Especial: Adiós a Gabriel García Márquez
García Márquez, un escritor para la historia

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Gabriel García Márquez

El gran escritor colombiano nos ha dejado el jueves 17 de abril, a los ochenta y siete años, después de una larga y fructífera trayectoria de novelista, una de las más reconocidas y prestigiosas de la literatura contemporánea. El universo del escritor estaba repleto de una portentosa imaginación, de una búsqueda de lo maravilloso en un ámbito lleno de luces y sombras.

Nació en 1927, en Colombia, hombre de imaginación prodigiosa, hay que destacar, de sus primeros libros, La hojarasca (1955), novela corta que explora el mundo de la niñez del autor, en el pueblo de Aracataca; en este relato hay lirismo emocionado, una búsqueda del mundo infantil, de la infancia como universo irrecuperable, lugar donde las fantasías son espejo de todo, donde las huellas de los antecesores del escritor cobran especial resonancia. Aparece por primera vez Macondo, trasunto de su infancia en Aracataca, donde el escritor nos ofrece ya la magistral capacidad de combinar la imaginación y la realidad, en forma de recuerdo.

En ese tiempo, García Márquez dejó Barranquilla para trabajar en Bogotá, lugar en que su pluma dio lugar a artículos de gran interés.

Fue enviado como corresponsal en París, surgió allí La mala hora (1961), novela de gran calado que ya anticipa los logros del escritor: poderosa narrativa, lenguaje brillante y una imaginación que va calando en el lector, ensimismado ante el universo del narrador, repleto de historias y de relatos que son leyendas del pasado familiar.

En este ámbito de gran belleza, la ciudad de la luz, surgió esta magistral novela corta, de gran talento, donde el escritor plasma el tema de la soledad, el arrinconamiento del hombre que espera, infructuosamente, el reconocimiento de sus derechos para la jubilación; todo está vendido, no les queda nada, tan solo el gallo de pelea que fue de su hijo y a quien quieren matar las fuerzas del Gobierno.

La soledad, el desprecio a un hombre que ha prestado sus servicios a su país, representan una radiografía de la abulia y el marasmo de una sociedad que desprecia a los ciudadanos, mientras la clase política se enriquece cada vez más, ahíta de poder.

En La mala hora también circulan personajes que ya habían aparecido en La hojarasca, dato que nos señala la influencia de Pérez Galdós y Balzac en la obra del escritor colombiano.

En La mala hora tenemos el aviso de un aguacero que sirve de símbolo del poder represor, va aniquilando las aspiraciones de libertad del pueblo, que empieza a enviar pasquines nocturnos con proclamas de independencia. Todo está escrito, la maldad es intrínseca al ser humano; además, una dictadura pesa sobre todos, en el poder del ejército que reprime siempre a los ciudadanos.

Llegó Cien años de soledad como un auténtico mosaico de la vida humana, la novela no está inmersa en la línea realista de la narrativa hispanoamericana, como lo hace Vargas Llosa, pero tampoco en la fantasía intelectual de Borges; hay una libertad total en la novela, es un retorno al mundo infantil, a una forma de leer el universo, ya que no es sólo la historia de una familia, los Buendía, sino también una representación del mundo entero, como si de una Biblia se tratase, el origen del mundo, cómo surge la familia, como institución santa y sacrílega a la vez, cómo surgen el deseo y la ambición del ser humano, en un relato que debe mucho al cuento y a las historias que contaban los abuelos a los hijos en la penumbra de la noche, frente al fuego de la chimenea, la capacidad de trasladar la narración oral a la escrita es uno de los grandes logros de esta novela, que tendrá luego discípulas aventajadas, pero con cierta distancia en calidad, como Isabel Allende y su La casa de los espíritus.

Llegan otros libros, La increíble historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972), sigue existiendo un mundo infantil detrás, no profanado por el adulto, una forma de leer el mapa de la vida sin el desencanto del hombre ya maduro, sin el desengaño de nuestros grandes del barroco, como Cervantes y Quevedo.

García Márquez quiere retomar el tiempo del niño para que la literatura vuelva a ser virgen, no mancillada por el tiempo ni por el mundo de las palabras que ya están manipuladas por la política o por la religión, en un lenguaje que vuelva al paraíso de la infancia, notable esfuerzo que se siente presente en cada página de Cien años de soledad, su obra maestra.

Novelas como El coronel no tiene quien lo escriba, Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera, maravillosa historia que nos hace sentir en nuestra carne el amor de los personajes, su angustia ante la ausencia, un relato que hace de esta novela río un inmenso tratado del amor y de sus sombras y luces. Gran conocedor del alma humana, el escritor se pone en la piel de Florentino Ariza y Fermina Daza, seres unidos por un amor que, en la línea del gran poema de Quevedo, va más allá de la muerte, recordando aquel polvo enamorado del gran poeta barroco.

Luego llegan libros de menos calado como Memoria de mis putas tristes o su autobiografía, Vivir para contarla, que también dejan clara la singularidad de este premio Nobel de las letras, de este universal narrador contemporáneo.

Como colofón, hay que recordar Relato de un náufrago, como ese superviviente en el mar, como si el escritor, luchador ante la muerte y ante el cáncer que le venía rondando desde hace tiempo, que ahora lo ha vencido, no hay batalla que no pueda vencer el gran escritor, que ha hecho de la imaginación todo un mundo, un regalo para sus lectores, pero la muerte siempre es negra e invencible y se ha llevado al hombre, pero no su legado, uno de los más grandes de la literatura contemporánea, deudor de Cervantes o Balzac, pero también de Faulkner o Melville, porque su fuerza reside en las poderosas imágenes que traducen sus palabras, siempre tan cerca de las del lenguaje original, esas que no debemos olvidar porque son lo mejor de nuestra infancia ya perdida.