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Tres cuentos de Ali Smith

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La primera persona

Esto, sin embargo, es un nuevo tú y un nuevo yo. En esta historia en particular somos una novedad, tú para mí, yo para ti, una novedad en el sentido antiguo del término, bueno, a mí por lo menos me está haciendo sentir más bien mi lado más anciano. No me parece del todo seguro que el cuerpo pueda soportar una novedad tan resplandeciente cuando, como el mío, ya ha superado todas las novedades aceptables, las que están bien demarcadas, las que se supone que debemos pasar: los brillantes años de la adolescencia, los sabelotodos veinte, los inexpertos treintaitantos, los repentinos deslumbramientos estremecedores de los cuarenta, etc. Pero esto. Esto es inesperado. Hoy me desperté y no estabas. Bajé y encontré la sala extrañamente vacía. Entonces vi que la mesa del comedor estaba afuera en la grama, en el sol, y tú estabas esperando por mí frente a ella con el desayuno listo a tu alrededor.

No sé si puedo seguir haciendo esto, te digo.

Bostezo.

(No bostezas, en realidad, sino que dices la palabra bostezo. Luego me miras del otro lado de la mesa y sonríes. Todavía no me acostumbro a tu sonrisa y a que te sonrías conmigo. A veces cuando me sonríes tengo la imperiosa necesidad de mirar por encima del hombro para ver a quién le estás sonriendo).

Te lo estoy diciendo de verdad, te digo mientras me siento, no creo que haya suficiente espacio en mi vida. No creo tener ya la paciencia necesaria. Tengo mucha edad para esto. Ya no tengo edad para estar conociendo a los padres de alguien. Si tengo la edad en la que la gente está más bien teniendo hijos, ¡por Dios santo!

¿Quién dijo nada sobre conocer a los padres? Todo lo que hice fue mover la mesa y hacer café, me dices.

Tengo definitivamente demasiados años encima para tomarme todo el trabajo de andar conociendo a los amigos de infancia de alguien y todo eso, te digo.

Bueno, me dices, como quieras.

Como eso de irse de vacaciones y encontrarse en una casa llena de gente extraña, te digo.

Bueno, gracias, me dices.

Sabes lo que quiero decir, te digo.

Bueno, pues tienes suerte, me dices. No tengo padres. Ninguno. Nací sin padres.

Perfecto, te digo.

Y tengo cientos de amigos, pero son de los que simplemente aceptarán tu presencia en mi vida sin necesidad de conocerte. Qué bueno, ¿no? Qué liberador, ¿no?

Demasiado bueno para ser verdad, te digo.

Va a ser igual de intimidante para mí conocer a tus amigos, me dices. Imagínate. Imagínate que sería como entrar en una biblioteca enorme, con altas ventanas, y paredes cubiertas de libros en estantes de madera, de libros verdaderamente antiguos, miles y miles de libros. Huele muy bien y todo, todos esos viejos libros y sus viejas páginas...

Usaste una vez la palabra antiguo y dos veces la palabra viejo en esa frase, te digo. No eres la perfección en persona, después de todo.

Es de lo más bonito y todo, me dices. Pero es un poco como que miro alrededor y sé que no he leído ninguno de esos libros. Y en cualquier momento puede que tenga que presentar un examen sobre todo lo que esos libros dicen.

Infeliz edad y juventud, te digo.

Me miras. Levantas una ceja.

Es una cita, te digo. Viene de lo que nosotros los bibliotecarios llamamos biblioteca.

Son sólo diez años, me dices. No es tanto así. Bueno, quince. Ah, ya entiendo. Es como cuando te levantaste y me miraste y dijiste que yo era como un, ¿cómo es que se llama?, ¿cómo se llama la cosa esa con la que se juega hockey?

“Puck”, te digo. Dije que era como tener a Puck en mi cama.

Sí, un puck, me dices.

Exactamente lo mismo. Misma biblioteca, más o menos el mismo estante. Hockey sobre hielo. Puck. ¿A quién se le ocurre mencionar a Ariel, a fin de cuentas?

Sólo Persil non-bio o me da una urticaria que ni te cuento, me dices. Tengo una piel muy sensible.1

Lo dices como si contaras un chiste doblemente irónico, con tantas ganas de reírte que me sorprendo preguntándome si te estás burlando de mí, si has estado burlándote de mí todo el tiempo, que en realidad tú sabes exactamente quién es quién y cómo y dónde, que en realidad sabes mucho más de lo que yo sé, sobre cualquier cosa, pero por alguna razón pretendes no saber, aunque no puedo imaginarme qué razón puede haber para que hagas eso. Eres la imagen de la perfecta inocencia. Te recuestas en la silla y la silla se levanta en dos patas.

Te vas a caer, te digo.

No hay manera, me dices.

Estás mirando el cielo. Sigo tu mirada y veo que estás mirando el vuelo de los vencejos del verano que acaban de llegar del sur.

¿Esos son los pájaros que duermen volando?, me dices.

Sí, te digo.

¡Guao!, me dices. ¿Y nunca se detienen? ¿Y siguen volando y volando, y tienen que hacer sus nidos en lo alto para no tocar el suelo y mantener el impulso?

Sí, te digo.

Imagínate, me dices. Como una canción que no terminara nunca, como una música constante, siempre evolucionando, como si uno siguiera y siguiera escuchándola, incluso cuando estás durmiendo.

Te levantas, estiras los brazos en el aire, te doblas como un arco listo para una flecha.

No tenemos nada en común tú y yo, te digo.

Sip. Nada en común, me dices.

Deberíamos terminar con esto de una vez, te digo.

Bueno, me dices.

Te paras detrás de mi silla y me envuelves con tus brazos y después metes tus manos dentro de mi camisa, tus manos directamente sobre mi piel. Me abrazas fuerte por dentro de mis ropas, y si hay una biblioteca en cualquier lugar cerca de aquí es como si alguien le acabara de quitar el techo y los estantes se hubieran inundado de pronto de sol y todos los libros viejos recordaran en este mismo instante lo que significa estar envuelto en piel y tener un lomo.

No hay manera, te digo.

Totalmente de acuerdo, dices detrás de mí.

Puedo sentir tu risa silenciosa desde el principio hasta el fin de mi espalda.

Sabes que no eres la primera persona que me ha hecho sentir de esta manera, te digo.

Y, sin embargo, yo soy la primera persona hoy, me dices.

Me has quitado de encima el techo y has convertido toda la biblioteca en un bosque. Cada libro es un árbol. Por encima de las copas de los árboles no hay nada más que pájaros.

¿Cómo se supone que voy a sobrevivir a esto, a esta intemperie en el bosque salvaje?

La primera vez que te vi estabas comiéndote una manzana, te digo. Bueno casi la primera vez.

Me acuerdo, me dices.

Estabas comiéndote una manzana como si no hubiera nada más que hacer en la vida, te digo.

No hay nada más, me dices.

Es un poco más tarde el mismo día. Estamos otra vez en la cama. Hemos decidido inventar una historia de cómo nos conocimos para que cuando finalmente tengamos que conocer a los amigos de cada quien, alrededor de cualquier mesa en cualquier pub o restaurant o en el comedor de cualquier casa de los suburbios, vayamos sobre seguro. Pero el momento de la manzana, de que yo te vea casi por primera vez comiéndote una manzana, es verdad.

Fue en la zona de salidas, me dices.

¿Qué quieres decir?, te digo.

En el aeropuerto, me dices. Tú trabajabas ahí en esa época. Usabas un uniforme encantador.

¿La gente usa uniformes en la zona de salidas?, te digo.

Sí, claro, me dices. Quiero decir, tú usabas uniforme. Un uniforme de lo más bonito. A mí me gustaba, pues.

Y tú estabas viajando alrededor del mundo, te digo. ¿Estabas viajando alrededor del mundo sin ninguna compañía?

Estaba dándole la vuelta al mundo en un día, me dices. Quería saber si era posible hacerlo en un día. Y tú eras parte del personal de seguridad, de esos que chequean en máquinas con rayos equis el equipaje de mano y las chaquetas de la gente, para ver si no son terroristas. Y me pediste que me quitara mi chaqueta.

Cuando lo hiciste, vi que en lugar de brazo lo que tenías era una especie de violín, y donde debía estar tu mano lo que había era esa pieza enrollada de madera que está en un extremo de los violines...

Y yo te vi cómo me mirabas, me dices, y miré mi brazo y mi mano y dije, maldita sea, otra vez lo mismo.

Y entonces te pedí que me acompañaras a la sala de entrevistas, te digo.

Y yo dije que en realidad no había ninguna necesidad de eso, es sólo que estoy pasando por algunos cambios, me dices. El cambio es necesario.

Mutatis, mutandis, te digo. Mutabilidad. Mutón.

Lobo vestido de cordero, me dices.

Volviendo a lo de mi edad, te digo. En mis tiempos las cosas eran diferentes.

Qué bueno. El cambio es bueno, me dices. Y entonces, obviamente, tuve que quitarme los zapatos para que los chequeara la máquina, la máquina especial que revisa los zapatos con rayos equis...

Y en vez de pies tenías... te digo.

Cascos, me dices. Unos cascos pequeñitos y bien formados, como los de un pony o un burrito o un pequeño chivo, o mejor como los de un... ¿cómo es que se llaman?, venados, como los de un venado.

Entonces te escolté hasta la sala de entrevistas y te pregunté si podrías ayudarme a llenar una planilla.

De lo más romántico, ¿no?, me dices. Nuestro primer encuentro fue de lo más romántico.

Nombre, te digo. Dirección. Edad. Nacionalidad. Ocupación.

Ocupación: bailarín, me dices. He bailado y pateado por todo el mundo. Es una buena vida. Es lo que hace que luzca tan joven. Así que, listo, eso es lo que vamos a decirle a tus amigos. Pero qué le vamos a decir a mis amigos.

Todos ellos van a querer conocer la larga e interesante vida que tuve antes de conocerte, te digo.

Pones tu cabeza en mi pecho. Te instalas en mis brazos.

Cuenta, me dices.

Estaba en los primeros momentos eufóricos de un primer amor, te digo. Estaba pasando por esa erupción de energía y felicidad pura que es lo que te pasa cuando estás en medio del primer amor otra vez. Estaba silbando la melodía de ese primer amor, caminando por un camino campestre bordeado de verde pasto y flores silvestres, cuando me encontré al lado de una mujer muy vieja que cargaba en la espalda un hatajo de palos largos y pesados. Era de lo más pintoresco. Parecía como si estuviera en otro país.

Del tipo de países en los que no hay calefacción central, me dices.

Sí, te digo. Y le digo a la mujer, ¿la puedo ayudar? Y ella se detiene y me dice ¿de verdad me quieres ayudar? Y yo digo que sí. Y entonces miro a donde mi mano izquierda había estado y veo que no hay nada ahí. Miro por debajo de la manga. Enrollo la manga hacia arriba. Mi brazo se termina en un muñón a la altura de la muñeca. Cambié de idea, le digo a la mujer. Me pregunto si le importaría devolverme mi mano.

Era demasiado tarde, me dices.

Hace mucho, mucho tiempo, decía la mujer mientras se alejaba de la historia, mucho tiempo atrás, en mis mejores tiempos, yo era exactamente como tú eres ahora, ¿sabes?

¡Regresa! le grité. ¡Devuélveme mi mano en este mismo instante!

Su voz volvió a mí por encima del hatajo de palos que estaba cargando.

Es terrible, dijo. ¿Con qué vas a sostener el tenedor cuando te sientes a comer en compañía de gente educada? ¿Cómo podrá alguien ser capaz de saber si te has casado o no? ¿Cómo vas a poder tocar la guitarra otra vez, o incluso hacer ese sonido de clip-clop, con las dos mitades de un coco, como el que hacen los cascos de un caballo? Es una tragedia.

La maldita mujer, me dices.

Tú, mujer maldita, le grito. No, me grita, yo no soy maldita. En realidad te hice un favor. Ahora, cuando te mires en el espejo, vas a ver a una persona totalmente nueva. Deberías agradecérmelo, en vez de comportarte como una persona idiota y malagradecida.

¿Y tú qué hiciste?, me dices.

Me quedé ahí mirando cómo se iba. Miré el borde ensangrentado de mi manga al final de mi brazo y me sentí demasiado débil para hacer nada. Así que me senté en una enorme piedra que había a la orilla del camino. Me senté a escuchar el sonido de los pájaros del verano y a oler el perejil de monte y sabía que tenía que irme pronto a un hospital. Es decir, me gustaría tener la posibilidad de decir que me senté ahí, mirando el sitio en el que había estado mi mano y en la ausencia de esa sola mano de pronto comprendí cómo los personajes imaginarios deben añorar tener huesos, de pronto me di cuenta cómo los muertos, si es que pueden sentir algo, deben desear ser cualquier otra cosa menos muertos. Pero todo lo que pude sentir era el ultraje. Todo lo que sentía era la pérdida.

Me besas en el centro del pecho. Buscas y sostienes mi mano izquierda.

Ten cuidado, te digo.

Recuestas tu cabeza en mi pecho otra vez. Me sacudes despacio la mano.

La mano que te fue cortada, sin embargo, me dices, tuvo una vida muy feliz y satisfactoria. Como en todas las películas de bajo presupuesto, tu mano mantuvo las características de su cuerpo original. Podía tocar sonatas por sí misma. No sólo podía montar a caballo sino que también podía limpiarlos y acicalarlos de manera muy eficiente después. Era buena jugando póker, de lo más eficaz enviando mensajes de texto y navegando en la red, estaba siempre sumergida en las páginas de un buen libro. Andaba todo el tiempo metiéndose en los bolsillos y sacando sencillo cuando alguien lo pedía en la calle. Fue también un gigoló muy conocido; no era extraño que cruzara la ciudad a solas, en mitad de la noche, dejando un amante satisfecho y feliz en medio del sopor de después del amor, para ir a complacer a otro que estaba ya en ese momento esperando ansioso a sostener tu mano. También alcanzaste la fama tocando la batería. Tu fama recorrió el mundo entero. Y así fue como nos conocimos. Una noche, por casualidad, me contrataron para tocar mi brazo y hacer sonar mis patas en el mismo bar en el que tú estabas dirigiendo un grupo. Esa tarde, a las cuatro de la tarde, a la hora del ensayo, entré por la puerta de aquel bar...

Estabas comiéndote una manzana, te digo.

Y nos miramos, me dices.

Así que de esa manera nos conocimos, te digo.

Sip, me dices. O si no, ¿qué tal si no tenemos historia? ¿Qué tal si no hay ninguna historia de cómo nos conocimos?

(Pasaste por delante de mi puerta. Yo estaba en la entrada leyendo mis emails. No estaba de buen humor, porque la noche anterior me había trasnochado y había terminado viendo un episodio de los años setenta de Cuentos de la cripta; era un episodio que había visto hacía treinta años, cuando apenas estaba en la adolescencia, y que no se me había olvidado. Era sobre una joven que había perdido a sus padres en un accidente de tránsito. Vivía una vida de abandono y desamor y, luego de una lección de piano con una profesora más bien insoportable, cuando va caminando a la casa de su antipática abuela, la sigue un hombre siniestro. Alguien está asesinando jovencitas. Hay una gran cantidad de tomas de lagos drenados y de policías con perros que buscan un rastro entre pastizales altos. La próxima vez que la muchacha sale, el hombre está ahí de nuevo. Otra vez la sigue. Para librarse del hombre la joven pide ayuda a una dulce viejecita que se encuentra por casualidad. La viejita parece mucho más dulce que la misma abuela de la joven. Así que la joven se van con la dulce viejecita y atraviesan un terreno vacío hasta llegar a una casa rodante en la que la dulce viejecita ofrece preparar una taza de té. La joven se instala en el lugar. Se siente segura por primera vez. Entonces alguien más entra. Es el hombre siniestro. Todo el tiempo el hombre y la viejita han sido cómplices. Y ahí se termina la historia.

Hace treinta años, esta historia que duraba unos treinta minutos me había aterrorizado. Treinta años después, la misma historia me ha hecho sentir rabia. Un personaje joven es sacrificado en un final horrible con el sólo propósito de construir una historia redonda. Había estado peleándome toda la noche en mi cabeza con la redondez y la tontería y el cinismo de la historia. Me había levantado tratando todavía de pensar en finales alternativos para la joven, otorgándole todavía un destino más abierto, un contorno más suave para todas las cosas que la rodeaban.

Estaba llevando sol en la puerta de la casa, leyendo mis correos. Pasaste caminando. Me saludaste con la cabeza. Tenías un morral en la espalda, oblongo, más grande que tu espalda. Te escuché abrir una puerta en mi misma calle, un poco más arriba. No mucho tiempo después escuché a alguien tocando algo hermoso en algún instrumento.

Era una música que yo conocía en mis huesos. Me arrastró. Cambió el aire. Entró en mi casa y transformó el cuarto en el que estaba en un lugar totalmente diferente.

Eras tú.

Deduje detrás de qué puerta vivías. Me paré afuera. Algo nuevo me hacía valiente. Sabía que eras más joven que yo. Sabía que yo tenía más edad que tú. Toqué tu puerta. Tú respondiste. Estabas comiéndote una manzana.)

La liberación absoluta, te digo ahora, en mi vieja cama contigo en mis brazos. Una historia sin historia. Sin adjetivos. Sin principio, sin medio, sin final. La libertad absoluta. El cielo absolutamente abierto.

Sin absolutos, me dices.

Sobre nuestras cabezas, a través del tragaluz abierto en el techo inclinado de mi cuarto: hojas, nubes, azul, vencejos.

 

A la mitad de la tarde voy hasta el cuarto de atrás y te encuentro en la ventana aprovechando un rectángulo de sol. Estás leyendo un libro. Me miras y bajas el libro.

Estoy tratando de ponerme un poco al día, me dices y guiñas un ojo.

Claro, te digo. Finalmente entiendo. Te estoy imaginando. Estoy inventando todo esto. Tú no eres real.

Ah, me dices. ¿Y qué tal si soy yo quien te está imaginando a ti?

Tú no eres la primera persona que me ha contado un cuento sin sentido, te digo.

Yo estoy antes de la historia, me dices. Yo soy pre-historia, post-historia. Puro cuento.

Es ya de tarde. Estamos otra vez en la cama. Es casi vergonzoso irse a la cama con alguien tantas veces en un mismo día.

Tú no eres la primera persona con la que me he acostado tantas veces en un mismo día, te digo.

Espero que no, me dices.

No eres la primera persona con la que he sentido como si todo fuera nuevo, te digo.

No voy a ser la última, me dices.

No eres la primera persona que piensa que puede salvarme, te digo.

Yo nunca he tenido semejante pretensión, me dices.

No eres la primera persona que trata de echarme en los ojos una poción mágica para hacerme ver las cosas de una manera tan diferente, te digo.

¿Ah? me dices.

Entonces pones la cara de inocente que sueles poner cuando pretendes lucir inocente.

No eres la primera persona con la que he tenido buenas conversaciones como ésta, te digo.

Ya sé, me dices. Has estado ahí, has hecho todo eso. Tienes mucha práctica.

Gracias, te digo. Y tú no vas a ser la primera persona en dejarme por alguien más o por algo más.

Bueno, pero tenemos bastante tiempo antes de que eso pase, si tenemos un poquito de suerte, me dices.

Y no eres la primera persona que, que, ah, que..., te digo.

...que te confunde? me dices. Bueno, tú no eres la primera persona en haber sido alguna vez herida de amor. No eres la primera persona que toca a mi puerta. No eres la primera persona por la que he apostado tan alto. No eres la primera persona a la que he tratado de impresionar con mi brillante representación de que en realidad nada me impresiona demasiado. No eres la primera persona que me hace reír. No eres la primera persona y punto. Pero eres la única persona en este momento. Y yo soy la única persona justo ahora. Eso es suficiente, ¿no?

No eres la primera persona que me lanza un discurso como ese, te digo.

Entonces nos morimos de la risa otra vez abrazándonos como por primera vez.

 

El día pasa sin que nos demos cuenta. Es verano y está oscuro afuera. Pero no falta mucho, según parece, para que vuelva a aparecer la luz.

Cuando bajo para preparar té veo que la mesa del comedor está todavía afuera, sobre la grama, bañada por la luna.

Se ve como algo fuera de lugar. Se ve como algo inseguro, anormal. La mesa cambia el jardín y el jardín la cambia.

Me sorprende, mientras la veo, que la mesa esté totalmente fuera de mi control. Quiero decir que hasta este momento creí que esa mesa me pertenecía. Ahora que la veo al aire libre ya sé que no. Por primera vez me doy cuenta de que tal vez nada me pertenece.

Si llueve esta noche la mesa no se va a dañar de inmediato. Pero si la dejamos ahí afuera por un tiempo suficiente se va a cuartear. Se va a partir en pedazos. Se va a manchar. Va a tener cantidad de grietas que las avispas y otras criaturas similares van a aprovechar para hacer sus nidos. Sus patas se van a ir enterrando en la grama y la grama va a ir subiendo por las patas. El monte la irá cubriendo. El frío y el calor la irán arruinando. La irá tapando un manto verdoso que la enterrará y brotarán matas encima de ella, se volverá vieja, será una ruina, un trasto destrozado.

No sé qué voy a pensar mañana o pasado mañana. Pero esto es lo que pienso en este momento exacto.

Eso es lo mejor que le podía pasar a cualquier cosa que alguna vez yo haya imaginado que me pertenecía.

 

Nota

  1. Puck y Ariel son personajes de Shakespeare. El juego de palabras muestra una confusión entre Puck, el nombre propio del personaje de Sueño de una noche de verano, y, puck, el disco que se usa para jugar hockey sobre hielo, por un lado; y, por otro, la confusión entre el nombre de Ariel, personaje de La tempestad, con un detergente para lavar ropa que le hace la competencia a otro detergente muy popular en el Reino Unido, Persil.