Me gusta fumar tabacos. Fumo tabacos desde que tengo 19 años. Y una de
las cosas que más me ha acompañado es esa preferencia. Recuerdo, en una
ocasión, haber visto una fotografía en que Paul Valéry (un gran fumador de
pitillos, igual que su maestro Stephan Mallarmé) jugaba con el humo entre
los dedos, como si el humo articulase un lenguaje secreto y llegase a
animarle y ofrecerle una conversación. Lenguaje del humo: en columna,
símbolo del camino de la hoguera hacia su sublimación; alma separada del
cuerpo; relación entre la tierra y el cielo. A tiro de piedra del Paseo del
Prado, fuma y escribe: El humo que se destrozó en el crepúsculo / al
apuntalar los tejados escalonados, / cómo reaparecerá. Si todo es
fugaz, fugitivo, ¿qué decir del humo? Más inseguro que el barro, su
antítesis, participa por un instante de la respiración y, finalmente, casi
enseguida, se pierde. Mientras dura, mezclado con el aire quieto de la
habitación, surge la imagen de una casa, de otra casa, acaso más verdadera,
a cuyo frente no puede aparecer el gamo que apuntalaba el cielo, pero sí,
dentro de ella, como vistos a través de cristal esmerilado, el cuerpo
ceñido por un hilo, un hilo, una cuerda donde el hombre salta. El hilo,
otro modo de ser del humo, conexión pasajera entre la noche y sus
fragmentos, la sal y el fuego, el lodo y la cal, el cuarzo y la sandalia,
el unicornio y la mariposa, en fin, entre la carne y la luz que lo aligera.
Ahora busca un espejo. Cada espejo es remolino y refleja siempre una mano
que se hunde en el agua. Pero, además, está el fulgor. Lo que lleva, de
pronto, a subrayar en un pasaje cien veces visto y en la vez cien recién
descubierto, una frase: Sucede, quieras o no quieras. Suceden la
evaporación, las burbujas, el golpe del martillo, el ornamento, la lengua
del ofidio, el azar y la caída, el clavo del que cuelga el sombrero, el
coral, el vino de las cavernas —que sólo bebió Rimbaud—, el tedio, el
bosque, Klimt, la exhalación, la quimera, el dialecto. Y todo, cada cosa,
humo nacido en el estío, y que acabará en el invierno, como odios que se
diluyen como por debajo del mar.