¿Qué pasaría entonces con la metáfora? Todo,
la totalidad del ente. Pasaría lo siguiente: se la
tendría que pasar por alto sin poder pasarla
por alto.
Jacques Derrida.
noción de territorio contiguo, de pieza de al lado;
tiempo de al lado, y a la vez nada de eso, demasiado
fácil refugiarse en lo binario; como si todo
dependiera de mí, de una simple clave que un gesto o
un salto me darían, y saber que no, que mi vida
me encierra en lo que soy, al borde mismo pero
Julio Cortázar, "Ahí pero dónde, cómo".
Primero, o como excusa, para justificar la atrocidad de escribir un relato,
escribamos un accidente. O un espejo, que es lo mismo. Ambos, como dignos
miembros del conjunto bestial de esos monstruos llamados signos, son
metáforas. El relato, ese sí que es accidente, es espejo, es decididamente
metáfora, y más que eso, atrevimiento, desvergüenza, asesinato. Yo, hombre
que escribo, por consiguiente, accidente, espejo, metáfora, pero más que
nada, asesino. Cada vez que respiro se muere un chino. Cada palabra que
escribo es la muerte de todo el universo.
Pero antes, por aquello de jugar el juego, un mito:
Antes del tiempo, en el paraíso era la Palabra, y ella era Dios. La
Palabra vivía en la costilla rosada y carnosa del hombre. La Palabra era
Dios porque sabía, conocía a su objeto, a su único y sagrado referente,
y Dios vio que esto era bueno. Pero había en el centro del paraíso un
espejo, y para aquél entonces le estaba prohibido a Dios mirarse en él,
so pena de expulsión. Pero la Palabra, o Eva (nombre por el que la
conocía el hombre) no podía resistir el hecho de conocerlo todo (su
esencia, su sentido, eran el universo todo) menos su reflejo, su propia
figura. Por esto le fue inevitable asomarse al espejo. ¡Qué horror, qué
vergüenza, qué culpa infinita sintió cuando se vio escamosa, sauria,
cuando se vio en su concreta y verde materialidad especular, idéntica a
ella misma, hueca y sin contenido! El castigo era ineludible, porque era
consecuencia directa del accidente. La Palabra, ahora espejo, explotó en
mil pedazos, llenando el tiempo y el mundo, y cerrando para siempre las
puertas del paraíso. Se olvidó de su origen, olvidó su adentro, su alma,
su cuerpo, y de esa forma se convirtió en metáfora, en mentira, en la
madre de las mentiras, porque metáfora no es otra cosa que mirarse en un
espejo. La Palabra veía lo que significaba y era feliz, pero de pronto
aquel terrible accidente, aquel espejo se interpuso entre ella y su
verdad, y entonces caos, entonces eterno reflejo, eterna pesadilla,
eterno verse a sí misma sin referente, en continua circularidad.
Este accidente, mejor conocido como la caída, o como el pecado original,
está fuera de mis manos. Nada puedo hacer para librarme de él, para
eludirlo, para arrancarlo de mi piel o escupirlo de mi boca. Esa maldición
la comparto con todos los que nacieron con lengua. Ah, pero cuando oso,
cuando me atrevo sacrílegamente a arrancar esos signos ciegos, esas
metáforas amnésicas del tibio infierno de la aproximación y de la
cotidianidad y las lanzo con violencia al infierno infernal de un cuento, a
estrujarse unas contra otras con asco, y a tomar formas para ellas
desconocidas, imposibles, o sea cuando escribo, ah, entonces mi osadía, mi
hubris es desmedida, sin límite, entonces mi violencia es excesiva,
despiadada, entonces escupo ajenjo, entonces soy un desalmado. Cuando
desgarro el cuerpo de la Palabra, trastocando órdenes en sí caóticos,
entonces ésta se desangra a borbotones por mil agujeros y de éstos nacen
monstruos, espejos, cuentos y atentados. Cada tecla de mi máquina es una
guillotina, cada dedo mío un verdugo, y yo, escritor, soy Dios, no por mi
actividad de creación (ningún escritor, ningún hombre, ha creado nunca
nada) sino por mi espantosa actividad de muerte, de violencia, de puro y
exquisito asesinato. Esta es la maldita habilidad de mí, de los hombres y
de todos los espejos.
Que empiece la orgía.
"De veras, lo lamento, fue un accidente", dice Alberto, refiriéndose a
la caída al suelo de un espejo que reposaba en el mostrador de la tienda
por departamentos por donde vagaba, causada por su torpeza, y a la
subsiguiente explosión del espejo en pedazos.
Ya sabemos que el relato (si es que es solamente uno, de eso no estoy muy
seguro) es irremediablemente trágico. Sin embargo esto no nos impide
continuar leyendo, continuar con el juego. Para los meta(¿-fóricos?,
¿-físicos?), el número de esos pedazos es alegoría del número de Dios,
incognoscible, pero aun así causa de trabajo infinito para borgianos y
cabalistas. Hablando de Borges (asesino cruel y peligroso si lo hubo) ese
número es también el número de una bandada de pájaros, indefinido, y de la
posibilidad de conocerlo depende la existencia de Dios. Nótese que entre
las dos oraciones anteriores hay un espejo invisible, o mejor dicho, que
una es reflejo de la otra. Este espejo que separa y a la vez pone a estas
dos oraciones en relación de identidad es el mismo espejo fragmentado,
diseminado (maldiciones de la polisemia, o la muerte, que son sinónimos),
que se rompe en el cuento, pero ya, ahora voy llegando, me voy deslizando,
por suaves pero peligrosas superficies, hacia donde me interesa. Proclamo,
en este último y especular accidente, la clausura de la tiranía de la
pesadilla de los espejos.
El cuento podría terminar aquí (si es que un cuento alguna vez termina).
Hay hasta aquí suficiente material para crucificarlo de mil formas
distintas, y es para esto que están hechos los cuentos, especialmente los
cuentos malos. Pero arriesguemos más, no impongamos tan pronto a esta
tormenta el engaño del punto final, sino que posterguemos, por seguir el
juego, el momento triste. A ver, de aquí tenemos muchos caminos para
escoger, muchos senderos que perseguir. Algunos de estos senderos parecen
haber sido anteriormente recorridos. Este cuento, hasta aquí, puede ser el
pasado no escrito de otros cuentos.
Por ejemplo, si escribo
"No te preocupes, no es nada, yo te ayudo", le responde una linda
muchacha llamada Nena, que por accidente pasaba por allí comprando cosas
de viaje, y ambos se agachan a recoger los vidrios, y uno de éstos le
hiere accidentalmente un dedo a la muchacha provocando sangre, y son sus
ojos los que punzan el corazón de la muchacha, que suspira y se larga a
su luna de miel con su flamante marido, un tal Billy, en un carro
deportivo platinado, dejando un rastro de sangre en la nieve desde
España hasta Francia, donde la esperaba una aséptica cama nupcial en el
hotel Hipócrates, donde, pálida, sería verdaderamente desposada, un
rastro que hubiera seguido hasta su origen, curando su fuente, si
hubiera sido valiente, que no lo era.
mi cuento parece convertirse en preludio de otro cuento, de hecho mucho
mejor que el mío, y ese cuento parece convertirse, no empece a su
anterioridad y la diferencia de su firmante, en futuro del mío. Y de alguna
forma terrible, de cierto modo, lo es. (En pro de la claridad revelaré el
nombre del firmante de aquel otro cuento, de aquel otro que puedo ser yo
mismo: un tal Gabriel García Márquez). Este ejemplo no es gratuito, sin
embargo. Ya escrito, como está, ese otro cuento es mi cuento, es el
desenlace de mi cuento, y esto es obvio, pues en él se habla de lo
accidental de la muerte, y se habla de trayectorias, de líneas, de fugas y
de retiradas. En ese otro cuento hay un viaje, un escape, un intento de
alcanzar Francia, o el paraíso, pero este intento, aún en carro deportivo,
es inútil, hay un hilo rojo que amarra al carro y sus ocupantes a España, a
la tierra, al espacio de lo equívoco y lo fragmentado. Este hilo es en mi
cuento causado por un pedazo de espejo que accidentalmente se cae, un
espejo que en el acto de romperse rompe la piel de una muchacha llamada
Nena, rompe su vida, rompe un continente entero, rompe al mundo mismo, y
esta irreparable fragmentación es precisamente el cuento, una ruptura
irreconciliable con el mundo y con el Lenguaje, con la Palabra.
La afirmación "ese otro cuento es continuación de mi cuento" es
completamente válida. O al menos tan válida como puede ser cualquier
afirmación que pertenezca a la carne de un cuento.
Si escribo, sin embargo
Luego, pensando qué cara arañarás ahora, Dina, mientras te llevan entre
todos y madame Roger, con la frazada cubriendo ya mi desnudez, mi
locura, tu locura, Dina, como tu guantecito negro cubriendo tu mano, tu
locura, tu arañarme incontrolable, tu tocar, arrancar, estrangular, es
más, tu posar tu manita sobre la mía en el metro, sin querer, siempre
sin querer, al final todo era sin querer para ti, Dina, yo, Lucho, era
el único que quería, que ponía mi mano sobre otras en el vagón por
jugar, sin sospecharte tan mulata, tan accidental, sin sospechar tu
cuello de gatito negro tan él, tan activo en la ausencia de luces y con
los fósforos regados por el piso. Después de todo, después del rodarnos
en la cama, después del susto y la violencia de ti, después del
arrancarme sangre de la cara tu gatito negro, tu manita mulata en la
oscuridad y después de tanto movimiento y grito y fósforo y sí, tanto
miedo, ahora aquí, cubriendo mi cuerpo con frazada como hacías tú con tu
locura, me encuentro ya tarde diciendo no, que no, que a mí no me
molesta, que qué rica la sangre entre mis labios pero cállate, cállate.
Lucho que la gente de frazada no dice esas cosas, y menos con sangre
empegostada en la cara. Que más sino correr, salir de allí, sin rumbo,
otro juego más, y entrar sin saberlo en no sé qué tienda donde es mi
mano ahora, mi mano, la que pide guante, la incontrolable, la
voluntariosa, la que lanza al suelo un espejo inocente que reposaba en
un mostrador y crash, de veras lo lamento, fue un accidente, espérame
Dina, espérame que ya entiendo y ya se ha acabado el juego.
entonces mi cuento es epílogo de otro cuento anterior, es el final de otro
cuento que lo antecede, y cuyo autor no soy yo, pero lo soy, como él no es
autor del mío, pero lo es. Mi cuento, hasta el momento donde se detuvo,
puede ser el final de este nuevo cuento (cuyo autor es el autor del segundo
epígrafe de este texto), y trasforma, pospone el sentido de aquél, lo hace
otro cuento y hace de mi cuento otro. Este otro cuento, que trata sobre
todo de amor, violencia, y de un accidente, se transforma al convertirse en
el pasado de mi cuento. Sus personajes se hacen míos, aun funcionando de
cierto modo como el otro autor los escribió. Mi capacidad de robo es
admirable. Lucho adquiere en mi final la enfermedad de Dina, la pérdida del
control sobre una mano, que adquiere vida propia, pero más aun, pierde
control sobre el mundo, sobre su propia vida, pierde la voluntad misma. Así
lo que comenzó como un juego en el otro cuento, en éste se convierte en una
pesadilla, y esto pasaba en el otro, hay que admitirlo, pero mi pesadilla
es peor, porque es estética, es contagiosa. Con este final se hacen, en
ausencia uno del otro, iguales Lucho y Dina, y esto le da una cualidad
terrible al nuevo cuento, una terrible cualidad de amor imposible al final,
de soledad final, de manicomios al final, de repetición de nombres a
distancia, inaudibles, y de dos manos lejanas que se buscan, desafiando lo
natural, pero nunca encontrándose.
Estos descarados movimientos, o atrevimientos, por posibles, demuestran la
naturaleza letal de mis dedos. Clak, clak, dos cuentos asesinados. ¿No es
esta capacidad una perfidia, la más ofensiva y violenta de las mentiras? No
es la primera en este cuento, ni será la última.
Antes de proponer la próxima aventura, debo señalar que pienso demostrada
la naturaleza accidental y metafórica del cuento, en otras palabras, su
naturaleza diabólica. Así, con las cartas sobre la mesa, enseñando las feas
costuras de mi cuento y metiendo la nariz constantemente en su espacio,
logro, como el personaje de mi cuento (¿Alberto?, ¿Lucho?, ¿importan, al
final, los nombres?) romper el espejo y delatar al demonio, que soy, en
último caso, yo mismo.
Mi violencia, cómplice lector, en este crimen, no es accidental. Hay algo
de emancipación en todo esto.
Como salidos del cielo, de la nada, aparecieron dos gendarmes de rostros
quietos y estúpidos. Mientras miraban con un poco de apatía los pedazos
del espejo que se hallaban esparcidos alrededor de los pies de K., y que
lo delataban, dijeron en tono de rutina, de procedimiento: "Los
accidentes se pagan. Acompáñenos, señor K.". K. sintió una pena, una
asfixiante culpabilidad por la certeza de que al romper el espejo, sin
saberlo, accidentalmente, había transgredido una ley suprema, pero
oculta e incognoscible, quizás La Ley, y que su ignorancia de la ley lo
hacía aun más transgresor, más culpable, más pecador que todos los
hombres. No se resistió, por tanto, cuando los gendarmes lo condujeron
sin tocarlo, uno a la izquierda, uno a la derecha, hacia un lugar
apartado, invisible, donde le dieron muerte merecida, una muerte de
perro.
Esta versión, otra vez prestada, y por lo tanto asesinada, expresa la
inmensa culpa del asesino, de mí, que escribo, ante mis atrocidades, ante
nuestras malditas atrocidades. Porque al final, no sabemos qué carajos
estamos haciendo. Esta culpa no me la invento, no se la inventa nadie, es
completamente accidental, tan accidental como una cucaracha llamada
Gregorio, y aparece muy intensa en los relatos-bichos del autor que estoy
en esta versión asesinando. Esta nueva versión de mi cuento, autónoma (tan
autónoma al menos como lo puede ser un cuento) podría ser otra versión, un
reflejo del mito anterior sobre la Palabra. Podríamos encontrar un espejo
entre esta versión y el mito descrito en el principio de este cuento. K. es
una metáfora de la Palabra, siente la misma culpa, y recibe el mismo
castigo. Rompió el espejo, transgredió la ley. El regreso es realmente
imposible, no se puede reconstruir el espejo, por eso, muerte. Pero muerte,
también, para el espejo. Sin embargo, cuando escribo que el lugar de la
muerte es "invisible" albergo una esperanza de que en su acto (como yo en
este mi acto de escribir esto) K. haya podido encontrar a Dina y quitarle
para siempre el guante, haya podido cortar el hilo, el rastro de sangre en
la nieve que separa la tierra del cielo, que haya encontrado, al lomo de un
perro, el camino de regreso al paraíso.
Sigamos de la mano, tú, mi lector, mi víctima, y yo, tu santo redentor, o
tu cruel asesino, por este laberinto, que el juego aún no ha terminado.
"Las mejores cosas del mundo ocurren por accidente", le respondió la
joven mientras le ayudaba a recoger los pedazos de vidrio esparcidos por
el suelo. Le dijo además que si a las seis, ¿tenía él algo que hacer?
(no), porque ella salía de trabajar a las seis. Le dijo: "¿Comer?" (¿por
qué no?), ¿te gustó la comida? (sí), ¿quieres postre? (¡¡sí!!), ¿en tu
cuarto, o el mío? (el tuyo), ¿te gusta el cuarto? (sí), ¿viste cuántos
espejos? Me encanta verme mientras lo hago. Luego, claro, el forcejeo,
el jadeo, el brillo en los cuerpos, ¿te gusta como lo hago, papi? (sí)
(sí) (sí) (sí) (sí) (sí) (sí)(sí)(sí)(SI)(SI)(SI)(SI)
(SIIIIII!!!!!) y rápido descarga, lluvia de vidrios, todos los espejos
del cuarto, todos los espejos del mundo explotando al unísono, y Arturo
sí, los rompí yo, todos los rompí yo, luego respiración agitada, luego
sueño, cuerpos atravesados de vidrio, y al final silencio en el cuarto,
nadie vivo en el cuarto, sólo cuerpos traspasados en aquel cuarto sin
espejos.
En este desenlace, que ahora sí no le debo a nadie, es el acto sexual, como
acto de violencia y realización del deseo, el instrumento para destruir los
espejos, acabar con su tiranía, llegar al fondo, al otro lado, literalmente
al paraíso. Pero esto sólo es posible por medio de la muerte, y son los
espejos, en su destrucción, en su muerte, los que ocasionan la muerte, la
destrucción y a la vez la resurrección, la redención del personaje en el
espacio de la ausencia, del silencio de la Palabra muda y majestuosa. No es
casual que sean los espejos en este caso mágicos, metafóricos, los agentes
de su propia abolición como mentiras, como metáforas, pues es en el momento
de su retirada, de su muerte, que la metáfora, o los espejos, traspasan su
límite y se desbordan, llenando el mundo en su momento más intenso y
poderoso, pero a la vez agónico. Este es el grito de cisne, créanme, la
victoria total y el nacimiento de un nuevo mundo. Un mundo bueno, opaco,
originario, un mundo sin espejos.
Pero
Digamos que el espejo en la tienda nunca se cae. Digamos que un hombre
llamado Bruno, arrastrando los pies por la tienda por departamentos, se
topa con él allí, entero, reposando sobre el mostrador. Digamos que lo
toma, le da unos dólares a la muchacha que está detrás del mostrador, y
ella los toma rozando sus dedos en el intercambio, imaginándoselo
desnudo, sobre ella y traspasándola con una verga de ocho pulgadas.
Digamos que le tiemblan a ella las piernas detrás del mostrador, que
aquel deseo tan intenso y tan inmediato de ella por aquel hombre
desconocido podía ser un tipo de salvación, pero Bruno no se percata de
esto, no se percata de ella, para él sólo existe el espejo, nada más que
el espejo, así que la muchacha se esconde detrás del mostrador, detrás
de una sonrisa comercial, mientras le da su cambio, gracias, regrese
pronto. Digamos que Bruno se lleva el espejo a su casa, empaquetado e
intacto, lo saca de la bolsa, lo coloca en una mesa, y se sienta frente
a él,
Entonces, en ese terrible instante, descubro lo inútil de este intento.
Descubro que cuando creía que había ganado, que había cambiado de alguna
forma algo, que me había liberado escribiendo, cuando creía que llegaba al
paraíso señalando su misma clausura, marcando la trayectoria de una muerte
o de muchas, la metáfora se hace presente, avasalladora, en el acto mismo
de su muerte, y me asume, me engulle en un hábil y voraz movimiento.
Descubro que nunca maté al espejo. Que Alberto, Lucho, K., Arturo, todos
los personajes del mundo fracasaron en su heroica tarea de aniquilación
porque los espejos, como Dios, son inmortales. Porque los espejos al
romperse, como la cópula, no se destruyen, sino que se multiplican,
multiplican la cantidad de los espejos, como siempre han multiplicado la
cantidad de los hombres. Cuando un espejo se rompe, no desaparece, sino que
cada pedazo es un espejo, un nuevo nacimiento, nacen al mundo en cada
ruptura mil espejos. No hay salida, no me redimo, lector, no te redimo,
sigo siendo un asesino.
Por lo tanto
y el espejo, con rostro limpio de furia y remordimientos, le mete a
Bruno un revólver en la boca, y accidentalmente, explota en mil pedazos.
Marzo, 1995
Breve de un baúl
"La desgracia del hombre se debe a que no quiere
permanecer en su habitación, que es su hogar".
Pascal, Pensamientos.
Anoche soñe que traspasaba un umbral y que en el instante exacto de
traspasarlo algo me traspasaba, como si yo fuera el umbral de algo que
traspasaba un umbral.
Entonces desperté.
El cuarto, pues, como siempre. Cuatro paredes de madera, un techo cóncavo
y un suelo liso, ambos también de madera, y una sola ventana por la que
nunca se me había ocurrido asomarme. Siempre otras cosas me ocupaban.
Y el baúl. Dispuesto en una esquina de cuarto, como siempre. Impávido, como
siempre.
Todos hemos sentido alguna vez ese mordisco, leve y casi imperceptible, de
unos ojos que nos miran de reojo. Unos ojos que no vemos, pero que intuimos
con la piel, casi siempre con la piel rosada de la nuca, espiándonos
furtivos. Así me pasa a mí con mi baúl, pero distinto. Siempre sospecho que
algo en sus entrañas no me mira, pero puede mirarme. Que algo en su
interior no ha decidido asomarse por el ojo de la cerradura a otearme las
espaldas, quizás porque se dedica con empeño a oscuras maquinaciones que no
le permiten el tiempo de asomarse, de echarme el ojo por el ojo de la
cerradura.
Tengo que confesar que no sé qué me aterra más: si descubrir en mi nuca la
saeta fría de su mirada desde allí, desde el ojo de su cerradura (porque
digo: ninguna mirada es inofensiva. Toda mirada lleva a rastras una
intención, generalmente una intención terrible.) o dedicar mi cogitación a
descifrar la actividad de sus maquinaciones silenciosas. Porque entonces
presiento que sus maquinaciones me implican, me comprometen, ya es
imposible negarlo: entonces estoy seguro de que soy el objeto, la víctima
de sus crueles planificaciones.
Lo imagino (al incógnito habitante de mi baúl) allí, atrapado o
resguardado por la madera que lo encierra, acompañado por todos los
demonios, trasteando con los pedazos de Dios, completando el plan infame
que realiza quién sabe desde cuándo para dar el último toque y entonces
suspirar ¡eureka! y asomarse al fin por el ojo del baúl con su ojo
contaminado de su plan para flecharme la nuca y realizarlo.
Es por esto (porque es imposible respirar bajo el dictamen del terror) que
hoy me he apertrechado de fuerzas y he maquinado un plan vicario, atrevido,
quizás suicida. Hoy me propongo a abrir el baúl.
Estoy buscando la llave. En esta tarea me ocupo, y no me rendiré hasta
haberla realizado. Recorro todas las avenidas de este mi laberinto de
madera y de aire oscuro y viciado, acaricio el suelo pulido con los ojos,
registro las cuatro esquinas de mi cuarto sin resultados. Agotado el
espacio de mi cuarto recurro a investigar mi propio cuerpo desnudo, me
palpo entero y cuando alcanzo mi nuca mis manos se posan ávidas en la
continuidad de una cadena fina que rodea mi cuello. Con el terror que causa
la esperanza mis dedos persiguen la cadena hasta encontrarse con un tubo de
metal dentado que reposa sobre mi pecho pendiendo de la cadena. Eureka
eureka, he encontrado la llave. Entonces suspiro y meto la llave en la
cerradura del baúl y algo grande y brilloso y con dientes violenta el
cuarto a través de la ventana y entonces yo soy el baúl y una llave
tubular, aserrada y perfecta entra por mi boca, entonces me abro de par en
par y de mi cuerpo de madera traspasado nacen al mundo todos los demonios,
todos los pedazos de Dios.