de sus emociones.

“Los hombres en cualquier época son fatalmente conservadores, no hay más que ver cómo se comportan ante los cambios del lenguaje. En todo tiempo se hallan prestos a demoler el mundo para rehacerlo de cabo a rabo, aunque ello no sea más que engendro de su hastío metafísico. La lengua nuestra, en cambio, con cuánta comodidad se adecua a la indolencia de antiguas formas. ‘Pueden meterse con todo, pero no toquen el lenguaje’, decía el travieso Voltaire”, se le oyó decir al celaje que pasó por los ojos de Eugenio.

 

II

Precisión, coherencia, dicción. La voz del poeta de Papiros amorosos nada cuestiona. Se aferra al eco del maestro. Inclina la cabeza y se concentra en la dedicatoria. Sorbe la cerveza. Se le nota un aire de Lisboa en el acomodo de los gestos.

—¿Cómo era Blas Coll?

—Quienes lo conocieron lo describen con rasgos más o menos aproximados. Anoto, de mis averiguaciones, las señas que más se reiteran: era menudo, de mediana estatura y rostro ovalado. Llevaba siempre gafas doradas y un sombrero de fieltro, al parecer su prenda más definitoria, junto con un lápiz achatado sobre la oreja derecha...

—Entonces, ¿para Montejo es un fantasma, una referencia verbal?

—Sí y no. Te lo puedo responder con las mismas palabras que usé para una bella edición, la más reciente: “Tarde, muy tarde han llegado a mis manos los restos del cuaderno de Blas Coll, cuyos fragmentos más legibles trato de recomponer en las anotaciones que transcribo. Su autor ya tenía más de veinte años de muerto al momento de mi hallazgo...”.

—Me pareció verlo hace sólo un rato, poeta.

—¿A quién, por favor?

—A Blas Coll. Creo que hacía de mesero. Y casi afirmo que usted también lo vio. Hasta oí algo que le sopló muy cerca. La última palabra fue Voltaire. ¿Me equivoco?

—Bien, suele aparecerse, pero no es un fantasma común y corriente. Es una aparición encantadora. Un maestro del silencio, de los susurros... Destaca por un perfume que suele contagiar, como un limonero en una sala cerrada. ¿No sentiste ese olor?

—En verdad, no. Pero sí su ectoplasma.

 

III

La tarde seguía instalada en el cristal que nos separaba de la calle. Otro par de cervezas aligeró la carga de la afirmación anterior. Eugenio se quitó los lentes y sonrió con diplomacia, a sabiendas de que quien lo escuchaba no poseía la virtud de conectarse con el maestro.

—Debo aclararte que Blas Coll era mudo por voluntad propia. Entonces, ¿cómo fue que oíste parte de lo que me dijo al oído?

—No sé, pero algo me llegó. La palabra Voltaire me sacudió. Y no porque lo haya leído en el cuaderno. Hasta el tono de su voz se familiariza con la realidad. Es decir, la ficción, lo que nos atrevemos a afirmar como tal, queda descartada. O en todo caso, la imaginación nos traiciona.

—Podría ser. Se dice que Blas Coll no es su nombre verdadero. Desde que llegó a la bahía en 1932 se le conoció con ese nombre.

—¿Y cuál es la duda?

—Ninguna, sólo que haberlo oído fuera de mí es algo extraño, lo que significa que se podría corporeizar en cualquier momento...

—Creí haberlo visto.

—O imaginado.

—¿Y no es lo mismo?

—Sí, en eso no cabe discusión alguna. Es lo mismo: la imaginación es la única realidad que nos queda, como la poesía la última religión.

 

IV

—El mismo Coll nos da la razón cuando afirma que “la lógica sirve a la realidad tanto como la geometría a las nubes. De llegar a mostrarse a través de formas rígidas y predeterminadas, qué poco encanto ofrecerían a la contemplación las cambiantes formas de un nubario matinal”.

—Sí, hermoso pasaje.

—Pero, Eugenio, ¿no será acaso Blas Coll producto de una fiebre contemplativa?

—¿Qué diferencia tiene esa frase con la creación? El hecho creador entraña un desdoblamiento. Es una suerte de enfermedad.

—Que no nos extrañe entonces toparnos con Coll a la vuelta de esquina.

—Seguramente, pero no hablará. Lo que oíste fue parte de este momento de ficción que vivimos. Somos retazos de la realidad. Es decir, encajamos perfectamente en ese invento trágico y a la vez maravilloso llamado tiempo.

—Es decir: “La contemplación es el abandono de las imágenes lingüísticas por las más inmediatas de las cosas en sí mismas”.

—Justamente. Blas Coll llegó a creer que el único hereje verdadero de estos tiempos era él. De manera que no es extraño que lo veamos en la calle, sumergido en su silencio, con la esperanza de retornar a Puerto Malo.

La mesera trajo más cervezas. La tarde pellizcaba la superficie del vidrio. La ciudad, allá afuera, era una condición.

Un rato más adelante, la calle nos recibió. Por el oeste se escapaba la memoria del día. Eugenio Montejo se despidió con el abrazo de siempre. Mientras su carro se alejaba, alguien, sentado en la orilla de la acera exclamó bajito: “¡Qué raro se nos hace dirigirnos con un mismo pronombre a seres tan distintos, a tan variadas personas!”. Recitó otras cosas que no logré entender.

La pesadez de la bebida me condujo a un laberinto del cual no he podido aún salir. Sin embargo, suelo entablar un denso diálogo con una voz que ya me es familiar.

Ese día con el poeta Montejo descubrí que los imaginados éramos los dos.


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