Especial • Rayuela cumple medio siglo
A los 50 años de Rayuela, de Julio Cortázar

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José Sánchez Lecuna ante una fotografía de Julio Cortázar
El autor ante una fotografía de Julio Cortázar.
Nota del editor
El trabajo que ofrecemos a continuación fue presentado por su autor este domingo 30 de junio en la librería Kalathos, de Caracas, en una charla abierta como parte de las celebraciones por los cincuenta años de la aparición de la primera edición de la novela Rayuela, de Julio Cortázar.

“Lo que sí creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que permite e incluso reclama —por lo menos, para mí— una dimensión lúdica, que la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. Un juego terriblemente peligroso, pero que conserva características lúdicas”.
Julio Cortázar

El verdadero sueño se situaba en una zona imprecisa, del lado del despertar pero sin que él estuviera verdaderamente despierto; para hablar de eso hubiera sido necesario valerse de otras referencias, eliminar esos rotundos soñar y despertar que no querían decir nada, situarse más bien en esa zona donde otra vez se proponía la casa de infancia, la sala y el jardín en un presente nítido, con colores como se los ve a los diez años, rojos tan rojos, azules de mamparas de vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia, olor y color una sola presencia a la altura de la nariz y los ojos y la boca. Pero en el sueño, la sala con las dos ventanas que daban al jardín era a la vez la pieza de la Maga; el olvidado pueblo bonaerense y la rue du Sommerard se aliaban sin violencia, no yuxtapuestos ni imbricados sino fundidos, y en la contradicción abolida sin esfuerzo había la sensación de estar en lo propio, en lo esencial, como cuando se es niño y no se duda de que la sala va a durar toda la vida: una pertenencia inalienable. De manera que la casa de Burzaco y la pieza de la rue du Sommerard eran el lugar, y en el sueño había que elegir la parte más tranquila del lugar, la razón del sueño parecía ser solamente ésa, elegir una parte tranquila (Rayuela, 123).

Este intersticio —esa “parte tranquila”— en el cual se mueve la vida de Horacio Oliveira, donde se juega su destino y donde se sitúan las diferentes casillas de la rayuela que es la vida, es el espacio en el que transita a sus anchas la imaginación cortazariana. Es el espacio que no establece diferencia entre juego y destino, entre casualidad y causalidad, entre el mundo imaginado y el ser imaginante, situación ambigua e incómoda en la que el que mira es mirado a la vez y el que está observando es observado a su vez. Juego de espejos. Espejismos, confusión. La vida es eso: un espejismo confuso al que queremos darle un sentido con las vanas palabras. No tiene estructura. Se la damos. Cortázar se la da a través de sus personajes, en la carta de la Maga a Rocamadour, en las divagaciones filosóficas de Horacio, porque es así como se crea el “lugar tranquilo” donde se confunden los distintos planos de la existencia: del lado de acá, del lado de allá, de otros lados, de ninguno de los lados, sino del lado del aquí y del ahora: la realidad revisitada, mucho más real, mucho más significativa, una especie de Tierra de Nadie donde se reconoce finalmente una problemática humana de orden ontológico: el problema del ser...

Saber quién se es es también saber dónde está uno. Horacio Oliveira, que forcejea consigo mismo entre la cordura y la locura, entre posibles respuestas a sus dudas y el abismo que aguarda por él, es el prototipo del individuo que padece de una enfermedad fenomenológica, muy común en nuestros días: la de la ubiquidad. Capacidad que lleva a Horacio a reconocer su propio rostro aquí y en todas partes y, tal vez, en ninguna, espejismo de un viaje onírico hacia sí mismo, esencia de todo relato cortazariano, fundamento de lo que es la literatura.

Tal vez el verdadero sueño se le apareció en ese momento cuando se sintió despierto y meando a las cuatro de la mañana en un quinto piso de la rue du Sommerard y supo que la sala que daba al jardín en Burzaco era la realidad, lo supo como se saben unas pocas cosas indesmentibles, como se sabe que se es uno mismo, que nadie sino uno mismo está pensando eso, supo sin ningún asombro ni escándalo que su vida de hombre despierto era un fantaseo al lado de la solidez y la permanencia de la sala aunque después al volverse a la cama no hubiera ninguna sala y solamente la pieza de la rue du Sommerard, supo que el lugar era la sala de Burzaco con el olor de los jazmines del cabo que entraba por las dos ventanas, la sala con el viejo piano Bluthner, con su alfombra rosa y sus sillitas enfundadas y su hermana también enfundada. Hizo un violento esfuerzo para salirse del aura, renunciar al lugar que lo estaba engañando, lo bastante despierto como para dejar entrar la noción de engaño, de sueño y vigilia, pero mientras sacudía unas últimas gotas y apagaba la luz y frotándose los ojos cruzaba el rellano para volver a meterse en la pieza, todo era menos, era signo menos, menos rellano, menos puerta, menos luz, menos cama, menos Maga. Respirando con esfuerzo murmuró: “Maga”, murmuró: “París”, quizás murmuró: “Hoy”. Sonaba todavía a lejano, a hueco, a realmente no vivido. Se volvió a dormir como quien busca su lugar y su casa después de un largo camino bajo el agua y el frío (Rayuela, 123).

Y, es cierto, Horacio no puede deshacerse de sí mismo: “era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros”, dice Horacio en un capítulo, “Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo”, dice en otro. Buscar, sí, buscar, buscar siempre como un tonto, volviéndose “imbécil a fuerza de besar el tiempo” (Rayuela, 1).

He ahí el dilema..., la confrontación dolorosa. Y como toda confrontación, Horacio es llevado a resolver la incongruencia del mundo, tal como es, para poner en evidencia, no una nostalgia romántica del Paraíso Perdido, ni siquiera la búsqueda, siempre infructuosa, de un Santo Grial sanador y redentor, sino Horacio irá en busca de la comprensión misma de la sinrazón de las cosas humanas para establecer y, sobre todo, para proponer ese espacio anodino, y mágico a la vez, que es la creación de un nuevo hábitat vital e imaginario, lo que yo llamo la realidad revisitada, donde la concepción decimonónica, positivista y jerárquica desaparece para dar paso a una estética de la existencia que sólo puede ser revelada mediante el lenguaje acertado de la ambigüedad, como dilema y solución. ¿Y cuál es ese lenguaje de la ambigüedad?... En Rayuela es simple: es lo que Cortázar llama “la materia confusa”.

¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir (Rayuela, 82).

De esta materia confusa está hecho el mundo, de esta materia confusa estamos hechos todos nosotros. Por eso la realidad es como es. Cortázar se adelantó a nuestros tiempos...

Se trata, por consiguiente, para decirlo con cierta elegancia, de cuestionar la realidad, y no cualquiera: la nuestra. La realidad tal como la concebimos y no tal como es, porque tal como es basta para hacer literatura. Y, para Cortázar, la literatura, el arte, lo fantástico se ubican acá: en ese intersticio, en esta realidad revisitada, donde las cosas dejan de ser lo que son para convertirse en lo que han sido siempre: en el testigo y testimonio de la soledad inherente e irreversible del ser humano.

Solo —o sola— está el que vive, el que escribe, el que piensa, el que muere. Acá aparece la idea del exilio. Con Rayuela se plantea no sólo el tema del exilio sino también el tema del exilio en la literatura. Las palabras son como islotes perdidos en un inmenso océano de incomprensión verbal, en un inmenso mar de incongruencias lingüísticas, sintácticas. En esto consiste el absurdo cortazariano, en Rayuela. Así el gran Julio prosiguió con la tradición de un Kafka, de un Ionesco, de un Beckett, de un Joyce, de un André Breton (y del Surrealismo)..., escritores que quisieron romper con la Tradición para proponer nuevas formas estéticas y éticas de abordar la problemática humana, porque, al igual que los personajes kafkianos o beckettianos, para nombrar a dos, Horacio, la Maga, los miembros del Club de la Serpiente, Ronald, Babs, Ossip, Etienne, Wong entre otros, todos ellos han caído víctimas de la Gran Trampa del Mundo. Porque el Mundo es una trampa, y caemos en ella como un insecto enredado en una telaraña de la que no puede zafarse. Ya es muy tarde. Ya no hay salida alguna... Tal vez el glíglico del capítulo 68 pueda que nos salve y nos sitúe realmente donde la comprensión de las cosas humanas supere la realidad que las encarcela.

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clésimo y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer una filulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias (Rayuela, 68).

El capítulo 68 de Rayuela podría desconcertar a cualquiera, sobre todo a los que no se esperaban a que el glíglico, ese lenguaje musical inventado por el gran Julio, tuviera su apogeo en este capítulo cuando Horacio y Lucía (la Maga) están haciendo frenéticamente el amor.

“¡Evohé! ¡Evohé!”, era el grito que las Bacantes proferían en honor a Dionisos, porque de eso se trata: la entrega sexual vivida como rito, una manera de glorificar los cuerpos, de purificar el alma, y de ingresar de esa forma en los, muchas veces inalcanzables, prados frondosos y emancipadores del Paraíso. La entrega intensa de ambos amantes se convierte en un juego de los cuerpos, en un baile de los vientres, en los arrumacos del inconsciente, en la propia abolición de la soledad y la implosión del lenguaje. No podía ser de otra forma. El amor, como el lenguaje también, es principalmente, un juego, un juego sagrado.

Ya Platón hacía alusión al amor como las locuras enviadas por los dioses formando parte de la demencia erótica inspirada tanto por Afrodita como por Eros. Señala a propósito Michel Cazenave: “Eros es en efecto el poder de la sexualidad más carnal, y también el dios que empuja al alma hacia delante, hacia su horizonte trascendente. Es, en una palabra, un daimôn que manifiesta en el hombre la presencia activa de lo divino” (El arte de amar en la Edad Media).

El amor y el sexo convierten a dos personas en una sola: “Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio” (Rayuela, 7).

Y vienen como anillo al dedo las palabras de Hadewijch de Amberes: “(...) qué maravillosa suavidad es para los amantes habitar en el otro: cada uno habita en el otro de tal manera que ninguno de ellos sabría distinguirse. Pero gozan recíprocamente uno del otro, boca con boca, corazón con corazón, cuerpo con cuerpo, alma con alma, y una misma naturaleza divina fluye y traspasa a ambos. Cada uno está en el otro y los dos pasan a ser la misma cosa, y así han de quedar” (Carta 9).

Prosigue Hadewijch de Amberes: “(...) porque los amantes no acostumbran a esconderse uno del otro, sino a compartir mucho en la experiencia íntima que hacen juntos: uno disfruta del otro y se lo come y se lo bebe y lo engulle enteramente” (Carta 11; en Lenguaje del deseo, edición y traducción de María Tabuyo).

Pero, para Cortázar, el sexo es más que eso, es un juego más, como el de la vida o el de la literatura: es un juego serio. El amor es un juego en el que el que juega se sacraliza y sacraliza a su vez la existencia, permitiendo el paso hacia una zona sagrada, convirtiéndose el acto de amor en una especie de ceremonia religiosa hierofánica, “¡Evohé! ¡Evohé!”, que transforma a ambos personajes: la Maga en una Pasifae en celo y Horacio en un Minotauro insaciable. Y sabemos muy bien que, para Cortázar, el Minotauro, en su obra Los reyes, es el poeta, execrado por el mundo, como si fuera un paria...

Y es también un salto a la otredad, como señala Saúl Yurkiévich: “...entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba” (Rayuela, 5).

Es cuando entra en juego el juego. No sólo el juego con el lenguaje, el glíglico, sino sobre todo entra en escena el aspecto lúdico de la existencia que transgrede, siendo también rito, y que se asimila, en Cortázar, con la poesía —del griego “poiesis” (creación)—, siendo todo una creación lúdica como la de los mitos, la de los símbolos religiosos y la de los comportamientos arcaicos. Asimismo la literatura que juega, y juega con nosotros, jugando con las palabras. Y el que sabe jugar “en serio” es primitivo de nuevo, porque juega como el niño, o la niña, que dibuja torpemente con una tiza unos cuadros de una rayuela en el suelo para luego brincar, de casilla en casilla, hacia el “cielo”, siendo todo este “jugar en serio” el que contiene el gran misterio, insondable y orgiástico, de la vida: ¡Evohé! ¡Evohé!

El amor con la Maga resulta un encuentro numinoso, un contacto central, axial, que transfigura la miserable guarida del Edén (Saúl Yurkiévich).

*

RayuelaLa escritura cortazariana nos habla desde una transparencia en un mundo que se alimenta de innecesaria turbiedad porque, con su escritura, pone en evidencia las carencias del mundo, las carencias del alma y la ausencia de veracidad, exponiendo el dilema humano:

“En el fondo podríamos ser como en la superficie”, pensó Oliveira, “pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir de otra manera? Quizás vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizás, el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable togetherness. Cierto que ya es algo”... Amor, ceremonia ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad. ¿y quién se poseía de veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro (Rayuela, 22).

He ahí el verdadero dilema: ¿cómo cruzar la frontera? ¿Cómo pasar al otro lado? Ese otro lado donde se deja de ser “exiliado” para reinventar la vida a cada instante “...porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero” (Rayuela, 32)

Y con Cortázar existe una manera de abolir el exilio: es el juego, porque con el juego todo es posible..., y con el juego, de pronto, se logra recuperar esa necesidad “de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas” (Rayuela, 21).

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Como lo afirmó en otra oportunidad Saúl Yurkiévich: “El juego (...) posibilita un contacto extraordinario con la realidad”.

Sí. Porque el juego transgrede y porque el juego, que es también un rito, pertenece al orden de lo sagrado. Y cuando hablamos de juego, sabemos cuán importante es para un niño, porque siempre juega en serio.

Y, para Cortázar, ¿en qué consiste el juego?... Consiste, por medio del lenguaje, en la posibilidad de crear mundos imposibles. Porque la literatura es antes que nada un juego, como los mitos, las fábulas, los ritos, los símbolos religiosos y los comportamientos arcaicos. Porque escribir es jugar. Jugar con las palabras. Con el sentido de las palabras. Con la carga oculta, atávica y simbólica, de las palabras. Y, mediante el juego, hallar, sin realmente intentarlo, la salida al pensamiento, a las pasiones, al periplo de la soledad, al lenguaje permanente del inconsciente, “ese idioma sin palabra”.

Es crear un espacio inagotable. Porque la imaginación es inagotable, como un río que nunca se seca, como el tiempo que nunca se agota, como el amor que siempre riega y siembra.

Porque el lenguaje regenera la mente como si fuera una Tierra Baldía. Al caer la lluvia de las palabras, la tierra vuelve fértil todo pensamiento. Por eso la imaginación es el espacio primigenio por excelencia donde juegan entre sí los gestos perennes de los seres humanos: sus mitos, sus fábulas, sus ritos, sus dioses, sus alegrías, sus luchas, sus triunfos y sus derrotas..., como un intento de salirse, y emanciparse, del laberinto en el que nos encontramos, encerrados, sin salida posible ni respuesta alguna.

El ser humano que juega, que sabe jugar, es primitivo nuevamente porque, como la naturaleza, contiene el misterio de la vida. Y el misterio es insondable. Y el misterio es sagrado. Y, como todo, es un sueño.

Por eso la escritura cortazariana es un sueño, quiero decir un juego, porque sueña, a la vez que juega, con la plenitud de un vacío porque, en realidad, nada sabemos, ni de dónde venimos, ni hacia dónde vamos.

Lo importante es jugar, como solía hacerlo Cortázar, es decir sacralizar la vida y, a su vez, desacralizar lo que ha sido sacralizado erróneamente por la Gran Costumbre para crear un espacio privilegiado y una relación sagrada con los gestos de la cotidianidad, vacía y trascendente a la vez. He ahí la ambigüedad.

Y es lo que el personaje del escritor Morelli, el alter ego de Cortázar en la novela, hace con sus teorías y sus propuestas estéticas. Es lo que hace Cortázar con su escritura. Éste, desde su realidad de “chamán blanco con calzoncillos de nylon”, logra sacralizar y transformar la vida con la creación de un nuevo espacio lingüístico, con un nuevo espacio informal de la novela, convirtiendo su escritura del cuestionamiento en cuestionamiento de la escritura, del pensamiento y también de la existencia. Y para él, sólo existe un método: “la ironía, la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie” (Rayuela, 79).

Porque el juego propone una ética de la autenticidad. Porque el juego permite la creación de un espacio, de aquel intersticio donde se asoma y hace de las suyas la autenticidad. Porque de eso se trata. Porque de eso trata la literatura. Así, con Cortázar, la realidad banal y cotidiana se convierte en una realidad extra-ordinaria, mágica, es decir, para él, fantástica. Entonces, subir unos escalones, ponerse un pulóver, o comerse unas papas fritas voladoras o ir en pos de un terrón de azúcar, que se ha caído bajo una mesa, y gatear en cuatro patas en medio de un restaurante parisino donde los comensales disfrutan con suma seriedad de sus platos, se vuelve una aventura significativa e inusualmente dramática. Es cuando Cortázar nos suelta intencionalmente su buena bofetada metafísica para despertarnos de nuestro letargo, de nuestros formalismos y hasta de nuestras nimiedades. Sólo así podremos iniciar con él la verdadera aventura del espíritu: la de la imaginación:

Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos (Rayuela, 105).

Quiero creer aún en la utilidad de los sueños, en la necesidad de una sonrisa, en la belleza indescriptible de la sinceridad del amor, en la capacidad de soñar mundos. Quiero creer aún en el dedo del anciano que señala con asombro las estrellas del cielo, quiero creer aún en la rebeldía de los niños, en el ser humano que abandona sus certidumbres para abrazar el horizonte incierto.

Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete (Rayuela, 73).

Quiero creer firmemente en que el ser humano es aún capaz de extraviarse para..., quizás..., hallarse al final de la rayuela, al inventarse un mundo imposible para los demás, pero verosímil como el tornillo del napolitano. Todos y todas deberíamos tener un tornillo oculto en uno de nuestros bolsillos o en la cartera..., ¿no creen?... Yo sí lo creo.

El tornillo fue la paz

Quiero creer que no hay frontera entre la cordura y la locura, entre la plenitud y el vacío, entre el horizonte alcanzable y el abismo.

Y creo en el ser humano que sabe jugar en serio, como un niño, porque sabe seguir siendo un niño, un niño permanente, es decir, un poeta, un creador..., y un creador genial como lo fue Julio Cortázar.