Un hoy
Un sol se alzó sobre nosotros hoy, encendido sobre nuestras costas,
asomándose sobre la cordillera de las Smokies, saludando las caras
de los Grandes Lagos, difundiendo una simple verdad
a través de las Grandes Llanuras, luego cargándose a través de las Rocosas.
Una luz, despertando techos, debajo de cada uno, una historia
contada por nuestros gestos silenciosos moviéndose detrás de las ventanas.
Mi cara, tu cara, millones de caras en los espejos de la mañana,
cada una bostezando a la vida, aumentando en crescendo en nuestro día:
autobuses escolares color de lápiz amarillo, el ritmo de las luces del tráfico,
puestos de frutas: manzanas, limas y naranjas dispuestas como los arco iris,
rogando por nuestra alabanza. Plateados camiones pesados con aceite o papel;
ladrillos o leche, pululando sobre las autopistas junto a nosotros,
en nuestro camino a limpiar mesas, leer libretas o salvar vidas;
a enseñar geometría o cobrar abastos en la caja como lo hizo mi madre
durante veinte años, para que yo pudiera escribir este poema.
Todos nosotros tan vitales como la única luz por la que nos movemos,
la misma luz en las pizarras con lecciones para el día:
ecuaciones por resolver, historia por ser indagada o átomos imaginados,
el “tengo un sueño” que seguimos soñando,
o el vocabulario imposible de tristeza que no logra explicar
los pupitres vacíos de los veinte niños marcados como ausentes
hoy y para siempre. Muchas oraciones, pero una luz
respirando color en las vidrieras,
vida en los rostros de las estatuas de bronce, calor
sobre los pasos de nuestros museos y bancas del parque
mientras las madres ven a sus hijos deslizarse por el día.
Un suelo. Nuestro suelo, que nos arraiga a cada tallo
de maíz, todas las espigas de trigo sembradas por el sudor
y las manos, manos recogiendo carbón o plantando molinos de viento
en los desiertos y colinas que nos mantienen calientes, manos
excavando zanjas, dirigiendo tuberías y cables, manos
tan desgastadas como las de mi padre cortando caña de azúcar
para que mi hermano y yo pudiéramos tener libros y zapatos.
El polvo de granjas y desiertos, ciudades y llanuras
mezclado por un viento: nuestra respiración. Respiración. Escúchala
durante el precioso estrépito del día de taxis tocando la bocina,
autobuses lanzándose por las avenidas, la sinfonía
de pasos, guitarras, trenes subterráneos chillantes,
la canción inesperada de un ave en tu tendedero.
Escucha: columpios rechinantes en parques infantiles, trenes silbando
o susurros a través de mesas de café. Escucha: las puertas que abrimos
uno para el otro todo el día, diciendo: hello, shalom,
buon giorno, howdy, namaste o buenos días
en el idioma que mi madre me enseñó: en todos los idiomas
hablados en un viento que lleva nuestras vidas
sin prejuicios, como estas palabras que salen de mis labios.
Un cielo: desde que los Apalaches y las Sierras reclamaron
su majestad, y el Misisipi y el Colorado labraron
su camino hacia el mar. Gracias a la obra de nuestras manos:
tejiendo acero para puentes, terminando un informe más
para el jefe a tiempo, cosiendo otra herida
o uniforme, la primera pincelada de un retrato,
o el último piso de la Torre de la Libertad
adentrándose en un cielo que cede ante nuestra resiliencia.
Un cielo, hacia el cual a veces levantamos nuestros ojos
cansados del trabajo: algunos días previendo el estado del tiempo
de nuestras vidas, algunos días dando gracias por un amor
que nos corresponde, a veces elogiando a una madre
que supo cómo dar, o perdonando a un padre
que no pudo darte lo que querías.
Nos dirigimos a casa: a través del brillo de la lluvia o del peso
de la nieve, o el rubor ciruela del anochecer, pero siempre: a casa,
siempre bajo un mismo cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna
como un tambor silencioso golpeando ligeramente cada techo
y cada ventana, de un país —todos nosotros—
de frente a las estrellas
esperanza —una nueva constelación
esperando a que nosotros tracemos su mapa,
esperando a que le demos un nombre —juntos.
One Today
One sun rose on us today, kindled over our shores,
peeking over the Smokies, greeting the faces
of the Great Lakes, spreading a simple truth
across the Great Plains, then charging across the Rockies.
One light, waking up rooftops, under each one, a story
told by our silent gestures moving behind windows.
My face, your face, millions of faces in morning’s mirrors,
each one yawning to life, crescendoing into our day:
pencil-yellow school buses, the rhythm of traffic lights,
fruit stands: apples, limes, and oranges arrayed like rainbows
begging our praise. Silver trucks heavy with oil or paper—
bricks or milk, teeming over highways alongside us,
on our way to clean tables, read ledgers, or save lives—
to teach geometry, or ring-up groceries as my mother did
for twenty years, so I could write this poem.
All of us as vital as the one light we move through,
the same light on blackboards with lessons for the day:
equations to solve, history to question, or atoms imagined,
the “I have a dream” we keep dreaming,
or the impossible vocabulary of sorrow that won’t explain
the empty desks of twenty children marked absent
today, and forever. Many prayers, but one light
breathing color into stained glass windows,
life into the faces of bronze statues, warmth
onto the steps of our museums and park benches
as mothers watch children slide into the day.
One ground. Our ground, rooting us to every stalk
of corn, every head of wheat sown by sweat
and hands, hands gleaning coal or planting windmills
in deserts and hilltops that keep us warm, hands
digging trenches, routing pipes and cables, hands
as worn as my father’s cutting sugarcane
so my brother and I could have books and shoes.
The dust of farms and deserts, cities and plains
mingled by one wind —our breath. Breathe. Hear it
through the day’s gorgeous din of honking cabs,
buses launching down avenues, the symphony
of footsteps, guitars, and screeching subways,
the unexpected song bird on your clothes line.
Hear: squeaky playground swings, trains whistling,
or whispers across café tables, Hear: the doors we open
for each other all day, saying: hello, shalom,
buon giorno, howdy, namaste, or buenos días
in the language my mother taught me —in every language
spoken into one wind carrying our lives
without prejudice, as these words break from my lips.
One sky: since the Appalachians and Sierras claimed
their majesty, and the Mississippi and Colorado worked
their way to the sea. Thank the work of our hands:
weaving steel into bridges, finishing one more report
for the boss on time, stitching another wound
or uniform, the first brush stroke on a portrait,
or the last floor on the Freedom Tower
jutting into a sky that yields to our resilience.
One sky, toward which we sometimes lift our eyes
tired from work: some days guessing at the weather
of our lives, some days giving thanks for a love
that loves you back, sometimes praising a mother
who knew how to give, or forgiving a father
who couldn’t give what you wanted.
We head home: through the gloss of rain or weight
of snow, or the plum blush of dusk, but always —home,
always under one sky, our sky. And always one moon
like a silent drum tapping on every rooftop
and every window, of one country —all of us—
facing the stars
hope —a new constellation
waiting for us to map it,
waiting for us to name it —together.