Especial • Centenario de Miguel Hernández
Miguel HernándezMiguel Hernández en mínima y emotiva flor

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Una mínima selección de la poesía de Miguel Hernández, en el centenario de su nacimiento. Pequeña antología en la que el corazón es figura central; el corazón varonil y poético, hecho palabra emocionada hasta el silencio.

Pareciera que Miguel Hernández hubiera nacido hace mucho más que 100 años (30 de octubre de 1910) y que hubiera fallecido hace mucho menos que 68 (28 de marzo de 1942).

Su producción literaria también estuvo marcada por la instantánea del rayo, como su vida. La publicación de su poesía apenas supera los 10 años: desde aquel poema “Pastoril”, aparecido en El Pueblo de Orihuela en enero de 1930, a los poemas de 1941, como “Casida del sediento”.

Pasemos por el corazón aquellos mojones. Primero, los versos iniciales de “Pastoril”, en los que ya aparece uno de los motivos fundamentales de su poética: el ay de la pena.

Junto al río transparente
que el astro rubio colora
y riza el aura naciente,
llora Leda la pastora.
De amarga hiel es su llanto.
¿Qué llora la pastorcilla?
¿Qué pena, qué gran quebranto
puso blanca su mejilla?

El otro extremo, “Casida del sediento”, fechado en la Ocaña del teatro de su amado Lope, aunque el lugar de escritura no fuera ya un escenario.

Arena del desierto
soy: desierto de sed.
Oasis es tu boca
donde no he de beber.

Boca: oasis abierto
a todas las arenas del desierto.

Húmedo punto en medio
de un mundo abrasador,
el de tu cuerpo, el tuyo,
que nunca es de los dos.

Cuerpo: pozo cerrado
a quien la sed y el sol han calcinado.

La misma voz. Con la concentración y el despojo propios de la dolorosa experiencia en sus finales, la Casida. Pero en los dos, la mujer. La mitológica Leda, en el primer poema; la sobreentendida Josefina, tan sufrida y lejana para el hombre físicamente encarcelado, en el segundo.

Del jardín crecido con gozos y llantos de la poesía hernandiana, unas pocas, escogidas flores, para que los lectores de ayer y de hoy pasen por el corazón ese decir inconfundible, en algunos de sus tantos registros.

20

No me conformo, no: me desespero
como si fuera un huracán de lava
en el presidio de una almendra esclava
o en el penal colgante de un jilguero.

Besarte fue besar un avispero
que me clava al tormento y me desclava
y cava un hoyo fúnebre y lo cava
dentro del corazón donde me muero.

No me conformo, no: ya es tanto y tanto
idolatrar la imagen de tu beso
y perseguir el curso de tu aroma.

Un enterrado vivo por el llanto,
una revolución dentro de un hueso,
un rayo soy sujeto a una redoma.

(De El rayo que no cesa, 1934-1935).

Cierto que existen obstáculos que pueden entorpecer la debida recepción de este poema. Por un lado: la distinta mirada sobre el amor y sobre la expresión del mismo, en estos tiempos posmodernos. Por otro: el alejamiento del retoricismo en la poesía. Además, el uso del soneto, forma de composición que ha perdido la estimación superlativa de que gozó durante siglos.

Frente a tales inconvenientes, los catorce versos levantan —al menos— dos timbres propios de la poesía hernandiana: intensidad y originalidad. Y si bien el soneto, como forma, no parece tan adecuado al presente, conserva todavía —cuando es muy logrado— su carácter de estética criatura, de noble artificio.

Verdad que ya no se habla del amor en esos términos. Tal cosa ocurre —creo yo— cuando el amor se convierte en tema de conversación. Pero, ¿qué pasa cuando se está totalmente enamorado de una persona concreta, de ésa con nombre y apellido? ¿Al menos no se vive íntimamente —aquella gloria, aquel suceso— con parecida convulsión? También es verdad que la poesía de Hernández, fiel a su tiempo, a veces paga tributo al ademán retórico. Pero ese ademán, ¿no lleva consigo un sello expresivo sorprendente?

Repasemos las dos comparaciones del primer cuarteto. ¿Cualquier lector podría manifestar su falta de conformidad —desesperación, más bien, por no poder vivir totalmente lo encendido— con tanta fuerza imaginativa (huracán de lava) y proclamar la inminencia de ruptura ante la debilidad del continente o presidio de fruta o pájaro: almendra, penal colgante?

¿Y —pasando al segundo cuarteto— qué decir de ese mundo de sensaciones de amor y dolor, de irracionalidad inagotable, provocado por el beso, idolatrado en el primer terceto? ¿Acaso no sigue empujando al seguimiento, a la continua evocación, el perfume de una mujer, movediza imagen de tu (su) huella?

En el último terceto, después de las hipérboles reveladoras del ánimo (enterrado vivo por el llanto / revolución dentro de un hueso), el poema concluye con la visualización de una incolora redoma, ese recipiente de vidrio de la casa o del laboratorio, que futuriza la metamorfosis en añicos, no bien el rayo de la pasión cumpla consigo. La pasión a punto de romper todo límite. Es el no puedo más, o lo dado es muy poco para el corazón donde me muero, metaforizado. ¿No sucede esto en muchos momentos del enamoramiento? ¿Pero quién es capaz de decirlo así, tan vivamente de otro modo?

Me sobra el corazón

Hoy estoy sin saber yo no sé cómo
hoy estoy para penas solamente,
hoy no tengo amistad,
hoy sólo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.

Hoy reverdece aquella espina seca,
hoy es día de llantos en mi reino,
hoy descarga en mi pecho el desaliento
plomo desalentado.

No puedo con mi estrella,
y me busco la muerte por las manos
mirando con cariño las navajas,
y recuerdo aquel hacha compañera,
y pienso en los más altos campanarios
para un salto mortal serenamente.

Si no fuera ¿por qué?... no sé por qué,
mi corazón escribiría una postrera carta,
una carta que llevo ahí metida,
haría un tintero de mi corazón,
una fuente de sílabas, de adioses y regalos,
y ahí te quedas, al mundo le diría.

Yo nací en mala luna.
Tengo la pena de una sola pena
que vale más que toda la alegría.

Un amor me ha dejado con los brazos caídos
y no puedo tenderlos hacia más.
¿No veis mi boca qué desengañada,
qué inconformes mis ojos?

Cuanto más me contemplo más me aflijo:
cortar este dolor ¿con qué tijeras?

Ayer, mañana, hoy
padeciendo por todo
mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos.

Me sobra el corazón.

Hoy descorazonarme,
yo el más descorazonado de los hombres,
y por el más, también el más amargo.

No sé por qué, no sé por qué ni cómo
me perdono la vida cada día.

(De Otros poemas, 1935-1936).

Hasta pudo haber sido contemporáneo del soneto 20, este poema tan distinto en la forma. Hernández encuentra, probablemente por la cercanía de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, el verso libre, ese cauce que convenía a su expresión a veces volcánica y que el continente del soneto o de otras composiciones tradicionales había peligrosamente sostenido, al borde sucesivo del quiebre. Pero el amor o el desamor prosigue como motivo. Más, es el corazón aquel donde me muero, el que ahora continúa en lucha terca consigo mismo, siempre en el filo.

El verso libre expande varonilmente su melancolía como en vuelo hacia abajo. La expresión nueva, esa que también incorpora al verso las cosas a priori menos poéticas, sorprende en la primera estrofa con el zapato como soporte del corazón que, porque sobra, ocupa el centro de atención de todo el poema. Y retorna aquel registro oído del soneto: mi corazón, pecera melancólica / penal de ruiseñores moribundos (antes fue penal colgante de un jilguero) porque ha vuelto también la pena, una sola pena / que vale más que toda la alegría.

Sencillamente, nombrando objetos del quehacer cotidiano, como tijeras, navajas, hacha —sucedáneos del carnívoro cuchillo del libro anterior— y alzando la pena hasta los campanarios, Hernández se transporta y transporta al lector hasta la posibilidad, finalmente perdonada, de un salto mortal. Nuevamente el uso hiperbólico de la palabra, en el oficio de expresar el ánimo, el desánimo más bien: Un amor me ha dejado con los brazos caídos / y no puedo tenderlos hacia más.

A diferencia del soneto, en el que el pensamiento/sentimiento va derecho hacia el verso final, este poema del descorazonamiento procede dando vueltas rasantes, como sucede con el desaliento.

Canción del esposo soldado

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.

Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.

Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.

Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.

Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.

Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.

Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.

(De Vientos del pueblo, 1937).

 

Canción última

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.

Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

(De El hombre acecha, 1937-1939).

Estos dos poemas pertenecen a libros escritos durante la guerra civil española (1936-1939). Tal vez ayuden al lector joven los siguientes datos. 1. El 9 de marzo de 1937, Hernández contrajo matrimonio con Josefina Manresa. 2. El 19 de diciembre de 1937 nace su hijo Manuel Ramón. 3. El niño fallece el 19 de octubre de 1938.

Una simple comparación entre los dos poemas, además de las diferencias temáticas fácilmente perceptibles, muestra, en principio, también visibles diferencias formales. Versos extensos y rima total, presencia del yo en cada estrofa, en “Canción del esposo soldado”. Versos más despojados y la leve asonancia (a-a), más sólo una marca del yo (me), en “Canción última”.

Pero destaquemos otras cosas. Una de ellas, Hernández se dirige a su esposa —espejo de mi carne, sustento de mis alas— con términos semejantes a los que después empleará en el canto a su segundo hijo, Manuel Miguel —nacido el 4 de enero de 1939— en las Nanas de la cebolla. Otra, la que considero fundamental en estas comparaciones: el deseo de volver a la vida en paz.

Y dejaré a tu puerta mi vida de soldado / sin colmillos ni garras (poema 1).

El odio se amortigua / detrás de la ventana // Será la garra suave (poema 2).

Un día iré a la sombra de tu pelo lejano, / y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo / cosida por tu mano (poema 1).

Y en torno de los cuerpos / elevará la sábana / su interna enredadera / nocturna, perfumada (poema 2).

“Canción última” es como el penúltimo paso de su evolución poética. Hernández presenta el tema del regreso a la casa, a la vida cotidiana, mediante un logrado distanciamiento de sabor tan actual. La casa se hace cargo simbólicamente de las verdaderas grandes / pasiones y desgracias y lo hace mediante un sobrio trueque entre vacía y el escondido “llena”, implicado en pintada. La casa toma el lugar de los protagonistas sin nombres, de sus sufrimientos (desierta mesa, ruinosa cama). Sin embargo, la pareja aparece elípticamente en los versos siguientes, a través de los besos / sobre las almohadas o por la sábana elevada en torno de los cuerpos. Todo esto, proyectado a un anhelado y cercano futuro en el que el hombre retornará al animal humano, que tanto cantó Hernández: Será la garra suave.

Después de esta proyección casi fantasmal de la casa de los hombres, resulta para los lectores conmovedor el ruego del poeta, dicho sin patetismo porque el yo asoma, como recién llegado, al final del mencionado distanciamiento expositivo: Dejadme la esperanza.

21

En el fondo del hombre,
agua removida.

En el agua más clara,
quiero ver la vida.

En el fondo del hombre,
agua removida.

En el agua más clara,
sombra sin salida.

En el fondo del hombre,
agua removida.

(De Cancionero y romancero de ausencias, 1938-1941).

La poesía de Hernández, como su vida, alcanza prematuramente el despojo, la desnudez de la palabra. Este poema, escrito entre los finales de la guerra y su vida-muerte en la cárcel, llega a los oídos como un balbuceo. Las vivencias están por debajo, ocultas en el símbolo del agua removida que la guerra llevó a la superficie. Todos los anhelos, los pájaros que no han podido ser estrangulados sin sentir herida la conciencia, se vuelcan ahí: En el agua más clara / quiero ver la vida. En el agua de plena luz, donde la sombra no tiene salida. La poesía llama a la meditación y al silencio.