Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 20, del 17 de marzo de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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Los juegos de Max Bembo

Max Bembo

(Nota del editor: llega a la Tierra de Letras una pequeña muestra de la singular obra narrativa de Max Bembo, autor venezolano que juega con las letras en atmósferas de un negrísimo humor).

La comilona

El olor a comida hizo salir a los pordioseros de sus escondrijos. Guiados por el olfato, se dirigieron al final del callejón, donde Diego, "El Zorro", tenía montada la olla, en un fogón improvisado.

Con diferentes pretextos fueron acercándose y acomodándose alrededor del fogón: Miguel, José Carlos, Efraín...

—¿Cómo está la vaina, cuñao? —preguntó "El Cuatro Ojos".

—La vaina está jodía —respondió "El Zorro", siguió revolviendo el contenido de la olla.

—¿Jodía, y estás cocinando carne? —le replicó Manuelote.

"El Zorro" guardó silencio. Cuando todo estuvo listo, compartió el guisado con sus compañeros de infortunio. Estos comieron con avidez, compensando los días de hambre atrasada.

Después de la comilona, se tendieron a reposar. Ricardo "El Lacayo" se dedicó a recoger las sobras.

—¿Dónde está tu perro, "Zorro", para darle estos huesos?

Diego respondió con la voz quebrada y los ojos cuajados de lágrimas:

—¿No les dije cuando llegaron que la vaina estaba jodía..?


Baile de disfraces

La casa se encontraba sola. La llegada de Andrés fue imprevista, puesto que no tenía permiso de salir del seminario ese fin de semana; pero Alberto, su mejor amigo y compañero de curso, convenció al director, y acordaron verse en el baile de disfraces que daban esa noche en la Mansión de los Romero.

Con el disfraz del Fantasma de la Opera que le prestó Alberto, se presentó Andrés en la fiesta, haciendo gala de su juventud y gallardía.

Como era costumbre, hasta la medianoche todos los asistentes cubrían su rostro con antifaz. Algunas damas, luciendo germosos disfraces, coquetaban con Andrés y se disputaban para llamar su atención, pero entre todas se destacaba una, que se desplazaba majestuosamente entre la concurrencia, vistiendo un espléndido traje de terciopelo carmesí, brocado de oro forrado en armiño y los voluptuosos y sensuales labios rojos como sangre bajo el antifaz.

Definitivamente Andrés quedó prendado de esta misteriosa dama, que con tanta sutileza y elegancia accedió a bailar una pieza con él. Después la acompañó hasta el jardín para recibir la brisa fresca de la noche. El momento era oportuno para hablarle en privado.

—Me fascina tu disfraz —dijo Andrés distraído para romper el hielo.

—Gracias —le contestó la dama haciendo una breve reverencia—, es una imitación del vestido que llevó Lucrecia Borgia a su boda con el Duque de Ferrara en 1501.

—¿Lucrecia Borgia? —responde Andrés como pendiente de otra cosa, y de repente la sorprende con una de las suyas—; ¿por qué no nos quitamos los antifaces para conocernos mejor?

—¡No! ¿Está loco? Ya conoce las reglas, nadie se quita el antifaz hasta pasada la medianoche.

Y así siguieron conversando mientras paseaban por el jardín a la luz de la luna.

Andrés siempre fue un experto seduciendo a las chicas, pero esta vez se trataba de una mujer madura y avidosa, resultando que el seducido no fue otro sino él.

La complicidad de las sombras se prestó para dar comienzo al juego y, tendidos sobre el césped, dejáronse arrebatar por la pasión, hasta sucumbir bajo el lúbrico influjo del dios Eros.

De regreso a la fiesta, Andrés, jubiloso, se excedió en los tragos, perdió el control y empezó a extralimitarse, llegando al colmo de agarrarse con un caballero disfrazado de Nerón y pegarle un tremendo puñetazo en pleno rostro, porque pretendía a su reciente conquista, a su amada Lucrecia Borgia...

En vista de lo acontecido, Alberto, para evitar males peores, lo sacó casi a la fuerza de la fiesta y lo acompañó hasta su casa.

—¡Pero si apenas son las diez de la noche! —gritaba Andrés, fuera de control—. ¡Lucrecia! ¿Dónde estás, Lucrecia? Alberto, llévame con Lucrecia... Por favor...

Ya en el interior de su casa, tambaleándose, se dirigió a su cuarto, se quitó el disfraz y el antifaz y los guardó en el closet; se bañó, tomó un té caliente para que se le pasara el malestar y se acostó pensando en aquella maravilla de mujer, que le hizo vivir una experiencia inolvidable. Esyaba molesto con Alberto que no le dejó quedarse hasta medianoche para verle el rostro, y tuvo que conformarse con imaginársela. Al otro día averiguaría quién era esa extraordinaria mujer, e iría a buscarla donde fuera, y así fue dejándose vencer hasta quedar rendido en los brazos de Morfeo.

Ya casi amaneciendo llegaron sus padres haciendo ruido. Andrés los escuchó y salió a recibirlos. Quedó como de piedra; su única reacción fue pellizcarse las carnes con todas sus fuerzas para convencerse de que no soñaba, al aparecer su madre, sin antifaz, con el disfraz de Lucrecia Borgia y, más atrás, su padre con un ojo morado, disfrazado de Nerón y maldiciendo al desgraciado que lo había golpeado en la fiesta.


Juegos

Parecían estar jugando al más hermoso e inocente de los juegos.

Mariano tomó el revólver, introdujo la bala e hizo girar el mazo distraídamente; se lo llevó a la altura del parietal derecho, accionó el gatillo y... click.

—Ahora te toca a ti, Miguel —le entrega el arma, sonriendo con ironía.

—Pero, Mariano... ¿es necesario que uno de los dos muera, por culpa de esa maldita mujer? —responde, desesperado y tembloroso.

—¿Acaso tienes miedo? —lo provoca Mariano sarcástico.

El miedo se le transforma en cólera. Impetuoso, adopta la postura, cierra los ojos, aprieta el gatillo y... click. Suspira profundo.

—Ahora te toca a ti, Mariano —le dice con sorna, cantadito, entregándole el revólver con la punta de los dedos.

Este lo toma, se lo lleva presuroso a la sien... pero esta vez vacila, se le nota nervioso.

—¿Qué te pasa, no te animas? —se burla Miguel.

Mariano maldice en voz baja, escupe, presiona el gatillo y... click.

En eso aparece, inadvertida, Mary (la mujer en cuestión).

—¿Se puede saber qué están haciendo?

—Jugando —respondió Mariano, sorprendido.

—¿Jugando con un revólver? —en un descuido se lo saca de las manos y lo oculta en su espalda.

—¡Sí, estamos jugando, Mary! Ese revólver está descargado, dámelo —le increpa Miguel con expresión de fastidio.

—¿Está descargado? —jubilosa—. Vaya susto, por un momento pensé que era ese jueguito en el que se ponen la pistola así. —Apunta divertida a la sien. Mariano y Miguel palidecieron de golpe, trataron de detenerla, pero fueron salpicados de sangre y residuos de sesos con la detonación.

Al rato, Miguel, reponiéndose de la impresión, le pregunta a Mariano:

—Ya está muerta... ¿Seguimos jugando?

—No vale la pena —responde Mariano, abatido.

—No sabes el alivio que me produce el que haya sido ella y no uno de nosotros —exclama Miguel emocionado.

—A mí también, hermano —llorando, lo abraza y lo besa en la frente—; procura que papá y mamá no se enteren, ya sabes cómo se ponen...


       


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Depósito Legal: pp199602AR26 • ISSN: 1856-7983