Especial: Adiós a Gabriel García Márquez
Viaje hacia el otro Macondo
La soledad de García Márquez

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Gabriel García Márquez

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Hace pocas horas se murió García Márquez a la orilla de un río imaginario cercano a Macondo, en México, donde también está Comala, referencia mítica de la literatura latinoamericana. No murió solo, pero tenía en la soledad su más estricto tema, su más cercano muelle para llegar al mundo que lo hizo posible luego de haber sabido de los recuerdos del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, haber conocido el hielo y pasearse por los inventos y malabares del aventurero Melquíades.

En El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Gabriel García Márquez respondió al periodista acerca del libro de Macondo, si éste era el centro de su mundo, el tema de su libro. El novelista habló del asunto que más le preocupaba:

El libro de la soledad. Fíjate bien, el personaje central de La hojarasca es un hombre que vive y muere en la más absoluta soledad. También está la soledad en el personaje de El coronel no tiene quien le escriba. El Coronel, con su mujer y su gallo esperando cada viernes una pensión que nunca llega. Y está en el alcalde de La mala hora, que no logra ganarse la confianza del pueblo y experimenta, a su manera, la soledad del poder.

Y así hasta El otoño del patriarca y, por supuesto, Cien años de soledad. La soledad nunca dejó de estar en las páginas de este premio Nobel que imaginó el mundo y lo escribió en medio de una totalidad solitaria.

La soledad, personaje que constituyó en su poética eslabón para elaborar la más exigente de las invenciones, estuvo acompañada de la espera. Todos los personajes de García Márquez esperaban algo. De allí que la eternidad, el tiempo distendido, lo haya agobiado tanto, por la obsesión de crear otro mundo con sólo mirarlo desde sus adentros.

Admitió el autor colombiano que se trata de un tema que todo escritor lleva en sus angustias, que no ha dejado de estar en la memoria del mundo. Que ha sido compañía permanente del hombre. La soledad como designio, como marca de fábrica del ser humano.

 

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Quien navegue por las páginas de Cien años de soledad se dará cuenta de que todos los personajes “no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra”, como dice la última línea de la novela. Sería un siglo de silencio, de arraigada soledad. El recorrido por la obra, entre los linderos de los ecos provocados por los tantos asuntos tocados por el escritor (novela total al fin), desemboca en un pesimismo de aquel pequeño mundo por el que se movían los fantasmas del autor. La soledad de aquellos pueblos, la soledad de quien la invocaba, la soledad de quien escribía sus obras luego del horario como redactor de revistas y periódicos. Una soledad que empujó al autor a irse a otra soledad. A la espera de algo que le dijera que iba por buen camino. Era la Colombia torturada por su propia historia: García Márquez pasó por tantos lugares donde dejó la impronta de su silencio. En Caracas, en París, en Barranquilla, en México. De los amigos que dejó en Venezuela muchos hablaban de su alegría, pero también de su mirada interior, de su soledad, de un silencio que lo apergaminaba. Sabana Grande, Candelaria, La Pastora, tantos sitios donde vivió y escribió crónicas y reportajes para sobrevivir en nuestro país. Mientras tanto, se iba gestando la obra que luego lo catapultaría a la fama.

Desde La hojarasca hasta Memoria de mis putas tristes Gabriel García Márquez ha sido parte de una mitología. Inventor de ensueños y realidades, deja en este lugar llamado América la marca de su estilo, la huella de un sujeto, de un solo personaje, de un solo libro, que sigue consumiendo las horas de la soledad de un continente en permanente convulsión.

 

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Antes de entrar de lleno en Vivir para contarla, García Márquez escribió: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y, en efecto, vivió largamente una vida y dejó muchas otras en páginas que se han regado por el mundo. Son tantas vidas que las recordó todas y las hizo una, solitaria, extensamente vivida, celebrada, acontecida, criticada.

Estas líneas quedan en el aire, en el mismo instante en que Gabo pasa a ser un duende solitario y ausente, porque la eternidad es la más cruel de las soledades, donde habrá de esperar la llegada de sus más cercanos, de sus personajes aún vivos, los que corretean de página en página y hacen que los lectores lo hagan también con ellos.

Así como los muertos en sus novelas siguen envejeciendo, así seguirá haciéndolo García Márquez en la suya, en el otro Macondo, el que se imaginó en los momentos de mayor espera, en los ratos de mayor soledad y silencio, pero al contrario de los muertos literarios, el Gabo es un muerto tan vivo que seguirá dando de qué hablar.

Por allí anda Melquíades preguntando por él para entregarle otro de sus inventos. Ya habrá tiempo para saber que la tierra sigue siendo redonda como una naranja y el Universo gira alrededor de una larga espera.

Las cenizas del escritor serán polvo mágico regado en alguna parte de México o sobre las aguas del Magdalena en su Colombia natal, así como el cuerpo de Melquíades había sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java.

Alguien respirará esas cenizas y dirá que lleva en su sangre el legado de quien tanto escribió, de quien tanto imaginó, de quien tanto esperó en medio de una larga soledad.