Especial • Rayuela cumple medio siglo
Cincuenta años de un libro mágico: Rayuela, de Julio Cortázar

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Julio Cortázar

Se cumplen cincuenta espléndidos años de un libro que despertó oleadas de entusiasmo, libro que aún desprende el aroma de la Maga en cualquier rincón, historia de amor que desprende el tejido de la vida, los hilos donde la ciudad se convierte en un halo de luz, donde los personajes se vuelven personas de carne y hueso, caminan con nosotros, se nos meten en nuestras camas, como si aún pudiésemos creer que la literatura nos salva de la vida.

En tiempos en que la literatura ha perdido tanto aroma, en que las novelas parecen calcadas unas de otras, Rayuela supone un experimento realmente brillante, un boceto de lo que quiere ser la vida, la respiración de Cortázar a través de sus personajes por París; Oliveira es el raro, ser que desconoce la estrategia para sobrevivir; la Maga es la mujer que todo lo trastoca, mujer de impulsos que ama a Oliveira por su cultura, pero no entiende sus sombras; Rocamadour es el niño, tocado por la enfermedad, niño que representa la ternura de la Maga, su madre, el ser que ha sido incendiado por Dios, al que se aferra a ella, al que desprecia Oliveira, desde su raciocinio.

Rayuela es París, sus pulmones, sus aceras, sus tranvías, sus bulevares, pero también la luz de una ciudad que recorre, con sus fantasmas, las obsesiones de Oliveira, antes de irse con el circo que llevan Horacio y Talita, seres extraños, convertidos en la imaginación de Cortázar en parte de nosotros.

 

Rayuela: su origen

En 1963, cuando se publicó Rayuela, Cortázar estaba cerca de cumplir cincuenta años, ya había publicado Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960) e Historias de cronopios y famas (1962).

Si el cuento había sido su preferencia en esos años, la novela se le antojaba necesaria, para dar rienda suelta a sus mundos interiores. La idea de crear una novela que recogiera, como un collage, su forma de ver la vida, sus monólogos profundos, sus digresiones vitales, se convirtió en una obsesión para Cortázar.

Por ello, como nos recordó Andrés Amorós, en su prólogo a la edición de Rayuela, publicada por Cátedra, en el año 2010, en su segunda edición, el libro asimila tendencias, crea profundas raíces donde podemos ver la importancia que va a tener la novela ante la inminente llegada de la literatura del boom hispanoamericano:

Asimilación natural de las técnicas renovadoras de la novela contemporánea, profundización de las raíces del mundo hispanoamericano, la fantasía creadora, que no se opone al realismo, sino que lo potencia, intento, como decía Carlos Fuentes, de conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político (p. 18).

Rayuela es todo eso y mucho más, es el conglomerado de miradas en una, es una fantasía que se pone delante de nuestros ojos, para hacernos partícipe de lo extraño que es vivir y cómo nosotros somos, sin darnos cuenta, espejos de Oliveira o la Maga.

Cortázar, que se fue con una beca en 1951 a París, aunque naciera en Bruselas en 1914, vivió en Argentina su niñez y, tras llegar a la capital de Francia, el escritor asume el mundo cosmopolita de la ciudad, su poesía interior. Si Argentina es el fondo de su vida, donde el mate y las charlas filosóficas contribuyen a crear al intelectual, París será la bohemia, la vida elegante, refinada, pero envuelta siempre en un aire irreal, como si navegase un extranjero en un río caudaloso, así se siente Oliveira en la novela, sin duda el personaje que más se parece a Cortázar.

La novela la escribió en un par de casas, comenzó a redactarla por la mitad y sin un plan preciso, escribió durante años y sin prisas, porque la novela crecía en su interior, era un pulso latente en su conciencia. La muerte de Rocamadour, el hijo de la Maga, es el momento de inflexión, cuando Oliveira se da cuenta de que ya no ama a la Maga, decide irse al circo, con sus amigos Talita y Horacio, la novela se enreda, a veces pierde la coherencia, en páginas que nos invitan al vacío, llenas de palabras incomprensibles, pero luego recupera, en algunos momentos, como si fuese una radiografía de la vida, la lógica, luces y sombras en un mismo texto, un puzle que nos obliga a leer de varias maneras, tan lejos de las novelas convencionales de hoy día.

Hay en Rayuela la sensación de esperpento vital, en la línea que señala Amorós en el prólogo antes citado, como si la voz de Valle-Inclán y su Luces de bohemia volviese, vida absurda para personas que han de vivir el absurdo vital, envueltos en la incertidumbre de todo gesto, ya que nada tiene sentido en realidad, la muerte de Rocamadour certifica la muerte de Dios, no hay omnipotencia, todo se relativiza, la vida es accidente, un hecho casual que no ha de conducirnos a ninguna trascendencia, así vive la Maga, como si fuera el último día, rompiendo los esquemas, viviendo de verdad cada momento; en cambio, Oliveira vive extrañado, empujado a su interior, sin compartir la espontaneidad de ella, su capacidad de disfrutar de cada instante.

 

“Rayuela”, de Julio CortázarAlgunos párrafos inolvidables de Rayuela

Toda la novela destila momentos mágicos, como cuando se cae un terrón de azúcar y la Maga lo persigue por debajo de las sillas en un restaurante, causando revuelo entre la gente, pero el principio de la novela es uno de los más hermosos que he leído nunca; por ello, cito unas líneas del mismo:

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua.

Pero la Maga es todo, es el destello de la ciudad, es su ritmo, es su oxígeno; por ello, dice Oliveira:

Oh, Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra.

Las sesiones de cine mudo, Oliveira con su cultura y la Maga, virgen de cultura, sin saber qué decir o sentir ante esas películas, porque la Maga es la vida y Oliveira la cultura, en definitiva, una ficción de la vida, una representación de la misma.

Y el amor, como una búsqueda necesaria por las calles de la ciudad, siempre presente, el amor externo, el que viven en las calles y el de la casa, tan importante, donde ceban mate, sin que sus tradiciones argentinas queden olvidadas, siempre dentro de ellos, extranjeros en la ciudad de la luz:

El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira, sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el pelo de la Maga dormida contra él.

Todo es casualidad, Dios ya no nos rodea, el accidente de un viejo en la calle, cuando Oliveira entra, mientras llueve intensamente en París, a ver el concierto de Berthe Trepap, una señora mayor, a la que acompaña a su casa, todo está rodeado del absurdo de la vida, de un dejarse llevar hacia ninguna parte, porque nada debe estar escrito, todo ocurre en el instante, el destino ya no existe, jugamos nosotros con nuestra propia temporalidad.

Y Rocamadour, el niño que se va muriendo, como si ya nada pudiese salvarlo, en la casa donde conviven ambos, porque el niño es el alma de la Maga, rota ya por el dolor ante la creciente enfermedad del hijo:

Oliveira cebó despacio el mate. La Maga fue hasta la cama baja que les había prestado Ronald para que pudieran tener en la pieza a Rocamadour. Con la cama y Rocamadour y la cólera de los vecinos ya no quedaba espacio para vivir, pero cualquiera convencía a la Maga de que Rocamadour se curaría mejor en el hospital de niños.

 

Rayuela: una novela que es todas las novelas

Sin entrar en más detalles, para que el lector se adentre en la poesía de sus páginas, leer Rayuela es leer todas las novelas, porque hay psicologismo, introspección, prosa poética, personajes que son uno y muchos a la vez, monólogos que se hacen y se deshacen en cada instante, radiografía de la vida en cada respiración.

Cincuenta años ya de Rayuela, la mano sabia de Cortázar antes de la magistral Cien años de soledad, ya nos dejó su poesía interior, en este libro, que es, sin duda alguna, una obra maestra, de múltiples lecturas, tan lógica e ilógica como la propia vida; que los lectores jóvenes se acerquen a la novela supone un reto admirable entre tantos vanos entretenimientos de nuestro tiempo, entre la literatura de usar y tirar; leer Rayuela es guardar un tesoro para acercarse a él cada cierto tiempo, como es, sin duda, nuestro paso ante la vida, ante las certidumbres e incertidumbres que nos rodean.