Francés
Henri MichauxHenri Michaux
En el país de la magia

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I

He visto al agua abstenerse de correr. Si el agua está bien acostumbrada, si es tu agua, ella no se derramará, aunque la jarra se rompa en pedazos.

Simplemente, ella espera a que la pongan en otra. Ella no busca derramarse afuera.

¿Es la fuerza del Mago la que actúa?

Sí y no, aparentemente no, el Mago podría no estar al corriente de la ruptura de la jarra y del esfuerzo que hace el agua por mantenerse en su lugar.

Pero él no debería hacer esperar al agua por mucho tiempo, porque esa posición le es incómoda y lastimosa y, sin que necesariamente se pierda, ella podría dispersarse bastante.

Naturalmente, es necesario que el agua sea tuya y no un agua de hace cinco minutos, un agua que haya sido recién cambiada. Aquélla se perdería enseguida. ¿Acaso qué la retendría?

 

El niño, el niño del jefe, el niño del enfermo, el niño del labrador, el niño del necio, el niño del Mago, el niño nace con veintidós pliegues. Es necesario desplegarlos. La vida del hombre entonces se completa. Bajo esta forma él muere. Ya no le queda ningún pliegue por deshacer.

Raramente un hombre muere sin haber necesitado alguna vez deshacer algún pliegue. Pero ha sucedido. Paralelamente a esta operación el hombre forma un núcleo. Las razas inferiores, como la raza blanca, ven mejor el núcleo que el desplegado. El Mago ve más bien el desplegado.

Solamente el desplegado es importante. El resto no es más que epifenómeno.

 

II

Allá, en ese país, a los malhechores cogidos en flagrancia les arrancan el rostro ahí mismo. El Mago verdugo llega de inmediato.

Hay que tener una enorme fuerza de voluntad para arrancar una cara, habituada como está ella a su hombre.

Poco a poco la piel cede, sale.

El verdugo redobla su esfuerzo, se tensa y respira enérgicamente. Finalmente, él lo arranca.

Estando bien hecha la intervención, todo el conjunto se desprende, frente, ojos, mejillas, toda la región facial como borrada por yo no sé qué especie de esponja corrosiva.

Una sangre espesa y oscura mana de los poros generosamente abiertos por todas partes.

Al otro día, se ha formado un enorme y redondo coágulo costroso que no puede inspirar sino espanto.

Quien ha visto alguno, no lo olvidará jamás. Sus pesadillas se lo recordarán.

Si la intervención no ha sido bien hecha, porque el malhechor es particularmente robusto, no se le logra arrancar más que la nariz y los ojos. Al menos es algo, ya que la intervención es puramente mágica, pues los dedos del verdugo no pueden tocar, ni siquiera rozar, el rostro que ha de retirar.

 

Puesto en el centro de un ruedo totalmente vacío, el detenido es interrogado. De manera solapada. En medio de un profundo silencio, muy fuerte para él, la pregunta resuena.

Repercutida por las graderías, ella resuena, regresa, retumba y se abate sobre su cabeza como ciudad que se desploma.

Bajo esas ondas apremiantes, comparables solamente a una serie de catástrofes encadenadas, cesa toda resistencia y confiesa su crimen. Él no puede no confesarlo.

Ensordecido, vuelto un guiñapo, la cabeza adolorida y zumbante, con la sensación de haber hecho frente a diez mil acusadores, él se retira de la arena, donde no deja de reinar el más absoluto silencio.

“Au pays de la magie” (I et II) pertenece al libro de Henri Michaux Choix de poèmes, editado por Gallimard (París, 1976).