Inglés
Tres cuentos de Ali Smith

Comparte este contenido con tus amigos

La tercera persona

Los cuentos cortos duran mucho.

Éste es sobre dos personas que acaban de irse juntas a la cama por primera vez. Es otoño. Se conocieron en el verano. Desde que se conocieron han ido recorriendo el camino hasta ahora con una sensación de inevitabilidad; más que una seducción ha sido como si se hubieran encontrado en un cuarto muy pequeño, como un desván, un cuarto suficientemente pequeño como para que con dos personas nada más ya esté repleto. Y este cuarto tiene también un piano adentro. No importa dónde han estado ni qué han estado haciendo —encontrándose por casualidad en la calle, caminando por las aceras, yendo al cine, sentándose en la mesa de un bar—, es como si estuvieran en una pequeña habitación y dentro de ella, acompañándolos, enorme, omnipresente, como una chaperona anticuada, extraño y brillante, imposible de nombrar como un ataúd está el gran piano. Para hacer el más mínimo movimiento en este cuarto hay que encogerse para pasar por el mínimo espacio que queda entre la pared y el piano. El espacio que hay dentro del piano es una estructura de cuerdas y martillos que se parece al soporte de una cama o a un arpa que hubiera sido puesta de lado.

Eso es lo que han hecho, se han encogido para sacarse por fin las ropas con algo de vergüenza, se han deslizado bajo las sábanas de una pequeña cama doble, y no se sostienen ahora en otra cosa que su propia piel. Uno de ellos tiene incluso una gripe horrible y al otro no le importa. ¡Ah! el amor. Afuera, los árboles están mudos. Anochece. Son las cinco de la tarde. Pero ya hemos hablado demasiado de ellos. Es primavera. Es de mañana. En los árboles los pájaros cantan como locos. Una mujer que vive en una calle de casas con jardín, una calle en la que hay tantos carros estacionados que hace casi imposible el paso del camión de la basura, le acaba de dar en la cabeza con una pala de jardín al empleado del aseo que viene a vaciar los tachos de basura cada dos martes.

El hombre está en el piso. Le sangra la frente. Está confundido y perplejo. Se toca la cara y se mira la sangre en la mano. Se vuelve a poner la mano en la frente.

La mujer está recostada en la pala como si la pala, que está sobre el pavimento, estuviera enterrada apenas en la tierra y ella estuviera simplemente arreglando su jardín y se hubiera tomado un momento para contemplar el trabajo que ha hecho. Parece como de sesenta años. Parece una mujer rica. Parece demasiado vieja, demasiado decente, demasiado bien vestida para haber hecho lo que acaba de hacer. Alrededor de ella, y también alrededor de él, se están reuniendo los colegas que se han bajado del camión. Están con las bocas abiertas, dudando entre la risa y la furia. El conductor del camión está colgando, con un pie en el estribo, de la puerta de la cabina que oscila detrás de él. Todos los hombres usan el mismo overol verde de los empleados municipales. Es verano. Es de tarde. Los árboles son distintos aquí. En una de las calles secundarias de un centro vacacional en el Mediterráneo, dos mujeres están comiendo en un restaurant de destartaladas mesas de madera. La mesa en la que están sentadas se balancea a uno y otro lado cada vez que una de ellas corta algo en el plato. La calle es empinada. Una de las mujeres está bastante más arriba en la pendiente que la otra, aun cuando apenas están separadas medio metro.

Las mujeres están coloradas después de cuatro días de llevar sol. La que está más arriba está todavía asombrándose del modo tan distinto que saben los tomates aquí, del modo como todo sabe tan diferente aquí. Todo sabe a sol. La otra, la que está más abajo, está comenzando a preocuparse por lo que hará cuando empiece a aburrirse de comer ensalada griega, porque no hay nada más que le guste en el menú pero no hay otro restaurant en el lugar que luzca mejor que éste, no realmente, e incluso está por verse si será posible conseguir mesa aquí para esta noche.

Unos niños gitanos van de arriba a abajo de la calle, como todas las noches, pero esta noche el ruido de los acordeones que tocan para pedir limosna ha sido casi superado por el que hacen los americanos. Los americanos son militares de vacaciones. Lucen astutos y tímidos, lucen educados y buscapleitos, y como si acabaran de salir de la escuela. Lucen tan jóvenes e inmaduros que es casi un crimen. Las mujeres se han enterado, escuchándolos hablar de lejos, de que están aquí para acostumbrarse al sol y al calor antes de que los manden al Golfo. Cuando las mujeres le comentan al mesonero la cantidad de gente que hay esta noche en el restaurant, esa es la explicación que les da el joven.

Tres barcos, varios miles de soldados, llegan al puerto del centro turístico. Así que los bares de los alrededores desenvuelven sus grandes botas por la mañana y las ponen sobre las mesas y entonces todo el mundo sabe lo que está pasando, y las grandes botas atraviesan el pueblo como un fuego. Y luego los soldados se irán en dos o tres días y las botas serán envueltas de nuevo en papel y guardadas hasta que regresen los barcos.

El mesonero alzó los hombros. Las mujeres asintieron y se mostraron interesadas. Cuando se fue el mesonero, se miraron e hicieron gestos para dar a entender que ninguna de las dos había entendido de lo que estaba hablando.

Ahora hay una niña parada al lado de la mesa. Está trabajando en las mesas de este restaurant junto con un niño de unos diez años que repite una y otra vez la misma cantaleta que suena perfectamente italiana en su acordeón tamaño infantil. Parece un desinteresado hombre de negocios cuando, al final de cada toque, extiende su mano pasando por cada una de las mesas. La niña que está recostada en el borde de la mesa de las mujeres es morena, muy bonita, muy joven, tal vez tiene sólo cinco o seis años. Dice algo que ellas no entienden. La mujer que está más abajo en la pendiente sacude la cabeza y le indica con un gesto a la niña que debe irse. La mujer que está más arriba levanta de la mesa el libro de frases de la guía de viajes. Lo hojea. Ya soo, dice mientras busca en el libro. La niña sonríe. Habla en un inglés tímido. Dame plata, dice la niña sonriendo. Lo dice de una manera seductora, casi en un susurro. La mujer encuentra la página que estaba buscando.

¿Pos se leneh? dice la mujer.

Dinero, dice la niña.

Se recuesta sobre la pierna de la mujer y pone la pequeña mano sobre su brazo. La mano es muy morena, quemada por el sol. ¿Poso khronon iseh? dice la mujer y luego le dice a la otra mujer, le estoy preguntando qué edad tiene.

Cuando van a pagar, la mujer que está más arriba se da cuenta de que los euros que tenía guardados en el fondo del bolsillo ya no están ahí.

No están en ninguno de sus otros bolsillos.

Entonces recuerdan a la niña alejándose y llamando al niño del acordeón, y luego a los dos desapareciendo entre los cientos de soldados de vacaciones.

Fue un robo perfecto, una obra de arte tan bien realizada que su ejecución fue invisible. Por todo el camino de regreso al hotel, la mujer que estaba sentada más abajo, la que no le robaron el dinero y que tuvo que pagar por la comida, estará molesta por haber presenciado un robo tan perfecto y sin embargo haber sido incapaz de verlo. Se va a culpar a sí misma por no haberlo visto. Va a sentir otra vez, cuando regresan al hotel, la profunda injusticia de su propia vida, mientras la mujer que estaba sentada más arriba, caminando a su lado, discute por el celular por todo el camino de regreso a las diez de la noche con el servicio de 24 horas de su compañía de seguros. Ninguna de las dos va a notar que los bares y tabernas que dan hacia el puerto turístico por donde caminan, son lugares llenos de extraños y gigantescos vasos para tomar cerveza, vasos de medio metro de alto; en todas las barras, en todas las mesas, jarras de cerveza en forma de botas de siete leguas, con pasadores y hebillas transparentes esculpidas en el vidrio del que están hechas. Es invierno. Los árboles están desnudos. Un hombre y una mujer han ido a ver una obra de teatro. Él compró las entradas hace meses, en el verano. A ella le encantan esas cosas. Pero su tiempo como pareja se está acabando, y el hombre lo sabe, porque ha visto cómo la mujer ha comenzado a despreciarlo. Se dio cuenta el sábado en la tarde, cuando él estaba cortando calabacines en tiras para un sofrito. Lo vio atravesando su cara. Él piensa que el final de su amor tiene algo que ver con el modo como corta los vegetales. No sabe a qué más atribuírselo. Le ha hecho sentirse incómodo en su propia cocina, y esta noche, cuando comieron juntos en un restaurant cerca del teatro, no pudo tocar ninguna cosa verde que estuviera en el plato.

En el escenario una mujer se ha disfrazado para encontrarse con su amante en el bosque; el amante fue expulsado por el Rey, que es el padre de ella. El bosque se hace tupido. El argumento es cada vez más ilógico. Ella se toma lo que cree que es una medicina y cae en un sueño tan profundo que parece la muerte. Sus amigos del bosque la ponen en una tumba, creyendo que está muerta. Todos cantan una canción alrededor del cuerpo. La canción habla de la muerte como el lugar en el que ya no hay más temor. Cuando escucha la canción el hombre en el público comienza a llorar. No puede evitarlo. La canción es tan conmovedora. Ella le toma la mano. La sostiene. Él deja de llorar.

No se atreve a abrir los ojos, por si al abrir los ojos ella le suelta la mano. Alrededor de él, en la oscuridad de sus ojos cerrados y después, cuando las luces del teatro de pronto se encienden, y la claridad atraviesa sus párpados cerrados como si estuvieran abiertos, como si los párpados no ofrecieran ninguna protección, hay un aplauso repentino. Es el intervalo. La obra está justo a la mitad. Es verano. Las noches son largas e iluminadas. En este momento es la hora de breve oscuridad que hay justo antes de amanecer. Una mujer joven se despierta al lado de su nuevo amante y ve a alguien sentado en la oscuridad al borde de la cama. Es una anciana que mueve las manos, tejiendo. La mujer joven sacude despacio a su amante. No se atreve a decir nada en voz alta para no asustar a la anciana. Pero su amante está profundamente dormido.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, ella le describe a su amante la imagen que vio en la noche. Parece mi madre, dice el amante. La madre del amante ha estado muerta por más de una década. ¿Estaba cantando? pregunta el amante. Sí, dice la joven, sí estaba, definitivamente estaba cantando. ¿Qué cantaba? pregunta el amante. No sé, dice ella, pero sonaba algo así como esto.

La joven canta una melodía, inventándola a medida que la canta. Trata de que suene como una verdadera canción. Es una mezcla de canciones que su madre escuchaba cuando la joven era una niña.

No, creo que no conozco esa canción, dice el amante. Cántala otra vez.

La joven tararea un poquito otra vez, pero no es la misma melodía que cantó antes porque no se acuerda de lo que acaba de cantar. Ve cómo su amante arruga la cara. Canta otra canción inventada. Trata de que suene como el tipo de canción que la madre de su amante cantaría.

No, definitivamente esa no era mi madre, dice el amante. El amante pone la taza de manera tan decidida sobre el plato que la joven sabe que el tema ha sido cerrado. La joven está desilusionada. Ahora quisiera realmente que la imagen que estaba al borde de la cama hubiera sido la madre de su amante. ¿Qué tal si era tu madre y estaba cantando una canción que tú no conoces?, dice. Debe haber algunas canciones que tu madre conocía y tú no. Es verano, pero hace frío, un frío de verdad notable. Esta noche hace un frío casi helado. Un hombre le está contando a un amigo la muerte de un soldado. El soldado que ha muerto era diez años más joven que el hombre y era un niño del barrio cuando el hombre era un adolescente. Murió en un accidente de carretera, según dice la prensa. El hombre sostiene un periódico doblado. En la página cinco hay un reportaje sobre la muerte de un soldado, pero como la familia del soldado ha pedido que se respete su privacidad, no hay nombres, aunque todo el mundo en el vecindario sabe de quién habla el artículo del periódico. Murió en una lucha heroica, dice. ¿Qué lucha heroica? dice el hombre. Alrededor de ellos la gente conversa y se ríe. Yo lo ayudé a construir una carrucha, dice el hombre. Le puse un viejo volante y le amarré un cable a las ruedas para que pudiera manejarla. Yo tenía diecisiete años. Después, cuando él creció, decidimos ignorarnos. Quiero decir, si nos encontrábamos en la calle. El amigo del hombre asiente con la cabeza. No sabe qué decir. Es tan extraño, dice. Es tan. Es. Es primavera. Es una tarde temprana de abril, la primera tarde tibia de abril. Un hombre está en el techo de su apartamento con una manguera, tratando de bañar con un chorro de agua a un gatito blanco y negro. Cuando el agua le pega al gato, el gato salta en el aire y corre un poco, y luego se devuelve, se detiene y se queda mirando al hombre.

¡Vete! le grita el hombre. Hace señas con la mano en el aire. El gato no se mueve. El hombre le lanza otro chorro de agua. Moja al gato. El gato vuelve a saltar sorprendido, camina unos pasos, luego se para y se devuelve para mirar otra vez al hombre con sus inmensos y estúpidos ojos de gato.

¡Epa! dice una voz.

Es una voz bien alta, como un grito.

El hombre mira alrededor, a los techos y los jardines de las otras casas, pero no ve a nadie.

¡Vete! le grita otra vez al gato. Sacude un pie en el techo.

Después de perseguir al gato por todo el pasillo de atrás con el chorro de agua, el hombre atraviesa el techo recogiendo la manguera. Entra por la ventana y sacude la punta hacia afuera. En ese momento es que ve al niño, o tal vez es una niña, montado de uno de los árboles de las casas de atrás.

El niño o la niña tiene bajo el brazo algo que parece un libro o una caja. Tal vez son galletas. El hombre lo o la mira buscar una vía segura para bajar de lo alto del árbol, moviendo el paquete de uno a otro brazo, pasando con mucho cuidado de una rama a otra hasta que está cerca del techo del cobertizo del jardín de abajo. Entonces el niño o la niña se desliza hacia abajo y sale de su vista.

Esa noche el hombre no puede dormir. Da vueltas en la cama. Se sienta.

Un niño piensa que soy un hombre cruel, se dice a sí mismo.

A la mañana siguiente casi llega retrasado al trabajo, no sólo porque se levanta después de la hora habitual, sino también porque se para en el techo por varios minutos y termina saliendo más tarde que de costumbre. Regresa del trabajo en taxi, y aunque llega a la casa media hora más temprano y se va directo al techo, está lloviendo, y hace mucho frío, mucho más frío que ayer.

No hay manera de que un niño se suba a un árbol en semejante clima. El árbol estará demasiado resbaloso. No tendría sentido sentarse en un árbol en medio de la lluvia.

Los árboles están ya casi sin hojas. Dentro de poco será verano. Las puntas de las ramas lucen como hinchadas contra el cielo gris, como iluminadas o como si las hubieran pintado con una pintura brillante.

No parece que vaya a salir el sol. No parece que vaya a suceder nada esta tarde.

El hombre decide que va a esperar en el techo por un rato, sólo por si acaso.

 

La tercera persona es otro par de ojos. La tercera persona es el presentimiento de dios. La tercera persona es una manera de contar la historia. La tercera persona es una forma de recuperar a los muertos.

Es un teatro de gente viva. Es un robo inocente y en miniatura. Son miles de botas hechas de vidrio. Es un total misterio.

Es un arma que tiene la forma de una herramienta.

Viene de la nada. Sucede sin más ni más.

Es una caja para la música interminable que existe entre la gente, esperando a ser tocada.