Especial: Adiós a Jorge Enrique Adoum
Jorge Enrique AdoumDespedida y no

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Recuerdo como si fuera ayer cuando recorría con mi padre la feria de libros de Santiago de Chile del año 1997 y, entre tantos libros, me llamó la atención una portada de una mujer sin rostro con el cuerpo totalmente desnudo, que llevaba como título Poemas de amor de Hispanoamérica (el poeta Mario Benedetti hizo la selección y escribió el prólogo de esa antología), y entre decenas y decenas de poemas, sólo había un texto de un poeta ecuatoriano llamado Jorge Enrique Adoum, bardo que en ese entonces no conocía.

No hay que olvidarse que viví diez años en Chile y encontrar un poema de un ecuatoriano en ese país, era realmente una odisea. Antes de caer el sol me senté en una pequeña cafetería afuera de la feria de libros, junto a mi padre, a orillas del río Mapocho y leí y releí ese único poema llamado “Despedida y no”. No pude disimular mi alegría de tener en mis manos un texto de un autor ecuatoriano (puede sonar extremado lo que cuento, pero en Chile lo único que se conocía y se sigue conociendo del Ecuador es Jorge Icaza y punto).

La primera vez que tuve la oportunidad de hablar cara a cara con Jorge Enrique Adoum fue hace algunos años, en el lanzamiento de uno de sus libros, pero que por culpa de la lluvia se había suspendido. En esa ocasión pude hablar con el poeta mencionado hasta altas horas de la noche, en una cafetería cercana, en compañía de otros poetas. Obviamente hablamos de su experiencia de vivir en Chile; sobre Neruda, poesía y hasta de política, etc.; en ese entonces no había sufrido el accidente, que hasta hace muy poco había mermado su salud.

El año pasado, por un encuentro poético en Quito con el grupo Locomotrova, tuve la oportunidad de ir a visitarlo a su hogar en la compañía de algunos integrantes de Buseta de Papel. Y físicamente lo vi muy desgastado. Sin perder su humor fino y con un puro en sus labios, volvimos a hablar sobre muchas cosas más. Y lo que en planes era una breve visita de pocos minutos, se extendió hasta caer el sol.

Una de las cosas que más me llamaron y me siguen llamando la atención de Jorge Enrique Adoum (que por esos días era jurado del Rómulo Gallegos y estaba sumergido en la lectura de decenas de libros de muchos rincones de Hispanoamérica) es que lo siento un autor que ha vivido a plenitud su trabajo literario; que es grande en nuestras letras a base de trabajo. Que se siente satisfecho de haber cumplido con sus logros artísticos. Que siente que no le ha engañado a nadie, y que digan lo que digan de él, duerme con la conciencia tranquila. Sabe que ya cumplió su tarea y que en cualquier momento puede descansar en paz. Que no siente rabia ni envidia por nadie.

Sé que es algo difícil de explicar lo que estoy diciendo, pero es una sensación fuerte lo que te trasmite al hablar con él. Ojalá pudiera decir lo mismo de muchos de nuestros supuestos “grandes” escritores, pero por desgracia, se saben y se sienten escritores fracasados de todas las formas posibles. Y por supuesto es algo que da mucha pena. Siempre he creído que hay que trabajar a conciencia los textos de cada uno y olvidarse de las mediocridades que habitan los mundos artísticos o literarios, y seguir leyendo y trabajando hasta el final para dejar el mejor aporte creativo posible.

Es un gran mérito para la literatura de este país que se publique, en seis tomos, toda la obra de Jorge Enrique Adoum como un legado fundamental para las futuras generaciones, que estoy seguro sabrán leer y apreciar la obra literaria de uno de nuestros grandes escritores vivos. Entre Marx y una mujer desnuda es uno de mis libros de cabecera; creo que es una de las mejores novelas que se han publicado en el Ecuador a lo largo del siglo XX. Sus ensayos son de una gran lucidez y de un compromiso con el ser humano, sobre todo Ecuador: señas particulares que pretende desnudarnos como ecuatorianos y como habitantes de un gran país rico en producción y en recursos naturales pero a veces pobre de espíritu. Y ante todo con un gran legado poético que es básico para los nuevos bardos de este país y continente.

Celebro que a Jorge Enrique Adoum lo sigan publicado y que lo sigan postulando al premio Cervantes. Pero yo por mi lado sigo recordando, como si fuera ayer, aquel día cuando caía el sol, sentado en una pequeña cafetería afuera de la feria de libros, junto a mi ahora difunto padre, a orillas del río Mapocho que leía y releía ese único poema llamado “Despedida y no”.

Ahora que el recuerdo de ese país se me vuelve lejano y cercano a la vez, ese país que me enseñó que la poesía sí existe; ese país donde han existido y siguen existiendo grandes poetas que han sabido marcar y tatuar con su imaginación el fuego de la creación poética; ese país donde conocí a mis mejores amigos y a los seres más extraños del mundo; ese país donde nació y murió mi padre. Y ahora que viene y sigue viniendo a visitarme el espíritu de mi difunto papá, lo recibo con los brazos abiertos... y a su vez sigo y sigo recordando...

 

Despedida y no

Como un muerto, amor, yo me incorporo,
echo puñados de olvido y grava, tablas
que mordí, piedras, lo que queda de mí
y de las flores que un día me pusieron,
y todo lo que echaron sobre ti para enterrarme:
las embriagueces de la equivocación, toda
la complicidad por amor, todo el amor
que confundí con el silencio, los clavos
que no me dejaban ir hasta tu frente.

Le devuelvo a tu ayer la herencia injusta
que me dejó en los ojos, mi desesperación
hecha de tierra, el llanto que sacaba
su alcohol a las primeras cuerdas del pasillo,
mi angustia que presentía tu preñez, mis raíces
atadas a tu verdad enorme, tu alarido
en la espalda. Ahí quedan mi camastro
con sus sábanas de soledad y de melancolía,
mi empleo, mi patrón, mi desempleo,
mis deudas de aguardiente y aspirina, mis zapatos
llenos de no hay vacantes y costuras,
los almuerzos en que me ponían un libro
abierto sobre el plato, mi espera de la gran
ocasión, de la gran cosa, del gran día.

Aquí comienzo, salgo del rencor como de madre,
me pongo todos los huesos. Yo me voy
de este hotel de pesadumbre a hoy día,
yo me voy a aprender la esperanza como una
lengua antigua que olvidé entre los escombros
de tanto ser caído en el fracaso, pero tengo
con quién hablar, con los que han muerto
por carta y no lo creo y llegan a enseñarme
su boleto, tu recibo hecho pedazos
por la crueldad del día y las ráfagas
del año.

Henos aquí, botín de tus edades,
hasta la altura a que has crecido, hasta
la línea del posterior rescate, prisionera
de ti. Almas amontonadas junto al muro,
caras contra la pared para verte por dentro
ese rostro de hermosa que estaba en las medallas,
y agarradas las manos a lápices, fusiles,
herramientas, cucharas: la batalla
es contigo y el regreso es contigo,
porque has de ser feliz aunque no quieras.

Despedida y no, por Augusto Rodríguez
La vasija enorme de Jorge Enrique Adoum, por Rolando Gabrielli