Especial • Centenario de Miguel Hernández
Miguel HernándezMiguel Hernández Gilabert

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El 30 de octubre de 2010 se cumplirá el primer centenario del natalicio de uno de los poetas mayores de la España contemporánea. Hablo de Miguel Hernández Gilabert, hijo de Miguel Hernández Sánchez y de Concha Gilabert Giner, el alicantino que, entre rebaños de cabras montaraces y el viento serrano de su Orihuela natal, nos dejó una imborrable lección de honor y valentía.

Este poeta singular que según Pablo Neruda tenía “una cara de patata recién sacada de la tierra”, es el mismo muchacho campesino enamorado para siempre de Josefina Manresa: “Una querencia tengo por tu acento / una apetencia por tu compañía / y una dolencia de melancolía / por la ausencia del aire de tu viento” (El rayo que no cesa, 1934). No sé si formó parte de la Generación del Veintisiete. De ser así, habría sido el más joven de todos. Lo que sí nos legó fue una coherencia casi suicida de pensamiento y actitud presente aun en los amargos momentos que empezaban a doblar por su vida en una celda fascista del Reformatorio de Alicante.

El paso del tiempo afina su voz. Su palabra poética, nacida entre breñas y aguas duras, floreció sola. Hijo de labradores ocupados en el pastoreo y el desuello de las cabras que representaban el único patrimonio familiar, surgió como un iluminado en esos suelos de injusticia. Mientras cuidaba de las cabras, escribía. Los riscos que lo vieron nacer fueron testigos de cómo fue saqueado hasta la médula por el sentimiento y la palabra.

Sus primeras influencias vienen de Virgilio y Garcilaso. Posteriormente leería con avidez a Antonio Machado, Gabriel y Galán y Juan Ramón Jiménez, quien para entonces ejercía magisterio indiscutible entre los jóvenes poetas de la Generación del Veintisiete. Publicó sus primeros poemas en periódicos y revistas oriolanos a los 18 años de edad. En 1931, animado por sus amigos, viajó a Madrid con ánimo de darse a conocer. La ciudad lo aturde y escribe: “Iba mi pie sin tierra ¡qué tormento! / vacilando en la arena y en los pisos / con un temor continuo, un sobresalto / que aumentaban los timbres, los avisos / las alarmas, los hombres y el asfalto / ¡ay! ¡cómo empequeñece / andar metido en esta muchedumbre!”.

Después de un año de frustraciones y desencantos, regresó a su tierra y dio comienzo a Perito en lunas, un poemario resuelto en octavas reales, con influencia gongorina, publicado en Murcia en 1933. Son notables aquí el dominio del lenguaje y el uso acertado de recursos lingüísticos. En 1934 ve la luz su auto sacramental “Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras”. En ese año vuelve a Madrid, entabla amistad con García Lorca, Alberti, Altolaguirre y sobre todo con Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. Después vendría El rayo que no cesa, donde incluyó la honda elegía escrita para su amigo y compañero del alma Ramón Sijé: “Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que agitas y estercolas / compañero del alma, tan temprano...”. Este libro reúne “El silbo vulnerado” e “Imagen de tu huella”, ambos resueltos en sonetos de maestría notable. Empieza a hacerse visible su compromiso republicano con una poesía combativa y denunciadora. El año de 1936 marca el inicio de la Guerra Civil Española y el asesinato de García Lorca. Se alista entonces en el Quinto Regimiento. Viaja a Rusia para asistir al V Festival de Teatro Soviético. Publica en este contexto Viento del pueblo (1937), una obra social y política. Ya para entonces su compromiso político es evidente. En el mismo año, en un breve paréntesis, entre los fuegos de la guerra, se casa con Josefina Manresa, quien sería única inspiradora de su poesía de amor: “He poblado tu vientre de amor y sementera / he prolongado el eco de sangre a que respondo / y espero sobre el surco como el arado espera / he llegado hasta el fondo”, dice en la “Canción del esposo soldado”. Ve la luz entonces su visceral Tea tro en la guerra, que con el drama “Pastor de la muerte”, da fe de la tragedia que se abate sobre los campos españoles.

A estas alturas, su poesía escindida entre las experiencias bélica y carcelaria y su aguzada sensibilidad, deviene en las desgarradoras “Nanas de la cebolla”, poemas dedicados a su primer hijo y emblemáticos de su ya madura producción: “Alondra de mi casa / ríete mucho / es tu risa en los ojos / la luz del mundo / ríete tanto / que mi alma al oírte / bata el espacio”. El nacimiento de este niño lo sorprende en el frente de Teruel. Sólo diez meses vivió: “Diez meses en la luz redondeando el cielo / sol muerto, anochecido, sepultado, eclipsado”, le escribió como epitafio de adolorida ternura. Su segundo hijo nace en 1939 y le devuelve la alegría. En ese año, en versos alejandrinos, con El hombre acecha, canta el valor de los soldados en el frente y parece intuir el final de la guerra. Ya reducido a prisión, escribe en la cárcel Cancionero y romancero de ausencias, que no verá publicado. Después vendrían las separaciones del terruño y de los seres amados, la lucha sin cuartel en una patria llena de cicatrices, el choque con el día a día, el paso por distintas cárceles españolas, el abandono de su familia y de muchos de sus amigos.

Mediante la intervención de influyentes amigos, sale libre. En Orihuela, su pueblo, es delatado. Nuevamente prisionero, se le condena a muerte y esta pena es conmutada por la de treinta años de prisión que no alcanzó a purgar.

Fue amigo de muchos de los integrantes de la Generación del Veintisiete aunque no compartió su vida en la Residencia de Estudiantes de Madrid. De manera especial Vicente Aleixandre estuvo cerca de sus melancolías y alguna vez escribió recordándolo: “Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba de ellos. No se le apagó nunca, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos” (De Los encuentros, de Vicente Aleixandre).

Pablo Neruda publicó en 1933 su Residencia en la tierra y en esa fecha se conocieron en Madrid. Como homenaje al hombre y al poeta, diría evocándolo más allá del eterno silencio: “Y éste fue el hombre que aquel momento de España condenó a la sombra. ¡Nos toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de su corazón purísimo!”.

Para entender la importancia que reviste su obra, es necesario conocer las circunstancias históricas que lo vieron nacer y morir. Su corta vida y su muerte, abonadas con toda clase de inconsistencias y crueldades, es ejemplo de cómo ciegan el corazón humano la intolerancia religiosa y política. Fueron los suyos tiempos de barbarie. Como potros chúcaros, falangistas y republicanos se destrozaron a dentelladas en un torpe combate fratricida que arrasó con lo mejor de la juventud española de entonces. Ahí cayeron, engullidos por ese confesionalismo armado, Federico García Lorca y Miguel Hernández, y debieron abandonar sus querencias Rafael Alberti y Luis Cernuda.

Como ejemplo de honestidad y valentía, persisten las palabras que pronunció en ese ambiente de intolerancia feroz: “Los poetas somos viento del pueblo. Nacemos para pasar soplando a través de sus poros. El pueblo espera de los poetas con los ojos y las orejas tendidas al pie de cada siglo”.

Vino al mundo en un país clerical e ignorante abocado a inesperadas transiciones políticas. Ahí, el forcejeo desatado entre el poder civil y el militarismo desmandado escribió uno de los capítulos más siniestros de su historia. Esas convulsiones que anunciaban el principio de la dictadura de Francisco Franco, influirían poderosamente en su obra literaria haciendo de su poesía la expresión más pura de la época. Murió tuberculoso y abandonado el 28 de marzo de 1942 a los 32 años de edad. Quedan para aprendizaje de todos, su limpia caparazón de acero y su sencillez tan escasa entre las aves del “nuevo gay trinar” a que aludió Machado.

A 68 años de silencio, truena su verso combativo como ratificación de compromiso republicano entre las trincheras y la pólvora del Quinto Regimiento: “Sangre, sangre por árboles y suelos / sangre por aguas, sangre por paredes / y un temor de que España se desplome”, y clama su corazón de pájaro prisionero en un mundo que no entendió jamás: “Me quiero distraer de tanta herida / me da cada mañana / con decisión más firme / la desolada gana / de cantar, de llorar y de morirme” (Otros poemas, 1935-1936).