Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 106
5 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Artículos y reportajes
Crónicas
Bruno Soreno

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"Crónica del final inexistente", por Bruno SorenoCrónica del final inexistente

Nunca he llegado al final de un tren. Nunca he llegado a la última estación de un tren por razones obvias (siempre voy a un lugar antes de ese final) y por razones no tan obvias pero naturales (nunca me he muerto). ¿Existe la última parada de un tren en esta ciudad? Ha de existir, el tren ha de parar y regresar en su movimiento a recorrer la misma vía otra vez para llevar a la gente a otros intermedios. Pero yo sueño que no, aún. Que final de tren es final de vida, porque no vivo al final del tren y no conozco a nadie allí. O acaso es distinto: si uno vive en la última parada no es la última, porque mañana capturo el mismo tren en su nacimiento y ya no nace ahí sino que de algún modo te esperaba, como un caballo fiel (durmiendo, soñando, ¿qué duermen, qué sueñan los vagones de los trenes en esos finales de estación?) para otra vez llevarte y llevarme al mismo movimiento de modo que es casi infinita la ruta. Habría que pensar la posibilidad de un tren que llega a su última parada y ahí se queda. Porque somos gente, en esta ciudad que es la única, y nos gusta pensar que tenemos esa última parada, que podemos quedarnos ahí, sólo ahí. Que no habría que vivir más, sin acaso morirse. La física nombra ese sentimiento, que es falso: inercia.

Yo sueño con que no existen esas estaciones finales del tren aunque las veo en los mapas, por un simple terror a otro concepto de la física: entropía. Se me va desgajando la vida en cada viaje de tren en esta ciudad, y lo mismo me pasaría en otra, pero no hay otra. El tren se desgaja, se degrada, gualla y raspa unos rieles que le quitan metal quitándole metal a esos mismos rieles. Se hace añicos ese tren en el tiempo sin que tú ni yo lo veamos, y claro, nos engañan, nos ponen otro tren en la misma vía, casi idéntico, los mismos anuncios, la misma gente, el mismo tiempo cada día, el engaño de la misma ciudad que nunca es la misma. Casi que uno siente que sólo existe un tren en el mundo. Como si no inventáramos la ciudad de nuevo cuando cerramos los ojos, porque la usamos tanto, o ella ocurre tanto, que se destruye. No nos engañan lo suficiente.

¿No podrían poner otro yo, otro pasajero con mi nombre y mi abolengo que no sea yo desgajado ya, en ese tren? ¿Para poder seguir el circuito? ¿No es eso lo que compro en cada viaje, a dos dólares a pop, cada vez que viajo sin final?

No, no es eso lo que compro. Lo que yo compro cuando paso una tarjeta en cada terminal es precisamente la posibilidad de que no haya terminal, de que no haya viaje terminal, de que yo voy a algún sitio que no es final. De que hay algo después, siempre después. Y aún conservo la tarjeta.

El último viaje, a la última parada, va a ser gratis.


Crónica de un encuentro imprevisible

"Crónica de un encuentro imprevisible", por Bruno SorenoNunca pensé encontrarme con el diablo. Lo que no es tabú es una invitación. Un tabú, claro está, es una invitación a la transgresión de sí mismo. Por lo tanto, me encontré al diablo en Nueva York. Ocurrió así: trabajo en Seaport (pero mi historia no importa) y salgo a fumarme un cigarrillo a la calle. En la calle, donde andan los mundos, anda el diablo, quién lo diría. El tipo está haciendo trucos de saltimbanqui en una esquina, como suelen hacer los que hacen esas cosas. Magias baratas, colorines, cartas al aire o esfumándose, la magia turista para hacer unos pesos. Pero el diablo, en su sabiduría limitada pero grande, no me pide unos pesos. Me pide un cigarrillo. Yo le digo por dios que esos trucos de magias están buenos. ¿Cómo lo haces? Le pregunto. ¿Cómo no hacerlos?, responde él preguntando, ¿si soy el diablo? Nueva York, ciudad escéptica de si misma, suspende mi escepticismo por un rato y acepto el argumento. Halo del cigarrillo y pienso "el Lucífero me persigue en todas partes; es justo que me encontrara en esta esquina". Esto quiere decir que no dudo de su identidad, en la ciudad donde toda identidad es una duda. Pero él, Satán, duda de mi carencia de dudas. Quiere probar su identidad, esa tendencia a dudar diría yo humana, demasiado humana. ¿Quieres ver? pregunta, en buen inglés. Te lo demuestro rapidito. Pide un deseo. Ay, qué invitación. Pedirle un deseo al diablo. Se me ocurren todas las cosas que ocurren en el mundo para pedir: dinero, mujeres bellas, la muerte del hambre, la muerte de Bush, mucho mucho pero mucho dinero, bienestar para tres personas que yo amo, maldiciones para dos personas que yo amo, que yo no muera nunca, que me muera exactamente ahora, dinero otra vez, etcétera. Pero pido esto: "dame una vida". El diablo sonríe, recoge sus cartas de truco y se va. Se larga con su larga cola roja e inexistente entre las patas de chivo, fumándose mi cigarrillo. Sonríe porque le causa gracia mi petición, porque se la puse fácil, o porque él también tiene que hacer trucos en esta ciudad para sobrevivir. Y, ¿qué truco más fácil que una vida? ¿Hay regalo más fácil para dar? me pregunto. Porque acaso no tengo una vida, y la vida en un infierno vale la pena por una vida aquí en esta ciudad de la vida, en este delicioso infierno. Él sonrió, ah, y casi se me olvida, asintió con su cabeza negra exenta de cuernos que, como quiera, estaban ahí.

Nunca lo vi más, en esa esquina de Seaport. Nunca vino más, como ha de hacer el diablo. Nunca más vi las cartas volando, no vi más el asombro en esa esquina. Yo me fumé un cigarrillo allí, añorándolo, sabiendo que no sé si cumplió con su promesa. Mi deseo. ¿Hay diferencia? Total, total desconocimiento del destino de mi alma temporal. ¿Qué podrá ser del alma de un mortal luego de habérsela empeñado al diablo? Hay que saber bien lo que se pide a cambio en ese intercambio, para salir ganando, si es que se puede, y nunca se puede. ¿Ganarse una vida? ¿Y por tan poco como una vida? Con razón se escapa el diablo, buscando almas que devorar en esta ciudad. Me temo, sin demasiado temor, que ya le debo el alma al diablo. Disfruto con todo el temor del mundo que haya que pagar con la sangre en ese trato. Una sonrisa se me asoma, en esta ciudad de humo, porque ese diablo maldito haya complacido mi deseo.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 19 de abril de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes