Especial
Eugenio MontejoEl destino lo teje hasta la araña

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“La poesía es la última religión que nos queda.
Si hay un juicio final, será ante ella”.

Eugenio Montejo, venezolano, muerto ayer jueves

Cuando apenas me estaban creciendo las orejas y las neuronas jugaban en el recreo de mi cuerpo, escuchaba los relatos del ciego Homero. Me llamaba la atención que él y sus colegas de escritura, los que nos enseñaron a masticar la dureza de la vida, se fijaran en el fin trágico de quienes se suponía eran los modelos de su pueblo. Necesitó más de 20 mil versos para dejarnos en la mente las electrizantes imágenes de míticas criaturas, traiciones, viajes tortuosos y tempestades. Y Sófocles, Eurípides y Esquilo completaron el cuadro en tragedias de reinos caídos, corazones rotos, vellocinos de oro extraviados, madres desalmadas y amores inconfesables.

El hombre y su universo de posibilidades allí quedó plasmado mejor que en todos los tomos de Agustín, Tomás de Aquino o de Freud y Jung, de sociólogos estructuralistas y antropólogos. Su ansia de hundir sus instintos y aspiraciones en el limo eterno para encontrar la explicación de sus raíces y el final de su existencia lo explicaron ellos con ejemplos que rebosan patetismo y lágrimas. No dejaron a sus dioses —de mármol y de nubes— la tarea de resolver estas cuestiones y cargaron sobre los lomos propios y en las manos del humano el problema de dar respuesta, con los ojos abiertos, a tamaña incógnita no tan algebraica.

¿Podrá el ser humano ser capaz de descifrar qué será de él en el mundo y hasta cuándo y cómo llenará la copa vacía que le fue entregada su primer día? Pasa sus días ensayando fórmulas, dando tumbos, mirando detrás de las ventanas y preguntándole a las líneas de la mano qué le tiene deparado el día de mañana. ...A los gansos del vaticinio los mataron a las cinco de la madrugada los sacerdotes y las brujas del Medioevo. Ya no hay alquimias ni cartas australes y los arúspices de circo son adornos insípidos de las ferias. En vano responderán lo que no saben y las monedas que bendigan serán una estafa.

Es el hombre el propio artífice de la obra larga que le espera en el teatro de esta vida. Nadie, excepto su imaginación, su puño y sus agallas podrán delinear y hacer realidad la cinta cinematográfica de su existencia. No será la férula de sus padres, ni el cigarrillo de sus amigos de cuadra, ni los sermones sosos del carismático en la iglesia sino la fina punta de su ingenio la que dé forma a su Destino. No será una piedra que se corra y le permita encontrar su Sésamo, ni deberá esperar que un dios surja de las nubes y le abra el libro de la sabiduría, la fama y el dinero. El libreto que deberá interpretar lo debe escribir su misma lengua y lo que diga y logre con sus acciones irá grabándose en un Ipod imborrable que se reproduce a pantallazos en su presente.

No valdrá la Interpol ni la Dijín, ni la Dea. Allí nadie manipulará los resultados de esa suma. El juez será la sociedad, quienes le rodean. Nadie hablará por el actor y la vida no le dará la oportunidad de repetir su parlamento. No habrá padrinos ni el director le facilitará un cambiazo. Su Suerte no será el azar sino el logaritmo que haya fabricado con sus actos.

Habrá un solo premio, el suyo, el que ahora está envolviendo poco a poco, no habrá aproximaciones y se irá ganando por porciones. Al final, cuando baje el telón, podrá oír la exaltación de su memoria o sentarse en una fría baldosa a recibir la sentencia maldita de la infamia. El veredicto lo dará en esta vida el jurado de la conciencia, sin apelación. No habrá que esperar una segunda instancia. ¿Está creyendo usted que podrá invocar locura o que Tiempo le prescriba a su favor?


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