Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 105
19 de enero de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Sala de ensayo
Los rostros de los niños
Un ensayo sobre la obra de Lewis Carroll
y Alicia en el País de las Maravillas

Carlos Dimeo

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Los rostros de los niños representan las más significativas imágenes de un "alma" que perdura en el misterio de su propia ensoñación. De un alma que a la vez es ligera y que está renovada. Lewis Carroll habría presumido ir al encuentro de su propia infancia en las historias que cuenta a la pequeña Alicia Liddell, pero esta presunción parece que nunca estuvo anunciada, hubo una especie de deseo interior, secreto, por la confluencia de imágenes, tanto de la niña Alicia Liddell como del propio Carroll, y por supuesto también hubo allí una transformación y una transferencia. El paso de un lado al otro, el trámite, la acción, la osadía, la perturbación, la inclinación, las sensaciones, la virtud, el ocio, el sacrificio, el desinterés, la alimentación, el descanso; son algunos de los signos que se desplazan en la obra literaria y fotográfica de Carroll. Del otro lado, en la contratapa, ocultamente, de incógnito, sólo por la referencia, por aquella imposibilidad de no dejar de ser; aparece el reverendo.

Lewis Carroll

El reverendo Dodgson, que en cambio está representado por el silencio, por lo pedagógico, por lo invisible, por el fantasma, en el reverendo no hay pase, no hay transferencia, no hay alma de ensoñación. El reverendo sólo representa la unidad de un alma desaparecida. El adulto que ya no puede estar en el otro lado del espejo. El reverendo es en todo caso la conciencia de Carroll, la moral y la ética.

De manera que hay en Carroll dos rostros, dos espejos, dos unidades. Esta ambivalencia del espíritu, visto desde la fenomenología de Bachelard, augura un lugar para el cuento y el retrato. En el cuento el escritor pone de manifiesto el doblez que tiene el rostro, las múltiples imágenes de infancia que se esconden. El rostro de Alicia es pues en este sentido un maquillaje, a la que también pone un vestuario y en algunas ocasiones una máscara. El alma fundida muestra un rostro fundido, un rostro esperado para después. Alicia Liddell, y Alicia en el País de las Maravillas están así, revestidas, retocadas. En realidad Carroll revestía a todas las niñas y con ello anunciaba los posibles rostros, con ello anunciaba otras ensoñaciones.

Alice

Niña de pura y apacible frente
Y de asombrados ojos soñadores,
Aunque el tiempo es veloz y una del otro
Estemos separados la mitad de una vida
Tu adorable sonrisa acogerá, gozosa,
El presente adorable de mi cuento...

Observemos desde esta mirada los adjetivos añadidos a las cualidades del rostro de la niña que vemos, apacible frente, asombrados ojos soñadores, una del otro, adorable sonrisa, que además también es gozosa. Ya los últimos son, penetran en el alma del personaje y también del niño. Todos aluden a desplazamientos indirectos de la experiencia del poeta que no ve la descripción del rostro, sino su propia interioridad. Aquello que el espejo del alma le dice. Más adelante Carroll añade:

Ya (no) veo tu rostro deslumbrante
Ya (no) oigo tu risa plateada
(No)
habrá lugar para un recuerdo mío
En años juveniles que se te avecinan

La presencia del rostro brillante y plateado describe una cierta candidez del alma, pero también es el alma del poeta elevado. Y allí al mismo tiempo se anuncia una desaparición del rostro, por supuesto la melancolía profunda por el deslizamiento de la imagen, por la pérdida del recuerdo. La contraposición textual entre no veo y rostro deslumbrante, la siguiente entre no oigo y risa plateada y la última entre no, lugar, y recuerdo mío. La pérdida del rostro simboliza en Carroll la pérdida de la infancia, la pérdida de la naturalidad y por supuesto la caída del poeta. En la imagen antes presentada, la sonrisa se ha esfumado y la mirada arguye una especie de profundidad misteriosa, desconocida, el poeta se consume en la desaparición del rostro porque también lo conduce a la anulación del yo. Precisamente pareciera que el poeta ha perdido el ensueño, ya no puede atravesar el espejo, porque no puede reconocer su propio reflejo. El poeta ha perdido el rostro de sí mismo y el rostro que se refleja. El rostro de la infancia refleja el alma del poeta, mi alma es mi rostro. Cuando Carroll ha perdido el rostro ya no quedan lugares en Alicia para un recuerdo de él. En años juveniles que se te avecinan, dice Carroll, la juventud de Alicia ya no permite al poeta vagar por el ensueño con libertad. "En nuestra infancia el ensueño nos daba la libertad". Y llama la atención que el dominio más favorable para recibir la conciencia de la libertad sea precisamente el ensueño.

En la juventud, Alicia perderá la libertad que el sueño le ofrece. Porque las imágenes ya no son lo que insinúan, lo que el ensueño dejó en la niñez.

Alice

El rostro dibuja una expresión de pérdida de la libertad. Los ojos de Alicia Liddell ya no reflejan la posibilidad que antes el propio Carroll le dejó a través del espejo, la mirada marcadamente profunda, honda, la boca pequeña y firme, sin la sonrisa. La nariz perfilada hacia un costado. La fuerza interior del alma es ya la fuerza terrenal. Ahora lo femenino se trasluce con niveles semánticos distintos. La posición de sus manos al tomar la bata, la mano en la cintura, la expresión del rostro duro, la piel como de papel arrugado pero fuerte. Es evidente que el sueño se ha esfumado, que quien está en la foto no es la Alicia del País de las Maravillas, que la que allí está ya no puede atravesar el espejo. Alicia nos impide recordar, al menos esta Alicia que vemos aquí, nos impide recordar aquella que en el sueño pudo atravesar a su propia conciencia.

"Y mientras continuaba así sentada con los ojos cerrados, casi creyó encontrarse realmente en ese país maravilloso, aunque sabía que con sólo abrirlos todo recobraría su insulsa realidad: la hierba, agitada tan sólo por el viento, y las ondas del estanque, azotadas por los juncos de la orilla; el tintinear de la porcelana se tornaría en los cencerros de las ovejas un rebaño vecino, y los gritos agudos de la Reina en la voz de un pastorcillo, y los estornudos del niño porcino, el graznido del Grifo y todos esos otros sonidos tan notables, se convertiría (lo sabía) en el confuso clamor del activo corral de una granja vecina, mientras que a lo lejos, el mugido de unos bueyes tomaría el lugar de los sollozos acongojados de la Tortuga Artificial.

Por último pensó en cómo sería en el futuro esta pequeña hermana suya, cuando se convirtiera ya en una mujer, y en cómo se conservaría a lo largo de sus años maduros el corazón sencillo y amante de su niñez: reuniría en torno suyo a otros pequeñuelos futuros y les alumbraría los ojos con las maravillas de otros muchos y curiosos cuentos, quizás incluso con esa misma aventura de un ensueño ya lejano; sentiría todas sus pequeñas tristezas y se alegraría con sus pequeños goces, recordando su propia infancia y los alegres días del estío de antaño" (Carroll, pp. 193-194).

También hay una recurrencia directa desde la fotografía, la fotografía oculta en el fondo la esperanza de poder retratar el sueño de Alicia. Quedan en Alicia la permanencia de los recuerdos de la infancia, también la idea del sueño y la virtud de tener un "rostro". Pero los rostros de la infancia de Alicia son un espejo del Alma de Carroll, y una incesante recuperación del camino perdido, un reflejo propio de la soledad, hacia donde vamos. También en el espejo del alma podemos regresar a las ensoñaciones de la infancia. El espejo y el alma tienen un poder. En el espejo del alma como en la foto "guardamos en nosotros una infancia potencial" (Bachelard, p. 153). Por ello más que el reverendo Dodgson o el matemático o el experto ajedrecista, la verdadera alma que habita en Dodgson es la de Carroll. Lewis Carroll tiene el alma del poeta. Porque el sueño y el espejo sueñan hasta la última posibilidad. En Alicia en el País de las Maravillas nos conmueve la posibilidad de este sueño, pues el lector también atraviesa el espejo, también está reflejado en el propio sueño, que es al mismo tiempo la imagen.

Es lo que Bachelard anuncia como el cogito del soñador. El cogito del soñador es tener la certeza de que algún día podremos regresar, salir nuevamente del propio espejo, pero también hay al mismo tiempo un cierto poder de atracción que nos lega, que nos suspende, que nos atomiza a la idea de permanecer en el sueño. El espejo nos invita a no mirarnos en él sino ya a ser una parte profunda de él mismo, el espejo nos invita a ser una de las cuantiosas imágenes que no podemos ver cuando estamos de este lado. Tanto en la foto como en sueño esta posibilidad está abierta a la infancia. Carroll toma la foto para retratar la infancia, para dejar la infancia plasmada como en el sueño para obtener el cogito del soñador, que como dijimos sólo es posible en el cogito alma del niño, de la niñez de la infancia. Para Carroll la infancia no está representada por la inocencia, la pureza, la puridad. Más bien en el sentido nietzscheano, para Carroll la infancia no es una moralina, no se puede contener en ella misma. La infancia en Carroll está proscrita a una mirada sugestiva de valor o de ética. En la infancia de Carroll, en su visión de la infancia, la imagen, el daguerrotipo percibe la cuantiosa luminosidad de la conciencia del alma del niño. Carroll supone al infante, el propio lugar de un soñador que puede traspasar al "País de las Maravillas", al mundo del otro lado, al mundo que es el doble, que está debajo de la solapa, al mundo del propio espejo. La infancia para Carroll es un rostro. Los ojos es el espejo del alma, el alma refleja la vida. "Así hay una comunicación entre un poeta de la infancia y su lector mediante la infancia que dura en nosotros. Esta infancia permanece como una simpatía de apertura a la vida, permitiéndonos comprender y amar a los niños como si fuésemos sus iguales en primera vida" (Bachelard, p. 153).

"—Ahora veamos, gatito: pensemos bien quién fue el que ha soñado todo esto. Te estoy preguntando algo muy serio, querido mío, así que no debieras de seguir ahí lamiéndote una patita de esa manera... ¡Como si Dina no te hubiera dado ya un buen lavado esta mañana! ¿Comprendes, gatito? Tuve que ser yo o tuvo que ser el Rey rojo a la fuerza. ¡Pues claro que él fue parte de mi sueño!..., pero también es verdad que yo fui parte del suyo. ¿Fue de veras el Rey rojo, gatito? Tú eras su esposa, querido, de forma que tú debieras de saberlo... ¡Ay, gatito! ¡Ayúdame a decidirlo! Estoy segura de que tu patita puede esperar a más tarde. Pero el exasperante minino se hizo el sordo y empezó a lamerse la otra. ¿Quién creéis vosotros que fue?" (Carroll, p. 183).

Alice

La imagen de la infancia está perturbada por cierta candidez, por cierta inocencia, por cierta despreocupación. Pero en el rostro, en el retrato del rostro Carroll "presupone" captar la imagen propia del soñador y del infante y de una mirada que ya no es inocente, que ya no es cándida. "Para alcanzar los recuerdos de nuestras soledades, idealizamos los mundos en los que fuimos niños solitarios. Darse cuenta de la idealización real de los recuerdos de infancia, del interés personal que tomamos en ellos, es, pues, un problema de psicología positiva" (Bacherlard, p. 153). Esta imagen de una supuesta candidez de la niñez se regocija en las imágenes de un animus blanco, de un ánima que no se contempla a sí misma.

 

La ruina de la memoria

A veces es mejor perder la memoria que recuperarla, o a veces la memoria se pierde para no re-encontrarse nunca, ni siquiera con ella misma. No es una conciencia la que decide sobre este particular, al menos no es una conciencia en el sentido como la racionalidad occidental presume que se muestra la conciencia. Es decir: ordenada, perfecta, instrumental. Lo que no está de manifiesto precisamente en la obra de Carroll, y ni en el mismo Carroll, es esta conciencia que pudiera hacer frente a la memoria perdida. Carroll no acude en búsqueda de un propio yo, o de una conciencia de sí. Es probable que Alicia pueda representar en el fondo un hallazgo de los propios sentidos de la conciencia, pero en todo caso Alicia nunca desea realmente salir del sueño, sino que al igual que en el cuento de hadas, Alicia va disfrutando cada uno de los momentos por los que pasa y por los que vive. "La memoria es un campo de ruinas psicológicas, un revoltijo de recuerdos". Este tema de Bachelard es un tema de intensas remembranzas en el espíritu de una filosofía nietzscheana, tanto la ruina como la deriva persisten en la idea de una pérdida, de una caída que no encuentra un aliento posible. En realidad, Alicia Liddell, como Alicia la del País de las Maravillas, también cae como se cae en el propio sueño. Cuando vamos hacia el sueño de repente descubrimos que vamos en caída. Pero la pérdida tampoco es, para Carroll, al menos desde la literatura, un lugar para el encuentro de la diferencia, no simplemente porque así sea, ni tampoco porque Bachelard, Dodgson o Carroll estuvieran un tanto cerca de alguna fórmula sobre la psicología de su alterno y hondo interlocutor, sino porque esta visión de profunda ruina supone también un resto, un vestigio que marca la idea de cierta continuidad, de cierto esplendor, o luz que avizora (ilusoriamente) una estabilidad de ser, un acercamiento especial a este momento.

Se puede observar esta persistencia de las imágenes sobre una ruina de la memoria, en una carta que el reverendo Charles Dodgson envía a la señora Hargreaves, una carta que "impulsa" al reverendo y tal vez a su propio doble Carroll, a hablar sobre Alicia Liddell. La carta está fechada hacia el 1 de marzo de 1885 (aproximadamente); podemos detectar allí esta idea de ruina de la memoria, poco estruendosa pero afirmativa, de la tesis sobre el retorno a una infancia como un retorno a una memoria de la unidad, de lo que es constitutivo propiamente dicho. Bien, entonces en esta carta de la duplicidad Lewis Carroll o Dodgson anuncia allí:

"... Querida Sra. Hargreaves: me imagino que esta carta le llegará casi como una voz de ultratumba, después de un silencio tan largo. Sin embargo, no se ha producido ningún cambio de que yo pueda darme cuenta en "mí" facultad de recuerdo de los tiempos en que manteníamos correspondencia..." (Carroll, p. 46).

Es singular que la foto sugerida para esta carta sea la niña sentada de costado; no importa si la escogencia estuvo ya prelimitada por Carroll o por el editor, en todo caso, es singular cómo esta foto de Alicia Liddell representa, al menos en lo profundo de la memoria, su propia ruina. Vástago que espera restablecerse, que espera con ansia reconfigurarse. Hay también en la carta un anuncio de la primera memoria, la memoria de la infancia. Puesto que esta memoria es la que se mantiene como unidad. El hombre tiene ya sus propias ruinas porque es el propio desvanecimiento de la unidad psicológica, moral, humana. El alma se desvanece a través del espejo, también a través del sueño. El soñador consciente teme no poder regresar del otro lado. El soñador de la infancia aspira a sólo estar del lado del sueño, es decir del otro lado del espejo, fuera de la conciencia, y del yo, en el propio lugar de la infancia.

La unidad no es propia sino de la misma infancia, es posible que Carroll haya ido hacia un rescate de la unidad de ser a través de la inmaculada Alicia Liddell, pero en el momento de mayor fragilidad de la memoria el recuerdo persistente de "todo tiempo pasado fue mejor" asume una nueva percepción del ser. Y, ojo, sólo este paso es posible cuando ya la ruina es vista por el yo mismo, por la conciencia, y entonces el sueño es la posibilidad de una nueva construcción. ¿Acaso no es esto lo que pasa con Lewis Carroll y Alicia Liddell? Tanto en Alicia en el País de las Maravillas como en Alicia a través del espejo, la reconstitución de un ser a través de lo onírico esperan aprehender la unidad del niño, unidad no por homogeneidad sino por la divergencia propia de una persona en constitución. El niño puede soñar y elevarse en su sueño sin temor al espejo, en cambio el adulto ya configurado con una conciencia desciende a la profundidad de un sueño. Además, en esta carta persisten algunos signos de la "ruina de la memoria" (Bachelard); cierta conformación del texto predice esta idea en el fragmento escogido de la carta de Dodgson, Carroll allí está solapado, podemos destacar todavía algunas ideas o imágenes que construyen esta idea de la memoria en ruina. Por ejemplo, dos imágenes que se confrontan allí en ese espacio son:

Voz de ultratumba
Silencio tan largo

Ambas pertenecen a esta desaparición de la memoria como recuerdo de la unidad, la idea voz de ultratumba en esta fenomenología de la infancia pertenece al espacio de una realidad no conocida, oscura, de un mundo, un cosmos poco liberado, subyugado a la idea del sueño para dormir y de lo onírico como un lugar sin escapatoria como un laberinto de escondites infinitos, por cierto propio de la cualidad del espejo. A voz de ultratumba añádale ahora silencio tan largo. Ambas imágenes, pues, son identidades de precisión del mundo oscuro, del mundo hondo, de una profundidad que se escapa de la conciencia, de la memoria, de la realidad. En este juego, lo que se solapa, lo que no se dice, parece que al igual que el espejo y el sueño, se develan y dialécticamente se ocultan. Así como en el espejo siempre hay algo que se devela pero al mismo tiempo hay algo que no puedo ver, que no puedo descifrar. Un espíritu críptico, un palimpsesto persistente en el tiempo. Un propio enigma. Así que voz de ultratumba y silencio tan largo persisten en la idea fija de un olvido, de una ruina psicológica, como la ya predicha por Nietzsche en Genealogía de la moral. De este lado de la carta la foto de la niña construye la imagen de un no querer dejarse ver por el otro. La mirada hacia abajo, como perdida aunque no la vemos, la mano en la silla, y un fondo grumoso, poco definido, no conceden al hombre adulto que quiere, que desea la unidad al ver la foto, no concede al hombre adulto sino la persistencia de una oscuridad, de una desintegración. Más adelante, Carroll, que no Dodgson, dice entonces sin embargo y la oposición dialéctica o de paradoja supone una contradicción en la memoria de la conciencia que produce una imagen de choque y de cambio. "...Sin embargo, no se ha producido ningún cambio del que yo pueda darme cuenta en en mi facultad de recuerdo..." (Carroll, p. 46). Nuevamente el doblez, la doble página, se hace presente, se constituye como paradoja, y al mismo tiempo como necesidad de un restablecimiento cordial con el mundo de la memoria y de la verdad. Imagino que hubo un tiempo de agobio para Carroll, de tormento, de falta, de pérdida. La imagen reflejada en el espejo anuncia la rotura con el mundo, con la realidad, y por supuesto con la verdad de una memoria que me refleja como totalidad y no como fragmento. En síntesis, es idea de "...en mi facultad de recuerdo...", anuncia separación y comunión, unidad y digresión, paradoja y dialéctica de una imagen que no se puede resolver ni en el mundo de lo onírico. Hay un espacio de lo poético que pertenece esencialmente al mundo onírico, hay otro que pertenece al mundo del sueño no por ello menos poético, pero sí más leve, más suave. El onírico no intenta la recuperación de la unidad de la imagen, no intenta restablecerse, el sueño en cambio aspira a elevarse, aspira a salir pronto del sueño, por temor a caer en la profundidad, por temor a caer en el abismo. El soñante empieza a soñar en una caída, entonces hay placer de ir hacia una profundidad; el que se adormece, el que dormita, padece de una terrible inestabilidad áurea. Pero Alicia Liddell y Alicia en el País de las Maravillas no suspenden el valor de soñar, su sueño es profundo y hondo, constante y múltiple, y a pesar de los caminos a recorrer y de las incertidumbres infinitas del sueño Alicia se compensa con el reflejo de su imagen propia. Cierta memoria de la infancia no está suspendida por la vida, memoria e infancia son dialécticas en sí mismas. En Carroll esta memoria perdura a través de Alicia, y el término de la infancia puede llegar a surtir un efecto trágico en la personalidad del escritor. "Nueve de cada diez de mis amistades infantiles naufragan en el momento en que se unen los caudales de los dos ríos, y estas amigas-niñas tan afectuosas se convierten en amistades sin interés que yo no quiero volver a ver..." (Carroll, s/f). En el mundo nostálgico el adulto prefiere hacer caso omiso de los recuerdos de ensoñación, pierde el soñador su virtud de pasar al otro lado del espejo. Constante es el olvido de Alicia en la medida en que la historia transcurre, constante al confundirse con los elementos de la historia. En Alicia en el País de las Maravillas el concepto de unidad se rompe, se destruye. Alicia crece apasionadamente, y el final de la obra pareciera significar no sólo el final del sueño, sino quizá una imposibilidad de apropiarse de las imágenes del espejo. Es que la confusión de Alicia de algunas acciones revela que la memoria olvida, que la memoria abandona, se extravía por no ocuparse de otras formas que pudieran atormentar al hombre. La infancia representa en Alicia otro mundo distinto del que ya hemos conocido. El alma de Alicia ahora en el País de las Maravillas está revolucionada. Realmente Alicia ha cambiado en el sueño y se permite cosas que no son tan infantiles. Hay pues una oniria, digámoslo así, y un sueño, hay distancias tomadas entre unos y otros, pero también uno puede ser regreso del otro y uno paso para el otro, y el otro paso para un descollar de imágenes, de sin espacios. Un lugar entre la oniria y el sueño.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 2 de febrero de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes