Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 26, del 16 de junio de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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Dos cuentos

Bruno Soreno

Los bordes del espejo

Primero, o como excusa, para justificar la atrocidad de escribir un relato, escribamos un accidente. O un espejo, que es lo mismo. Ambos, como dignos miembros del conjunto bestial de esos monstruos llamados signos, son metáforas. El relato, ese sí que es accidente, es espejo, es decididamente metáfora, y más que eso, atrevimiento, desvergüenza, asesinato. Yo, hombre que escribo, por consiguiente, accidente, espejo, metáfora, pero más que nada, asesino. Cada vez que respiro se muere un chino. Cada palabra que escribo es la muerte de todo el universo.

Pero antes, por aquello de jugar el juego, un mito:

Este accidente, mejor conocido como la caída, o como el pecado original, está fuera de mis manos. Nada puedo hacer para librarme de él, para eludirlo, para arrancarlo de mi piel o escupirlo de mi boca. Esa maldición la comparto con todos los que nacieron con lengua. Ah, pero cuando oso, cuando me atrevo sacrílegamente a arrancar esos signos ciegos, esas metáforas amnésicas del tibio infierno de la aproximación y de la cotidianidad y las lanzo con violencia al infierno infernal de un cuento, a estrujarse unas contra otras con asco, y a tomar formas para ellas desconocidas, imposibles, o sea cuando escribo, ah, entonces mi osadía, mi hubris es desmedida, sin límite, entonces mi violencia es excesiva, despiadada, entonces escupo ajenjo, entonces soy un desalmado. Cuando desgarro el cuerpo de la Palabra, trastocando órdenes en sí caóticos, entonces ésta se desangra a borbotones por mil agujeros y de éstos nacen monstruos, espejos, cuentos y atentados. Cada tecla de mi máquina es una guillotina, cada dedo mío un verdugo, y yo, escritor, soy Dios, no por mi actividad de creación (ningún escritor, ningún hombre, ha creado nunca nada) sino por mi espantosa actividad de muerte, de violencia, de puro y exquisito asesinato. Esta es la maldita habilidad de mí, de los hombres y de todos los espejos.

Que empiece la orgía.

Ya sabemos que el relato (si es que es solamente uno, de eso no estoy muy seguro) es irremediablemente trágico. Sin embargo esto no nos impide continuar leyendo, continuar con el juego. Para los meta(¿-fóricos?, ¿-físicos?), el número de esos pedazos es alegoría del número de Dios, incognoscible, pero aun así causa de trabajo infinito para borgianos y cabalistas. Hablando de Borges (asesino cruel y peligroso si lo hubo) ese número es también el número de una bandada de pájaros, indefinido, y de la posibilidad de conocerlo depende la existencia de Dios. Nótese que entre las dos oraciones anteriores hay un espejo invisible, o mejor dicho, que una es reflejo de la otra. Este espejo que separa y a la vez pone a estas dos oraciones en relación de identidad es el mismo espejo fragmentado, diseminado (maldiciones de la polisemia, o la muerte, que son sinónimos), que se rompe en el cuento, pero ya, ahora voy llegando, me voy deslizando, por suaves pero peligrosas superficies, hacia donde me interesa. Proclamo, en este último y especular accidente, la clausura de la tiranía de la pesadilla de los espejos.

El cuento podría terminar aquí (si es que un cuento alguna vez termina). Hay hasta aquí suficiente material para crucificarlo de mil formas distintas, y es para esto que están hechos los cuentos, especialmente los cuentos malos. Pero arriesguemos más, no impongamos tan pronto a esta tormenta el engaño del punto final, sino que posterguemos, por seguir el juego, el momento triste. A ver, de aquí tenemos muchos caminos para escoger, muchos senderos que perseguir. Algunos de estos senderos parecen haber sido anteriormente recorridos. Este cuento, hasta aquí, puede ser el pasado no escrito de otros cuentos.

Por ejemplo, si escribo

mi cuento parece convertirse en preludio de otro cuento, de hecho mucho mejor que el mío, y ese cuento parece convertirse, no empece a su anterioridad y la diferencia de su firmante, en futuro del mío. Y de alguna forma terrible, de cierto modo, lo es. (En pro de la claridad revelaré el nombre del firmante de aquel otro cuento, de aquel otro que puedo ser yo mismo: un tal Gabriel García Márquez). Este ejemplo no es gratuito, sin embargo. Ya escrito, como está, ese otro cuento es mi cuento, es el desenlace de mi cuento, y esto es obvio, pues en él se habla de lo accidental de la muerte, y se habla de trayectorias, de líneas, de fugas y de retiradas. En ese otro cuento hay un viaje, un escape, un intento de alcanzar Francia, o el paraíso, pero este intento, aún en carro deportivo, es inútil, hay un hilo rojo que amarra al carro y sus ocupantes a España, a la tierra, al espacio de lo equívoco y lo fragmentado. Este hilo es en mi cuento causado por un pedazo de espejo que accidentalmente se cae, un espejo que en el acto de romperse rompe la piel de una muchacha llamada Nena, rompe su vida, rompe un continente entero, rompe al mundo mismo, y esta irreparable fragmentación es precisamente el cuento, una ruptura irreconciliable con el mundo y con el Lenguaje, con la Palabra.

La afirmación "ese otro cuento es continuación de mi cuento" es completamente válida. O al menos tan válida como puede ser cualquier afirmación que pertenezca a la carne de un cuento.

Si escribo, sin embargo

entonces mi cuento es epílogo de otro cuento anterior, es el final de otro cuento que lo antecede, y cuyo autor no soy yo, pero lo soy, como él no es autor del mío, pero lo es. Mi cuento, hasta el momento donde se detuvo, puede ser el final de este nuevo cuento (cuyo autor es el autor del segundo epígrafe de este texto), y trasforma, pospone el sentido de aquél, lo hace otro cuento y hace de mi cuento otro. Este otro cuento, que trata sobre todo de amor, violencia, y de un accidente, se transforma al convertirse en el pasado de mi cuento. Sus personajes se hacen míos, aun funcionando de cierto modo como el otro autor los escribió. Mi capacidad de robo es admirable. Lucho adquiere en mi final la enfermedad de Dina, la pérdida del control sobre una mano, que adquiere vida propia, pero más aun, pierde control sobre el mundo, sobre su propia vida, pierde la voluntad misma. Así lo que comenzó como un juego en el otro cuento, en éste se convierte en una pesadilla, y esto pasaba en el otro, hay que admitirlo, pero mi pesadilla es peor, porque es estética, es contagiosa. Con este final se hacen, en ausencia uno del otro, iguales Lucho y Dina, y esto le da una cualidad terrible al nuevo cuento, una terrible cualidad de amor imposible al final, de soledad final, de manicomios al final, de repetición de nombres a distancia, inaudibles, y de dos manos lejanas que se buscan, desafiando lo natural, pero nunca encontrándose.

Estos descarados movimientos, o atrevimientos, por posibles, demuestran la naturaleza letal de mis dedos. Clak, clak, dos cuentos asesinados. ¿No es esta capacidad una perfidia, la más ofensiva y violenta de las mentiras? No es la primera en este cuento, ni será la última.

Antes de proponer la próxima aventura, debo señalar que pienso demostrada la naturaleza accidental y metafórica del cuento, en otras palabras, su naturaleza diabólica. Así, con las cartas sobre la mesa, enseñando las feas costuras de mi cuento y metiendo la nariz constantemente en su espacio, logro, como el personaje de mi cuento (¿Alberto?, ¿Lucho?, ¿importan, al final, los nombres?) romper el espejo y delatar al demonio, que soy, en último caso, yo mismo.

Mi violencia, cómplice lector, en este crimen, no es accidental. Hay algo de emancipación en todo esto.

Esta versión, otra vez prestada, y por lo tanto asesinada, expresa la inmensa culpa del asesino, de mí, que escribo, ante mis atrocidades, ante nuestras malditas atrocidades. Porque al final, no sabemos qué carajos estamos haciendo. Esta culpa no me la invento, no se la inventa nadie, es completamente accidental, tan accidental como una cucaracha llamada Gregorio, y aparece muy intensa en los relatos-bichos del autor que estoy en esta versión asesinando. Esta nueva versión de mi cuento, autónoma (tan autónoma al menos como lo puede ser un cuento) podría ser otra versión, un reflejo del mito anterior sobre la Palabra. Podríamos encontrar un espejo entre esta versión y el mito descrito en el principio de este cuento. K. es una metáfora de la Palabra, siente la misma culpa, y recibe el mismo castigo. Rompió el espejo, transgredió la ley. El regreso es realmente imposible, no se puede reconstruir el espejo, por eso, muerte. Pero muerte, también, para el espejo. Sin embargo, cuando escribo que el lugar de la muerte es "invisible" albergo una esperanza de que en su acto (como yo en este mi acto de escribir esto) K. haya podido encontrar a Dina y quitarle para siempre el guante, haya podido cortar el hilo, el rastro de sangre en la nieve que separa la tierra del cielo, que haya encontrado, al lomo de un perro, el camino de regreso al paraíso.

Sigamos de la mano, tú, mi lector, mi víctima, y yo, tu santo redentor, o tu cruel asesino, por este laberinto, que el juego aún no ha terminado.

En este desenlace, que ahora sí no le debo a nadie, es el acto sexual, como acto de violencia y realización del deseo, el instrumento para destruir los espejos, acabar con su tiranía, llegar al fondo, al otro lado, literalmente al paraíso. Pero esto sólo es posible por medio de la muerte, y son los espejos, en su destrucción, en su muerte, los que ocasionan la muerte, la destrucción y a la vez la resurrección, la redención del personaje en el espacio de la ausencia, del silencio de la Palabra muda y majestuosa. No es casual que sean los espejos en este caso mágicos, metafóricos, los agentes de su propia abolición como mentiras, como metáforas, pues es en el momento de su retirada, de su muerte, que la metáfora, o los espejos, traspasan su límite y se desbordan, llenando el mundo en su momento más intenso y poderoso, pero a la vez agónico. Este es el grito de cisne, créanme, la victoria total y el nacimiento de un nuevo mundo. Un mundo bueno, opaco, originario, un mundo sin espejos.

Pero

Entonces, en ese terrible instante, descubro lo inútil de este intento. Descubro que cuando creía que había ganado, que había cambiado de alguna forma algo, que me había liberado escribiendo, cuando creía que llegaba al paraíso señalando su misma clausura, marcando la trayectoria de una muerte o de muchas, la metáfora se hace presente, avasalladora, en el acto mismo de su muerte, y me asume, me engulle en un hábil y voraz movimiento. Descubro que nunca maté al espejo. Que Alberto, Lucho, K., Arturo, todos los personajes del mundo fracasaron en su heroica tarea de aniquilación porque los espejos, como Dios, son inmortales. Porque los espejos al romperse, como la cópula, no se destruyen, sino que se multiplican, multiplican la cantidad de los espejos, como siempre han multiplicado la cantidad de los hombres. Cuando un espejo se rompe, no desaparece, sino que cada pedazo es un espejo, un nuevo nacimiento, nacen al mundo en cada ruptura mil espejos. No hay salida, no me redimo, lector, no te redimo, sigo siendo un asesino.

Por lo tanto

Marzo, 1995


Breve de un baúl

Anoche soñe que traspasaba un umbral y que en el instante exacto de traspasarlo algo me traspasaba, como si yo fuera el umbral de algo que traspasaba un umbral.

Entonces desperté.

El cuarto, pues, como siempre. Cuatro paredes de madera, un techo cóncavo y un suelo liso, ambos también de madera, y una sola ventana por la que nunca se me había ocurrido asomarme. Siempre otras cosas me ocupaban.

Y el baúl. Dispuesto en una esquina de cuarto, como siempre. Impávido, como siempre.

Todos hemos sentido alguna vez ese mordisco, leve y casi imperceptible, de unos ojos que nos miran de reojo. Unos ojos que no vemos, pero que intuimos con la piel, casi siempre con la piel rosada de la nuca, espiándonos furtivos. Así me pasa a mí con mi baúl, pero distinto. Siempre sospecho que algo en sus entrañas no me mira, pero puede mirarme. Que algo en su interior no ha decidido asomarse por el ojo de la cerradura a otearme las espaldas, quizás porque se dedica con empeño a oscuras maquinaciones que no le permiten el tiempo de asomarse, de echarme el ojo por el ojo de la cerradura.

Tengo que confesar que no sé qué me aterra más: si descubrir en mi nuca la saeta fría de su mirada desde allí, desde el ojo de su cerradura (porque digo: ninguna mirada es inofensiva. Toda mirada lleva a rastras una intención, generalmente una intención terrible.) o dedicar mi cogitación a descifrar la actividad de sus maquinaciones silenciosas. Porque entonces presiento que sus maquinaciones me implican, me comprometen, ya es imposible negarlo: entonces estoy seguro de que soy el objeto, la víctima de sus crueles planificaciones.

Lo imagino (al incógnito habitante de mi baúl) allí, atrapado o resguardado por la madera que lo encierra, acompañado por todos los demonios, trasteando con los pedazos de Dios, completando el plan infame que realiza quién sabe desde cuándo para dar el último toque y entonces suspirar ¡eureka! y asomarse al fin por el ojo del baúl con su ojo contaminado de su plan para flecharme la nuca y realizarlo.

Es por esto (porque es imposible respirar bajo el dictamen del terror) que hoy me he apertrechado de fuerzas y he maquinado un plan vicario, atrevido, quizás suicida. Hoy me propongo a abrir el baúl.

Estoy buscando la llave. En esta tarea me ocupo, y no me rendiré hasta haberla realizado. Recorro todas las avenidas de este mi laberinto de madera y de aire oscuro y viciado, acaricio el suelo pulido con los ojos, registro las cuatro esquinas de mi cuarto sin resultados. Agotado el espacio de mi cuarto recurro a investigar mi propio cuerpo desnudo, me palpo entero y cuando alcanzo mi nuca mis manos se posan ávidas en la continuidad de una cadena fina que rodea mi cuello. Con el terror que causa la esperanza mis dedos persiguen la cadena hasta encontrarse con un tubo de metal dentado que reposa sobre mi pecho pendiendo de la cadena. Eureka eureka, he encontrado la llave. Entonces suspiro y meto la llave en la cerradura del baúl y algo grande y brilloso y con dientes violenta el cuarto a través de la ventana y entonces yo soy el baúl y una llave tubular, aserrada y perfecta entra por mi boca, entonces me abro de par en par y de mi cuerpo de madera traspasado nacen al mundo todos los demonios, todos los pedazos de Dios.


       


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