La primera vez que tuve contacto con la poesía de Eugenio Montejo, fue a principios de los ochenta, en la voz de una joven actriz que decía el poema “La casa”,que aparece en su libro Terredad en un montaje realizado por Eduardo Gil con estudiantes de la Escuela de Letras de la UCV, llamado La casa de fuego, una especie de collage teatral utilizando textos de poetas venezolanos. Aún resuenan en mi memoria las melodiosas palabras dichas por aquella hermosa joven con voz cristalina e innegable.
Algún tiempo después cayó en mis manos un ejemplar de la revista Tiempo Real, que publicaba la USB, en donde aparecía una antología de nueva (para la época) poesía venezolana. Fue la primera oportunidad de acercarme a los textos de Alfredo Silva Estrada, Francisco Pérez Perdomo, José Barroeta, Ramón Palomares, entre otros; y por supuesto Montejo. Allí leí estos versos que me conmocionaron:
En los bosques de mi antigua casa
oigo el jazz de los muertos.
Arde en las pailas ese momento de café
donde todo se muda. Oréanse ropas
en las cuerdas de los góticos árboles...
Después fui consecuente con cada una de sus publicaciones, las perseguí por librerías y remates, hasta hacerme con cada uno de sus libros. Luego, en 1982, nos conocimos en Valencia, la de Venezuela. Nuestros encuentros no fueron muchos, tres si acaso, pero cada vez el maestro tuvo siempre la misma afabilidad, la misma donosura en el trato. Siempre trató a los más jóvenes, a aquellos que nos acercábamos buscando un aliento para nuestra ambición de escritura, con respeto y deferencia, severo en sus comentarios sobre nuestros bocetos y generoso cuando recomendaba alguna lectura.
En Maracay nos vimos la última vez, cuando nos regalara una lectura de sus textos en una actividad que organizara la Fundación Ludovico Silva. En un momento durante el pequeño brindis, Montejo hizo que reuniera a los muchachos que participábamos en el Taller Literario que hacíamos para esas fechas y comenzó a hablarnos de José Bianco, el extraordinario novelista argentino que fuera su amigo. Esa noche, tardamos mucho en llegar a nuestras casas embriagados como estábamos de tanta emoción.
Bárbara Solomon dice, que cuando un amigo muere, no lloramos por su muerte sino por aquello de nosotros que muere con él. Con Montejo, mueren también Blas Coll, Tomás Linden, Sergio Sandoval y Eduardo Polo, todos emanaciones de una misma personalidad, todos poetas que han de perdurar cada vez que reiniciemos su lectura.
Una vez leí que cuando muere un poeta se hace un gran silencio en el mundo. La frase está referida a la muerte de T. S. Eliot; sin embargo pienso que ante la desaparición física de Montejo estas palabras adquieren un verdadero significado; creo que todos los que el pasado viernes 6 de junio nos enteramos de la infausta noticia, sentimos ese gran silencio abrirse paso en nuestra alma.
La casa
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
se construye la casa,
entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
leves andamios,
imitar a las aves.
Especialmente cuando duerme
y en el sueño sonríe
—nivelar hasta el fondo
no despertarla;
seguir el declive de sus formas
los movimientos de sus manos.
Sobre las dunas que cubren su sueño
en convulso paisaje,
hay que elevar altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
años y años.
Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos el caballo.
Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
ya no sabemos,
porque al entrar nunca se sale.
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