Crónica
del final inexistente
Nunca he llegado al final de un tren. Nunca he llegado a la última
estación de un tren por razones obvias (siempre voy a un lugar antes de ese
final) y por razones no tan obvias pero naturales (nunca me he muerto).
¿Existe la última parada de un tren en esta ciudad? Ha de existir, el tren
ha de parar y regresar en su movimiento a recorrer la misma vía otra vez para
llevar a la gente a otros intermedios. Pero yo sueño que no, aún. Que final
de tren es final de vida, porque no vivo al final del tren y no conozco a
nadie allí. O acaso es distinto: si uno vive en la última parada no es la
última, porque mañana capturo el mismo tren en su nacimiento y ya no nace
ahí sino que de algún modo te esperaba, como un caballo fiel (durmiendo,
soñando, ¿qué duermen, qué sueñan los vagones de los trenes en esos
finales de estación?) para otra vez llevarte y llevarme al mismo movimiento
de modo que es casi infinita la ruta. Habría que pensar la posibilidad de un
tren que llega a su última parada y ahí se queda. Porque somos gente, en
esta ciudad que es la única, y nos gusta pensar que tenemos esa última
parada, que podemos quedarnos ahí, sólo ahí. Que no habría que vivir más,
sin acaso morirse. La física nombra ese sentimiento, que es falso: inercia.
Yo sueño con que no existen esas estaciones finales del tren aunque las
veo en los mapas, por un simple terror a otro concepto de la física:
entropía. Se me va desgajando la vida en cada viaje de tren en esta ciudad, y
lo mismo me pasaría en otra, pero no hay otra. El tren se desgaja, se
degrada, gualla y raspa unos rieles que le quitan metal quitándole metal a
esos mismos rieles. Se hace añicos ese tren en el tiempo sin que tú ni yo lo
veamos, y claro, nos engañan, nos ponen otro tren en la misma vía, casi
idéntico, los mismos anuncios, la misma gente, el mismo tiempo cada día, el
engaño de la misma ciudad que nunca es la misma. Casi que uno siente que
sólo existe un tren en el mundo. Como si no inventáramos la ciudad de nuevo
cuando cerramos los ojos, porque la usamos tanto, o ella ocurre tanto, que se
destruye. No nos engañan lo suficiente.
¿No podrían poner otro yo, otro pasajero con mi nombre y mi abolengo que
no sea yo desgajado ya, en ese tren? ¿Para poder seguir el circuito? ¿No es
eso lo que compro en cada viaje, a dos dólares a pop, cada vez que viajo sin
final?
No, no es eso lo que compro. Lo que yo compro cuando paso una tarjeta en
cada terminal es precisamente la posibilidad de que no haya terminal, de que
no haya viaje terminal, de que yo voy a algún sitio que no es final. De que
hay algo después, siempre después. Y aún conservo la tarjeta.
El último viaje, a la última parada, va a ser gratis.
Crónica de un encuentro imprevisible
Nunca
pensé encontrarme con el diablo. Lo que no es tabú es una invitación. Un
tabú, claro está, es una invitación a la transgresión de sí mismo. Por lo
tanto, me encontré al diablo en Nueva York. Ocurrió así: trabajo en Seaport
(pero mi historia no importa) y salgo a fumarme un cigarrillo a la calle. En
la calle, donde andan los mundos, anda el diablo, quién lo diría. El tipo
está haciendo trucos de saltimbanqui en una esquina, como suelen hacer los
que hacen esas cosas. Magias baratas, colorines, cartas al aire o
esfumándose, la magia turista para hacer unos pesos. Pero el diablo, en su
sabiduría limitada pero grande, no me pide unos pesos. Me pide un cigarrillo.
Yo le digo por dios que esos trucos de magias están buenos. ¿Cómo lo haces?
Le pregunto. ¿Cómo no hacerlos?, responde él preguntando, ¿si soy el
diablo? Nueva York, ciudad escéptica de si misma, suspende mi escepticismo
por un rato y acepto el argumento. Halo del cigarrillo y pienso "el
Lucífero me persigue en todas partes; es justo que me encontrara en esta
esquina". Esto quiere decir que no dudo de su identidad, en la ciudad
donde toda identidad es una duda. Pero él, Satán, duda de mi carencia de
dudas. Quiere probar su identidad, esa tendencia a dudar diría yo humana,
demasiado humana. ¿Quieres ver? pregunta, en buen inglés. Te lo demuestro
rapidito. Pide un deseo. Ay, qué invitación. Pedirle un deseo al diablo. Se
me ocurren todas las cosas que ocurren en el mundo para pedir: dinero, mujeres
bellas, la muerte del hambre, la muerte de Bush, mucho mucho pero mucho
dinero, bienestar para tres personas que yo amo, maldiciones para dos personas
que yo amo, que yo no muera nunca, que me muera exactamente ahora, dinero otra
vez, etcétera. Pero pido esto: "dame una vida". El diablo sonríe,
recoge sus cartas de truco y se va. Se larga con su larga cola roja e
inexistente entre las patas de chivo, fumándose mi cigarrillo. Sonríe porque
le causa gracia mi petición, porque se la puse fácil, o porque él también
tiene que hacer trucos en esta ciudad para sobrevivir. Y, ¿qué truco más
fácil que una vida? ¿Hay regalo más fácil para dar? me pregunto. Porque
acaso no tengo una vida, y la vida en un infierno vale la pena por una vida
aquí en esta ciudad de la vida, en este delicioso infierno. Él sonrió, ah,
y casi se me olvida, asintió con su cabeza negra exenta de cuernos que, como
quiera, estaban ahí.
Nunca lo vi más, en esa esquina de Seaport. Nunca vino más, como ha de
hacer el diablo. Nunca más vi las cartas volando, no vi más el asombro en
esa esquina. Yo me fumé un cigarrillo allí, añorándolo, sabiendo que no
sé si cumplió con su promesa. Mi deseo. ¿Hay diferencia? Total, total
desconocimiento del destino de mi alma temporal. ¿Qué podrá ser del alma de
un mortal luego de habérsela empeñado al diablo? Hay que saber bien lo que
se pide a cambio en ese intercambio, para salir ganando, si es que se puede, y
nunca se puede. ¿Ganarse una vida? ¿Y por tan poco como una vida? Con razón
se escapa el diablo, buscando almas que devorar en esta ciudad. Me temo, sin
demasiado temor, que ya le debo el alma al diablo. Disfruto con todo el temor
del mundo que haya que pagar con la sangre en ese trato. Una sonrisa se me
asoma, en esta ciudad de humo, porque ese diablo maldito haya complacido mi
deseo.