Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 105
19 de enero de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Un lugar exacto
Álex E. Peñaloza Campos

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A mi hija Xela

I. El camino

Cuando conocí a Aurora Ruiz nunca llegué a imaginar el cambio tan drástico y brusco que en el transcurrir de los hechos que a continuación paso a relatarles daría a mi existencia. No viene a la esencia básica de esta narración el detallarles a los amigos lectores las circunstancias en las que entablé contacto con ella por primera vez; así como tampoco el cómo y cuándo llegamos a fructificar una hermosa, verdadera y duradera amistad, que al devenir de los años se fue convirtiendo en una especie de velado romance. Sin embargo, nunca llegó a amor. Daba la sensación de que un invisible e infranqueable muro se interponía entre nosotros y nuestras intenciones de enamorarnos mutuamente. Cuando nos conocimos, ambos éramos jóvenes y sin ningún tipo de compromisos emocionales, nos gustamos y llegamos a pasar incontables y hermosas veladas juntos. Pero lo más pecaminoso que hacíamos era darnos un beso ocasional o entrelazar esporádicamente nuestras manos. Ella me gustaba una enormidad y yo suponía gustarle a ella; no obstante, una sensación evidente, invisible y misteriosa se interponía entre nosotros. En una parte de los acontecimientos que a continuación pasaré a relatar ella llegó a una conclusión que tal vez juzguen mis lectores un tanto absurda e inverosímil; pero que yo, con el tiempo, llegué a comprender y aceptar plenamente.

Esto es, detalles de más o detalles de menos, lo que le sucedió a mi amiga Aurora y que al final terminó afectando su vida y, de paso, la mía propia, aunque no tan marcadamente.

Una de las causas por las que Aurora Ruiz y yo congeniábamos tanto era que teníamos muchos intereses en común. Uno de estos comunes intereses era la búsqueda constante de nuestro propio crecimiento espiritual. Ambos, sin llegar a ser devotos religiosos, tratábamos siempre de mejorar como seres espirituales que, al fin de cuentas, éramos. En el transcurrir de los días, las semanas, los meses y los años, fuimos ahondando en nuestros conocimientos místicos y metafísicos. Sin embargo, tomamos caminos muy distintos. Yo me aferraba a lo aprendido en mi niñez y adolescencia, profundizando cuando creía menester y sin inmiscuirme mucho en lo que a esoterismo se refería; y, más que todo, desarrollando a lo máximo mis valores morales positivos. Ella, por su parte, traspasaba esa barrera y se dedicaba a profundizar en temas tan místicos como el budismo, la reencarnación, los karmas y otras ciencias y creencias similares. No es menester acotar en este punto que Aurora había adquirido conocimientos muy significativos en lo referente a las filosofías orientales, al esoterismo, a la metafísica y al cristianismo más profundo; temas en los que yo me sentía sinceramente neófito, o rezagado; o, simplemente, no quería seguir adelante y me conformaba con lo aprendido. De todas formas, como me sentía perfectamente en paz conmigo mismo, con Dios y, por qué no decirlo, con mi amiga, dejé que continuara con sus estudios, sin inmiscuirme en demasía.

Una tarde fría, cerca de la Navidad de 1995, me visitó en mi domicilio. Ya ambos habíamos cumplido hace pocos días los cuarenta años. Venía enfundada en unos jeans un tanto descoloridos y llevaba puesta una blusa azul oscuro que le quedaban de maravillas. Sus finos y cortos cabellos castaños, enmarcando su agradable rostro, la hacían ver mucho más joven de lo que en realidad era. La admiré hermosa y esmeradamente cuidada. Afuera el invierno había iniciado una descarga de frío tempranero. Una que otra avecilla aún se aventuraba a obsequiarnos con su alegre trinar.

Aurora llevaba entre sus manos un par de libros. Uno versaba sobre yoga y de sus beneficios para la salud, o algo así por el estilo; el otro, trataba sobre la reencarnación. Nunca la había notado tan segura de sí misma. Por su actitud deduje que venía resuelta a tratar algún asunto muy serio. Después de darme un beso en la mejilla se acercó a la mesa del comedor y colocó sobre ella los libros. Se sentó suavemente en una de las sillas y me dedicó una mirada lánguida y penetrante con su par de enormes ojos marrones. Como no hablaba, discurrí acertadamente que deseaba que me sentara cerca de ella. Así lo hice y luego de acomodarme holgadamente, me tocó el turno de mirarla, interrogativamente, por supuesto.

—Alejandro —empezó—, ¿qué opinas de la reencarnación?

—¿¡...!?

—Veo que conoces bastante poco —continuó—. Te voy a explicar: Se trata de tu alma inmortal que viaja a través del tiempo encarnando repetidamente en diferentes cuerpos físicos. Una vez que falleces...

—Está bien —la interrumpí—, conozco a qué te refieres. He leído bastante sobre el tema y sé lo que es una reencarnación.

—Bien, mejor así —prosiguió como quién se dispone a darme una disertación o cátedra sobre una nueva materia—. Entonces te pasaré a explicar una idea que vengo madurando desde hace algún tiempo.

 

II. Una idea

—Vamos a suponer por un instante —su forma dulzona y directa de hablar me hizo recordar a mi maestra de segundo grado; si bien, en esta ocasión, la perspectiva era muy diferente— que tienes la posibilidad de conocer tus vidas pasadas y que...

—Eso existe —la interrumpí nuevamente—. Varios lo han logrado a través de la hipnosis. Incluso existen muchos libros que tratan sobre el tema. Se llama regresión.

—Si; pero no es lo mismo saber quién fuiste en una vida anterior, o recordar partes aisladas de una vida pasada, pasajes leves o recuerdos borrosos, que tener documentada toda una existencia anterior. Es decir, absolutamente todo, tu nacimiento, tu educación, tu familia, tus relaciones, los hechos más significativos que te hayan marcado, tus fotografías, tu voz, tus enfermedades y hasta tu muerte. Eso nadie lo ha logrado. A lo más que alguien ha llegado es a determinar que en una vida anterior fue teniente de la aviación inglesa en la Segunda Guerra Mundial, o bailarina de can-can en el París de 1900. Trazar, en líneas muy generales y someras, una existencia anterior no es, precisamente, lo que yo quiero.

—Y supongo que tú crees poder lograrlo.

—No puedo asegurarlo. Creo que he encontrado una vía para traspasar la muerte. Es decir traspasar mis vivencias de una vida a otra. Absolutamente todas, y todas debidamente documentadas.

Un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo y se fue a alojar en lo más profundo de mis entrañas. En algún lugar había leído que aquello era tratar de jugar a ser Dios.

—Creo que te entiendo —acoté—; sin embargo, imagínate por un momento que recuerdes tus vidas pasadas y que, por sólo citarte un ejemplo, en una existencia anterior fuiste un soldado torturado. Las torturas volverán a tu mente y te amargarán tu actual existencia. O, si fuiste un árabe petrolero y multimillonario, extrañarás la fortuna que ahora no posees ni disfrutas.

—No se trata de recordar mis vidas pasadas —añadió con un rictus de fastidio que me hizo deducir que existían otros detalles adicionales que yo ignoraba—, sino de dejar completamente documentada mi vida actual para ponerla al servicio de mis futuras existencias. Imagínate por un instante los beneficios que podría legarles; o mejor dicho, legarme yo misma. Conocería con anticipación los errores que he cometido y los evitaría. Conocería las circunstancias favorables y las aprovecharía. Reconocería de antemano la personalidad de los hombres y mujeres con quienes entablé relaciones y estrecharía las favorables y eludiría las desfavorables.

—Eso es imposible... —traté de cortar, sin conseguirlo.

—Sí. Ya sé que objetarás que eso nadie lo ha logrado; sin embargo, tengo la firme intención de probarlo y, para eso, necesito de tu ayuda.

Por un momento llegué a pensar que aquella idea, que a mí me parecía absurda y descabellada, era simplemente un capricho pasajero o una moda efímera que a Aurora se le había estancado momentáneamente en su brillante mente. La dejé seguir como quien consiente una malcriadez a una pequeña niña.

—¿Qué es más o menos lo que quieres hacer? —me transé.

—Necesito que me ayudes en la computadora. Vamos a tu habitación.

Aquí debo aclarar que mi especialidad es la computación, materia en la que Aurora no era muy ducha y, además, nunca había querido comprarse una. Cuando entablamos aquella conversación yo tenía dieciséis años de graduado como analista de sistemas y Aurora estaba graduada desde hace aproximadamente catorce años de odontóloga.

 

III. El plan

Mientras ascendíamos las escaleras para dirigirnos a mi habitación, que es donde tenía instalada la computadora, Aurora iba describiéndome su plan. A continuación lo transcribo, palabras de más o palabras de menos:

—En esta vida —hablaba con una voz muy dulzona—, cargamos con muchas experiencias; sólo algunas de ellas, las más significativas, las que nos han afectado muy profundamente, traspasan nuestra muerte y forman parte de nuestra nueva existencia en una forma inconsciente y entrañablemente archivada en lo más hondo de nuestra memoria común —ella daba por hecho el que yo había aceptado ayudarla y que estaba cien por ciento en conformidad con sus locas ideas—. Imagínate por un instante que algún icono forme parte de mi actual existencia. Este icono lo tendría siempre presente desde el momento en que lo adopté y hasta el momento de mi muerte. Este es el icono que trato de legar a mi existencia futura pues en él se basa todo mi plan.

Como yo seguía sin entender, continuó con su disertación. Mientras, ya nos hallábamos en mi habitación, y me encontraba instalado frente al computador. Oprimí "Power".

—Lo primero que debo hacer es documentar mi vida, para lo cual necesito que me facilites tu computador y que me enseñes a usar un procesador de palabras. Después, de tiempo en tiempo, iremos imprimiendo lo que escriba y conservaré lo impreso dentro de una caja metálica y hermética que ya he mandado a elaborar. Al transcurrir el tiempo, cuando sienta que me queda poco tiempo de vida, una última versión de lo que escriba será guardada definitivamente en esa caja y legada a mi existencia futura. En esa caja adjuntaré también fotografías, cintas de audio y de video y algunos otros objetos que documenten ampliamente mi actual existencia.

—Pero, ¿cómo lo harás? —atiné por un momento a preguntar.

—Yo lo veo fácil y lo intentaré aunque no esté cien por ciento segura de que funcionará. Te voy a citar unos ejemplos, que yo sé que a ti también te suceden. De tiempo en tiempo vivo situaciones que creo nuevas y que; sin embargo, tengo la certeza de haberlas ya experimentado con anterioridad. O visito lugares creo que por primera vez y que; no obstante, me son familiares. Otras veces vuelven a mí sueños recurrentes que presiento que son los mismos sueños que he tenido en una vida pasada o me presentan personas a las cuales intuyo haber ya conocido, y así, infinidad de situaciones por el estilo.

No tenía sentido negarlo. A mí también me habían sucedido, en incontables ocasiones, las experiencias que mi amiga explicaba. Después de aceptar su punto de vista con una leve inclinación de cabeza, atiné a preguntar:

—¿Pero, cómo legarás a tu futura existencia la documentación a que te refieres? Tú no sabes quién serás en tu próxima vida. No puedes dejarle esa caja como si se tratase meramente de una carta puesta en un buzón.

—Ahí es donde entra el meollo de mi plan. El "icono" a que me referí anteriormente.

—¿Y cuál es ese "icono"?

—Un lugar. Un lugar exacto.

 

IV. La caja

—¿Un lugar exacto?

—Exactamente —reiteró Aurora con una voz suave y firme a la vez—. En ese lugar, que sólo tú y yo conoceremos, ocultaré la caja con toda mi vida, debidamente documentada.

—¿Qué tengo yo que ver en tu plan?

—Es por si muero antes de guardar la caja. En ese caso, la guardarás tú después de haber actualizado mi biografía con los detalles de mi fallecimiento.

No obstante que hacía frío, un hilillo de sudor empezó a escurrirse a través de mi frente. Aquello no terminaba de agradarme y más cuanto se trataba de un plan que sólo podía llegar a "feliz" término con la muerte previa de mi amiga.

—¿Y si yo muero primero?

—¡Dios no lo quiera! —objetó Aurora—. Si así sucede, entonces buscaré a otra persona que me secunde en mi empresa o, si ya estoy entradita en años, me dirigiré yo misma al lugar elegido y guardaré la caja. Obviaré los detalles de mi muerte. Lo esencial del plan es que sólo tú y yo conozcamos, por ahora, el lugar que seleccione, y que aquél que de ambos sobreviva ocultará la caja en él. Prométeme, por lo que más tú quieras, que lo harás si es que yo muero primero.

No tenía nada que perder y, como mi amiga andaba tan convencida de sus ideas, no pude oponerme.

—Te lo prometo.

—¡Júralo!

—¡Ya basta! Dije que lo prometía y tú sabes que cumpliré mi promesa.

Aurora se quedó mirándome fijamente. La dureza de su traslúcida mirada enervaba mi ánimo y amodorraba mi espíritu de lucha. Pasaron unos cuantos segundos, que a mí me parecieron minutos.

—Está bien —continuó finalmente—. Necesito empezar a documentar mi vida. Enséñame a manejar un procesador de palabras.

Ya entrada la noche, y debido a la enorme motivación que enajenaba a mi amiga, Aurora se podía dar el lujo de dar clases de WordPerfect 5.0, uno de los tantos procesadores de palabras de moda en aquel año de 1995. Cuando se retiró a su domicilio llevaba ya cerca de catorce páginas escritas que documentaban su existencia. En otras palabras, escribía su autobiografía.

Yo no quería inmiscuirme mucho en todo lo que ella escribía; así que sólo atinaba a corregirle, de cuando en cuando, en lo que al uso de la computadora y del respectivo programa se refería. Por lo demás, preferí dejarla sola con sus memorias y entablé lectura con una endemoniada novela de Álex E. Peñaloza Campos.

—Volveré el domingo —me anunció cuando se retiraba—. Aún me falta mucho por escribir.

Y así, cada dos o tres días me visitaba. Se sentaba frente al computador e iniciaba un diálogo con él, contándole lo que había sido su existencia hasta ese día. Una tarde se presentó con una hermosa caja de metal de regulares dimensiones. Por lo hermética que se notaba —a prueba de herrumbre, fuego y humedad— supuse acertadamente que se trataba de la caja en la que Aurora guardaría la documentación que ella deseaba transmitir a su futura existencia.

—Mira —me dijo—, ya me entregaron la caja. ¿Verdad que es hermosa?

Asentí con la cabeza. La abrió con alguna dificultad —para abrirla tenía que destrabar previamente un sencillo mecanismo de seguridad— y me mostró el interior. Venía cubierta internamente con una especie de sello asfáltico y con unos remates en goma. Debió de haberle costado una fortuna, pero preferí ocultar mi punto de vista monetario. Afortunadamente Aurora era una muy buena profesional y el dinero no le faltaba.

—Aquí no entrará ni humedad, ni herrumbre. Por fuera está fabricada con un metal cien por ciento antiinflamable. Esta es la caja que deberé legar a mi siguiente vida. Mañana empezaremos a llenarla de documentación. Traeré de mi casa los videos que ya tengo grabados, los casetes que también ya he grabado y unas cuantas fotografías, todas con sus respectivas anotaciones. Ahora, deberé imprimir lo que he escrito hasta la fecha.

Una vez que la impresora cumplió su función Aurora me alcanzó lo escrito. Para esa entonces, llevaba más de ciento veinte páginas redactadas.

—Toma —me dijo—, léelas esta noche. Mañana lo guardaremos en la caja junto con la demás documentación.

—No hace falta —le contesté—. Prefiero no saber nada de tus intimidades. Además, creo que te conozco demasiado.

—No. No creo que me conozcas lo suficiente. Pero está bien. Agradezco tu reserva hacia mis asuntos privados. Sin embargo, creo que debo confesarte un punto en el que estoy convencida plenamente y que aquí está debidamente escrito.

Nuevamente me hacía entrar en el terreno en el que ella era muy ducha y yo un incompetente neófito. Además, despertaba mi curiosidad.

—¿Qué será? —inquirí.

—¿Tú sabes por qué tú y yo nunca llegamos a enamorarnos en esta vida, aún sintiendo una atracción mutua, que yo considero muy grande?

Así es que ella se había planteado también la misma pregunta.

—No —contesté—. No lo sé.

—Porque en una anterior vida tú y yo o fuimos hermanos o fuimos padre e hija o madre e hijo. Así de simple. Por eso es que entre nosotros nunca se despertó el amor carnal.

Como en anteriores oportunidades, un frío intenso sacudió mi médula y se alojó en lo más profundo de mi cabeza. Ahora entendía el porqué de esta amistad tan hermosa que jamás desembocó en un amor común y corriente entre un hombre y una mujer. Ahora entendía el porqué de aquel invisible muro que frenaba las ansias que teníamos de hacernos mutuamente el amor.

—Creo que te entiendo —admití.

—Bien. Entonces, hasta mañana.

Y sin más, me dio el consabido beso en la mejilla y se marchó, dejándome la caja y todo lo escrito por ella hasta aquel día.

 

V. Elección

Al día siguiente, muy temprano —era sábado—, la tenía nuevamente ante mí. Cargaba dos bolsas plásticas llenas de fotocopias de documentos —actas de nacimiento, bautismo, cédulas de identidad, pasaportes, diplomas obtenidos, etc.—, casetes de audio y de video y más o menos unas cien fotografías. En lo que pude echar un breve vistazo al material que Aurora había traído, me di cuenta exacta a lo que ella se refería cuando decía "documentación". Todo el material contenía momentos que habían sido esenciales en su vida, desde su nacimiento hasta la última celebración del Año Nuevo de 1996. Estaba su bautizo, su primera comunión, el sepelio de su padre, la graduación de bachiller, cuando se casó con Oscar, cuando se divorció de Oscar, cuando se graduó de odontóloga, las fiestas y celebraciones familiares, toda su familia, todos sus amigos —allí estaba yo, por supuesto. Todo, absolutamente todo, estaba pulcramente detallado, con fechas y con nombres de los que posaban en las fotografías o actuaban en las cintas de video. En las cintas de audio —eran sólo dos— ella hablaba muy dulce y tenuemente a su supuesta reencarnación. Después de hacer una amplia introducción, le narraba hechos de su vida, los más significativos; le aconsejaba, le advertía. En tramos de la cinta reía, en otras lloraba, en otras gritaba, mientras aclaraba:

—Esta es mi risa: ja... ja... ja...

—Este es mi llanto: —y lloraba de verdad verdad.

—Así grito yo: ¡váyanse al infierno! —y gritaba de verdad verdad.

Aquello arrancó de mí una sonrisa cómplice y comprensiva. Aurora Ruiz estaba decidida a seguir con su plan, costase lo que costase. Sólo faltaba un detalle, y se lo pregunté:

—Aquí tienes toda la documentación necesaria. También tienes la caja. Ahora, quiero saber, ¿en dónde guardarás todo esto para que la persona, que supuestamente será tu reencarnación, no tenga tantos inconvenientes para encontrarla?

—Debo hallar un sitio exclusivo. Debe ser un lugar exacto, es decir uno que me permita visualizarlo detenidamente, hasta en el más mínimo detalle. Además, deberá ser un sitio llamativo y tener alguna característica muy especial que me sirva para grabarlo en lo más profundo de mi mente durante todo el resto de mi existencia. Día a día y, si es posible, minuto a minuto, deberé tener presente ese lugar. Algo así como las pirámides de Egipto.

—¡Zape! —exclamé—. ¡Eso está muy lejos!

—¿Y acaso tú crees que en mi otra vida seré también venezolana y estaré por aquí cerca? Tal vez reencarne en hombre y sea chino o noruego. Deberá ser un sitio muy universal, imperecedero y de fácil acceso. Sólo tú y yo sabremos, por ahora, el lugar exacto en el que ocultaré la caja. Lo pensaré muy detenidamente esta noche y te haré saber mi decisión mañana por la mañana.

Conversamos por unos minutos adicionales y luego se retiró. Aquella noche me costó conciliar el sueño. Recurrentemente venían a mi mente sitios conocidos y que pudiesen servir al propósito de Aurora. Me imaginaba en el Canal de Panamá, en el hito del Ecuador en Quito, en las cataratas del Niágara o del Iguazú, en la torre Eiffel, y así en infinidad de sitios. Lo que se me antojaba más espinoso era que, llegado el momento, debería acompañarla o, peor aun, si ella moría antes que yo, debería asistir solitario a aquel lugar exacto y guardar la caja.

Como era su costumbre, se presentó al día siguiente muy temprano. La recibí todo somnoliento a causa de la mala noche pasada. Se veía radiante.

—Ya lo tengo. Tendremos que ir hasta el altiplano boliviano —exclamó emotivamente.

—¿Y qué hay allí que merezca nuestro viaje? —asomé cachazudamente.

—La famosa Puerta del Sol en Tiahuanaco.

Había escuchado nombrarla y tenía en mi memoria el tenue recuerdo de una colosal escultura tallada en un bloque de piedra.

—¿Allí?

—Ajá. Es un lugar universalmente conocido y de fácil visualización. Te apuesto a que en el instante mismo en que te lo cité te acordaste de él y lo representaste claramente en tu mente.

No tenía sentido negarle la razón a mi hermosa amiga. Una persona, medianamente culta, sabe perfectamente en donde está situado Tiahuanaco, y ha admirado más de una vez, aunque sea en fotografías, la famosa Puerta del Sol.

—Si. Tienes razón. Sin embargo, esperaba que fuera más lejos. Como por ejemplo Francia o Inglaterra.

—Si; pero por esos lados será más difícil enterrar la caja. Al contrario, en Tiahuanaco, será más fácil hacerlo a los pies mismos de la famosa Puerta del Sol. Hay poca vigilancia y podremos cavar y depositar la caja de noche. Además, a mí siempre me gustó ese monumento. Tengo muchas fotografías y postales de él y hasta un video. Otra razón, y muy poderosa, es que el clima seco ayudará a la conservación de la caja; así sea que pasen siglos antes que mi reencarnación la encuentre.

—Bien, lo acepto —terminé por claudicar—. ¿Cuándo viajaremos?

—La próxima semana; si a ti te parece bien.

A estas alturas no tenía sentido contradecir en nada a Aurora. Su voluntad y determinación eran fulminantemente convincentes. Sin embargo, mi rostro debió adoptar un gesto de sorpresa por lo que ella se decidió a confesar el motivo de su premura.

—Mira, Alejandro —me hablaba nuevamente en forma pedagógica—, ya nosotros no somos unos muchachitos y no sabemos exactamente cuánto tiempo más nos queda de vida.

—Pero sí apenas contamos cuarenta —objeté. Me sentía aún joven y en pleno uso de todas mis facultades.

—Okey, Alejandro; pero nadie tiene la vida asegurada. Cualquier edad es buena para morir. Se muere a los siete, a los veinticinco, a los cuarenta y también a los ciento veinte. Además, hay dos puntos en mi plan que ameritan viajar cuanto antes. Primero, que ya, de una vez, deberé iniciar mi identificación con ese sitio si es que quiero lograr que forme parte inherente a mi subconsciente; y, segundo, que podremos viajar cada cierto tiempo para allá, por ejemplo cada dos o cinco años, y cambiar el contenido de la caja. Así, siempre estará depositada una versión actualizada de mi vida cuando llegue el momento de mi muerte. Cuando eso llegue, y si aún vives, deberás ser tú quien complete mi biografía con la narración de mis últimos días.

Aurora tenía una capacidad asombrosa para ponerme los pelos en punta. Mi pasaporte estaba vigente y, como afortunadamente no tenía muchos trabajos pendientes —trabajaba freelance—, una vez más terminé por acceder. Además, necesitaba urgentemente unas vacaciones.

—Está bien, Aurora. Endosaré a un colega los trabajos pendientes y haré las maletas. ¡Nos vamos la próxima semana!

Se alegró mucho en lo que terminé aquella frase. Saltó sobre mí, me abrazó cariñosamente y me propinó un sonoro beso, esta vez en la boca.

 

VI. Tiahuanaco

Si usted no ha viajado antes al altiplano boliviano, le aconsejo que primero se ponga en buen estado físico y, si le es posible, se haga un buen chequeo médico. Al salir del avión, en el Aeropuerto John F. Kennedy de El Alto —ya el nombre lo dice todo—, ubicado a 3.800 metros sobre el nivel del mar, pareciese como que de sopetón a uno le extraen todo el aire de sus pulmones y lo introducen en una nevera. De pronto usted se siente cansado, mareado y empieza a jadear nada más levantar un pie para dar un paso. El frío es seco y lacerante. Una vez en las edificaciones del aeropuerto, esperando la salida de las maletas, tratábamos de recuperar el aliento y entrar en calor. Aurora se alejó por unos instantes, cuando regresó cargaba en sus manos dos vasos desechables que contenían un líquido humeante.

—Toma —me dijo mientras me alcanzaba uno—. Es cocción de coca. Te ayudará a recuperarte.

Tenía conocimiento de que, desde la época precolombina, las hojas del arbusto de coca la usaban los indígenas con fines medicinales; así que, obedientemente, cogí el humeante brebaje —lo llaman mate de coca— que me ofrecía mi amiga y, sorbo a sorbo, lo bebí en su totalidad. Tenía un sabor levemente amargo, pero, como tenía azúcar, lo pasé fácilmente. Como a los cinco minutos, empecé a respirar un poco mejor y el frío ya no me torturaba tanto. Conocedores del frío y altitud a los que enfrentaríamos, nos habíamos preparado concienzudamente llevando gruesas ropas y abrigos.

Salimos del edificio, y bajamos a La Paz en un taxi. Durante el trayecto pudimos admirar embelesados el hermoso paisaje que ofrecía la ciudad vista desde arriba. A lo lejos divisamos un hermoso nevado de nombre Illimani que, como centinela pretoriano, custodiaba la gran urbe boliviana. Me embargaba una extraña sensación; parecida a la que siente un muchacho cuando lo sorprenden en una travesura. Me encontraba muy lejos de mi hogar, con la mejor amiga que hombre alguno pueda tener, dispuesto a secundarla en una descabellada idea, que no teníamos certeza si funcionaría o no y que, básicamente, giraba en torno a una vida a continuación de otra, pasando previamente por la muerte. Era escalofriante y, sin embargo, inmensamente emocionante.

Salimos al día siguiente del hotel —luego de una fría noche— en un tour que llevaba directamente a Tiahuanaco en gira turística. Íbamos a realizar un análisis previo del sitio que Aurora había elegido. Pasamos otra vez por El Alto y continuamos hacia el oeste, hacia el altiplano boliviano. Atravesamos dos poblados con nombres que ahora me cuesta mucho recordar y, finalmente, arribamos a Tiahuanaco.

Ahora comprendía a Aurora. Aquello era sencillamente majestuoso. La serenidad que irradiaban aquellos monumentos en piedra no la había sentido nunca antes en mi vida. Provocaba sentarse y, plácidamente, dejar transcurrir el resto del tiempo por vivir. Se respiraba paz y sosiego. Aquellos altivos monumentos, erigidos en el vasto y frío altiplano, nos contemplaban con sus más de mil años de historia.

Mientras los demás turistas y yo contemplábamos extasiados la antiquísima arquitectura aymará, Aurora iba detallando hasta lo más mínimo del monumento que a ella le interesaba. Se paró, por casi dos horas, frente a frente ante la majestuosa Puerta del Sol. Tomó cientos de fotografías de ella y en infinidad de ángulos. Daba la sensación de que para Aurora los demás monumentos no existían, única y exclusivamente la Puerta del Sol. Así estuvo hasta que nos dio la hora de retornar a La Paz.

—Esta noche descansemos —me comunicó al retornar al hotel luego de una opípara cena en un restaurante cercano—, mañana tendremos que comprar un pico y una pala y alquilar un vehículo.

Aunque hubiese preferido salir y disfrutar de algunos sitios nocturnos en la ciudad antes que retirarnos al hotel, su voluntad se impuso una vez más a la mía. Además, como era ella la que sufragaba todos los gastos, nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, muy temprano, la tenía tocando la puerta de mi habitación con un suculento desayuno. Me encontraba desvelado a causa del frío; al que ni la calefacción encendida al máximo ni los cuatro cobertores que componían mi lecho habían ayudado mucho para reducirlo. Además, como no tenía costumbre de dormir con tanto peso encima a causa de los cobertores, amanecí cansado.

—Te hacía ya levantado, bañado y vestido —me espetó mi guapa amiga. En su mirada debí lucir espantoso, se asomaba una pequeña noción de conmiseración hacia mi persona.

—Pasé mala noche. No entiendo, la noche anterior pude soportar mejor el frío —traté de justificarme.

—Es que la temperatura ha bajado; además antenoche estabas cansado, tal vez por el viaje.

—Aja —atiné a murmurar—. Espérame un tanto a que me asee y me vista.

En el mismo hotel pudimos comprar un plano de la ciudad que incluía otro de carreteras. También logramos alquilar un Toyota Corolla de modelo reciente. Salimos a rodar y armados con los planos no tuvimos inconvenientes; luego de pasar por una ferretería y comprar una linterna a pilas, un pico y una pala, para encaminarnos correctamente hacia Tiahuanaco, una vez más. Salimos de la ciudad pasadas las diez de la mañana. Como a la una de la tarde nos detuvimos brevemente para comer un poco en un pequeño restaurante a orillas de la carretera y continuamos viaje.

 

VII. Excavación

No bien confluimos a las famosas ruinas arqueológicas, tuve que advertir a Aurora que aún quedaba un mínimo de claridad diurna y que, además, todavía merodeaban por el sitio guías y turistas.

—No te preocupes. Esperaremos hasta la noche; mientras, a manera de pasar tiempo, podemos acercarnos hasta el lago.

—¿Titicaca?

—Sí. Según el mapa estamos a no más de treinta kilómetros.

Enfilamos hacia el célebre Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Con el resto de la luz diurna que aún quedaba pudimos admirar las azules y quietas aguas del famoso lago. Cuando retornamos ya había oscurecido. Introdujimos el Toyota en el área de las ruinas y lo estacionamos de manera tal que fuese casi imposible visualizarlo desde la carretera. Nos apeamos del vehículo y, cargados con el pico, la pala, la linterna y la caja nos dirigimos resueltos, aunque un tanto temerosos, hacia la elegida Puerta del Sol.

El histórico monumento nos observaba con su imponente majestuosidad, como reprendiéndonos por invadir su privacidad de más de un milenio. Íbamos a ser los primeros, quizás en muchos siglos, en excavar a sus pies.

—¿Dónde empiezo a cavar? —pregunté.

—Aquí mismo —me señaló Aurora—. Justo debajo del dintel, al finalizar el zócalo.

—¿Hacia delante o hacia atrás?

—Hacia delante, por supuesto.

—¿Y por qué precisamente ahí? —argumenté.

—¿Y por qué no? —me replicó inmediatamente mi amiga—. Cualquier sitio es bueno; pero este es el más cercano al monumento.

Una vez más, no tenía sentido contradecirla; por lo que, armado del pico y de un poco de paciencia, inicié la excavación en el lugar exacto que Aurora había señalado. El penetrante frío invadía nuevamente toda mi humanidad y consideré necesario empezar a movilizarme a fin de que el ejercicio me ayudase a entrar en calor.

La tierra árida y comprimida dificultaba el trabajo; pero, lo que yo no preveía, Aurora sí lo hacía. Volvió al vehículo alquilado y al poco rato se presentó con un bidón lleno de agua con la que, de vez en vez, regaba la tierra, ablandándola y haciendo más llevadera la excavación. Alternando el pico y la pala fui horadando lo que, a mi juicio, era un bonito hoyo en mitad del altiplano y justo debajo de la famosísima Puerta del Sol. Por instantes contemplaba la caja y, midiéndola mentalmente, acomodaba el tamaño del hoyo en cuanto al largo y al ancho del mismo. La profundidad era otra cuestión, así que pregunté:

—¿Cuán profundo deberá ser?

Aurora se quedó callada por algunos segundos. Era la primera vez en mucho tiempo que la sorprendía con una pregunta para la cual no tenía una respuesta clara e inmediata.

—Creo que ochenta centímetros será suficiente —contestó finalmente.

¡Ochenta centímetros! Aquello bien podía costarnos a nosotros, novatos en el arte de excavar —a no ser las piezas dentales que perforaba Aurora—, más de dos horas de arduo trabajo. De todas formas, ya llevaba como unos veinte centímetros de profundidad cuando Aurora se ofreció a continuar. Gustoso le cedí el lugar mientras trataba de recuperar mi respiración normal. De esa manera nos fuimos turnando, ella trabajaba más o menos de diez a quince minutos y yo hacía otro tanto. El hoyo fue agarrando forma, como si en él fuésemos a plantar un árbol de regulares dimensiones. Ya habíamos pasado la barrera de los sesenta centímetros y ya casi arribábamos a los setenta cuando ella tomó su turno. Cogió el pico mientras yo sostenía la linterna.

Entonces sucedió. No bien dio tres o cuatro picotazos cuando escuchamos claro y nítido el característico sonido del contacto de metal contra metal. Nos quedamos estáticos y asustados. La primera en reaccionar fue ella que, dejando el pico a un lado, tomó en sus manos la pala y empezó a trasladar fuera del hoyo la tierra que aún se acumulaba en él. Luego, lenta y cuidadosamente, empezó a remover —una vez con el pico, otras con la pala— la tierra que circundaba el objeto con el que había topado repentinamente el pico. Fue cuando logramos divisarla: ¡era la parte superior de una caja metálica! Pasados unos minutos de estupor, Aurora continuó afanosamente con la excavación hasta dejarla completamente libre. La zafó del fondo del hoyo y la subió al nivel del suelo.

Allí estaba ella. Era una caja metálica, casi similar a la que habíamos planeado enterrar en aquel mismo lugar. Hasta las dimensiones de la caja eran similares. Entonces caímos en cuenta exacta de lo que asombrosamente estaba ocurriendo y nos miramos sorprendidos y estupefactos.

Alguien, con anterioridad, había tenido la misma idea de Aurora y la había precedido no sólo en la originalidad de la misma, sino hasta en la elección del lugar. Y ese alguien, como supondrá el lector, no era otro más que ¡una reencarnación anterior de Aurora Ruiz!

El contenido de la caja creo que hoy ya no viene al caso detallarla, supongo que mis amigos lectores se lo imaginarán. Lo que sí es bueno aclarar es que lo que Aurora encontró adentro cambió drásticamente su punto de vista en cuanto a la vida y la muerte y, por ende, marcó señaladamente el resto de su existencia.

Después de la experiencia que acabo de narrarles, yo también cambié pues quedé finalmente convencido de la existencia de otras vidas después de esta. Por si las dudas he documentado mi vida, hasta la presente fecha, y he mandado a elaborar una caja hermética —similar a la que mandó a elaborar Aurora y que finalmente dejamos enterrada debajo del dintel de la Puerta del Sol, justo al finalizar el zócalo y hacia adelante— para poder legar mis experiencias a mi próxima reencarnación. Lo único que aún me falta es encontrar un lugar donde enterrarla. ¡Un lugar exacto!


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 2 de febrero de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes