I
El agradable ambiente del bar se mezclaba con la música carrilera y con la
fuerte conversación de don Carlos María Andrade, un polémico político de
la región; el fiscal del municipio, el señor Arturo Vergara Fuente y el
secretario general de la Consultoría Pública, el doctor Roel Fueller Halls,
un alemán radicado en Colombia hace ya varios años. Acompañaban la
discusión con propuestas desairadas acerca de los cambios constitucionales y
el derramamiento de sangre sufridos a raíz de tales reformas.
La música dejó de sonar por unos minutos a petición del fiscal, quien se
levantó de la silla con un poco de trabajo para dirigirse al público. Los
tragos revoloteaban en su cabeza haciéndolo sentir grande y poderoso; un
dirigente como ningún otro, serio, honesto, responsable y ante todo
servicial. Se levantó de su silla con aire triunfador, con la mirada siempre
al frente dispuesto a dominar al mundo a como diera lugar.
Los tres jóvenes de la mesa continua se sobresaltaron un poco al escuchar
las primeras palabras:
"Colombia es un pueblo devastado por la violencia y la corrupción, un
siervo de la globalización mundial, un esclavo del vampiro norteño, una
partera de ignorancia".
Esto molesto al público presente. Todos lanzaron miradas de repugnancia y
desagrado.
Los jóvenes bajaron las cabezas, continuando en su silenciosa charla. El
alemán se levantó de un solo salto, empujó levemente al fiscal y continuó
con la exposición:
"No sólo Colombia es devastada por la miseria, el hambre y el
maltrato familiar, ¡no!, es toda Latinoamérica, África y gran parte de
Asia. Por eso, compañeros, debemos unirnos a Carlos María Andrade para
comenzar a ver el cambio en nuestro país y prontamente el del mundo
entero".
Los ebrios del bar brincaron con excitación, gritando "¡Hurra!"
y "¡Viva el señor Andrade!, ¡viva Colombia!".
"Hombres como éste sólo nacen una vez en la vida, son como mesías
venidos a salvarnos, son superhéroes de la realidad".
Las últimas palabras molestaron a uno de los jóvenes, quien miró
fijamente al extranjero como si tuviera en sus manos una Remington Still
preparada para abrir fuego.
"Yo los invito a colaborar en la campaña de mi buen amigo Carlos,
para poder de una vez por todas acabar con la corrupción de este país".
La explosión de gritos jubilosos fue inmediata. La multitud vitoreaba el
nombre del político a voz en cuello. "¡Carlos!, ¡Carlos!,
¡Carlos!". Los jóvenes no se inmutaron ante la avalancha de aplausos
desatada al levantarse el candidato presidencial.
El bar pasó a convertirse en un medidor de decibeles con las primeras
palabras del aclamado político:
"Se que han escuchado promesas por muchos, pero muchos años, y hasta
hoy son tal vez pocas o ninguna las cumplidas. Hoy no quiero repetir una sola
promesa más. Por el contrario, vengo a decirles la verdad. Ustedes muy bien
saben que entre el cielo y la tierra no hay nada oculto, y ante los ojos de
Dios todos somos iguales. El solo hecho de verlos aquí reunidos
acompañándome, da pie para pensar que son personas honestas, trabajadoras y
ante todo buenos católicos, que lo único que buscan es la paz de nuestro
lacerado país. El discurso repetido, las promesas y las mentiras del cambio
se las dejamos a los politiqueros. Quiero ser muy franco; lo único que les
aseguro, óiganlo bien, les aseguro, no les prometo, es que trabajaré con
esfuerzo y empeño por este país. Tan sólo necesito una cosa para cumplir mi
meta, su colaboración. Por lo tanto mi destino está en sus manos, muchas
graciasss...".
El bar temblaba de emoción, los borrachos, las putas y los maricas se
dirigían al respetado político a brindarle su voto de confianza.
Al otro extremo un corpulento negro se levantó de la barra con una copa de
ron en su mano derecha y con su mano izquierda iba empujando a los que
impedían su paso; trastabilló hasta llegar a un pequeño círculo de
personas que rodeaba al futuro mandatario. Empujó a un marica hacia un
costado, levantó la cabeza en señal de satisfacción por la labor cumplida,
miró a los ojos de Carlos María Andrade, se acercó lentamente, casi hasta
oler el aroma de su colonia, estiró su mano derecha hacia el candidato; el
fiscal se sintió amenazado y vio la vida de su amigo en peligro y, con un
movimiento ágil, lanzó lejos la copa de ron.
El despreciado hombre encajó su puño izquierdo en la mejilla del
funcionario. La música cesó de golpe; el bar se convirtió en un campo de
batalla. Mujeres, hombres y maricas se transformaron en máquinas asesinas;
las copas volaban sin blanco definido, las sillas y mesas eran las principales
armas de defensa y las botellas representaban afilados puñales. El señor
Andrade y el alemán se levantaron ante la avalancha de objetos y personas,
corrían en persecución del agresor; Roel se abalanzó sobre el negro hasta
darle alcance, minutos después lo sometían a una golpiza sin igual.
En la mesa continua el alboroto no había causado ninguna molestia, hasta
que el negro cayó a los pies de Juan con la cara ensangrentada y un pico de
botella clavado en el pecho. Saltó por encima del cuerpo moribundo, lo miró
varias veces de arriba abajo sin atreverse a tocarlo, se levantó buscando
ayuda en uno de sus amigos, pero no obtuvo respuesta, ellos continuaban
perplejos con el cristal de la mesa. Observó alrededor, buscando algo que lo
tranquilizara; lo único que vio claramente fue a dos hombres correr hasta una
ancha ventana y lanzarse por ella. El último en saltar fue el indeseado
alemán.
Entre la espesura de humo de cigarrillo, vislumbró un rostro que lo miraba
fijamente. Se acercó un poco al cuerpo ya sin vida y le lanzó una fuerte
patada. Juan escuchó unas palabras entrecortadas, de las cuales entendió:
—Hijo de puta, cómo te atreviste a tocarme.
El hombre dio tres pasos atrás, giró su cuerpo perdiéndose en el
enmarañado humo. Juan no podía creer lo que estaba viendo; su cerebro se
encontraba buscando una salida, una solución para todo este problema, lo
único que se le ocurrió fue sacudir a sus acompañantes y despertarlos antes
de que llegara la policía.
Sebastián levantó la cabeza, lo reconoció y le dijo:
—Juan, hermano, todo esta listo, tranquilícese, fume más opio y
relájese. Ya sabe, lo haremos durante el festival de jazz como lo planeamos;
además usted fue el de la idea de los peones; ¡deben morir para dar cabida a
nuevos reyes como nosotros!
No quería acordarse del plan y mucho menos en tales circunstancias.
Sintió cómo le jalaban el pantalón, volteó y vio a Claudia cayéndose de
la mesa, la tomó por la cabeza y comenzó a decirle:
—Claudia, nena, vámonos de aquí, esto está muy jodido. Hay un crimen y
pronto llegara la policía.
Claudia se precipitó hasta golpearse con la silla.
—No me moleste, hermano, no ve que estoy más loca, mejor déme otro pase
para ver si vuelvo hoy.
Levantó a Claudia sentándose junto a ella. Las imágenes se perdían de
su memoria con naturalidad. Comenzó a creer que todo era una pesadilla y que
sólo era posible cambiarlo por un buen sueño con un pase de coca. Lo aspiró
hasta el fondo de su nariz, sintiendo cómo subía hasta su cerebro. Dejó el
pitillo sobre la mesa y cayó de espaldas sobre la silla comenzando el
prolongado viaje. Su flujo sanguíneo se aceleraba con las espantosas
imágenes. El bar, el negro, los dos personajes corriendo en huida, el
extraño rostro de entre la niebla, la sangre, el jadeo, Sebastián y Claudia
sobre la mesa, la desesperante música carrilera, los gritos, las molestas
luces sobre los rostros y cuerpos. Todo se le presentaba como una gigantesca
masa de humanidad devastada, sucia y corrompida. Se exponía la realidad,
salida a la luz luego de años y años de encierro en el embotamiento de la
idiotez.
Dentro de su cerebro había pasado al límite de la fantasía, se creía
Zeus empuñando el tridente, golpeando a los injustos, a los descarriados, a
los hipócritas, a los malvados, a los pendencieros, a los anatemas, a los
juristas, a los mórbidos, a la gran comunidad libertina y desdeñosa. Sentía
cómo se transformaba su cuerpo, cómo sus brazos y piernas se iban alargando
hasta alcanzar un tamaño descomunal, su pecho se expandía como el mar, su
cabeza se elevaba sobre las montañas de la región.
Él se convirtió en el supremo, en el único ser viviente capaz de
aplastar a la antigua sociedad, dando paso a una nueva legión de seres
vivientes capaces de cambiar la palabra por la escritura, capaces de vivir
experiencias propias, capaces de revolucionar su vecindario mental, capaces de
escupir en la cara de la seguridad, capaces de pensarse ellos antes de
pensarse otros; seres funcionales y no colectivistas, seres antes que
personas.
Se removió en su silla sacudido por el frío intenso que penetraba por la
ventana escapatoria. Ya para este momento nada era real, el bar se había
transformado en un laberinto de sentido común e igualdad humana. Su cabeza
alterada por la coca era la única capaz de ordenar este mundo de
preocupaciones. El pase fue bastante fuerte, ya nada lo traería hoy de
vuelta. En medio de la ansiedad veía rostros extraños, irreconocibles, que
lo único que lograban era preocuparlo más. La infructuosa búsqueda lo
estaba molestando. Por momentos identificaba hilos de agua cristalina que
bajaban por uno de los rostros. Un sentimiento de terror se apoderó de él,
al observar la transformación del líquido cristalino en un espeso rojo.
Aquella cara cubierta de sangre salía de entre las demás y se acercaba
con una perturbadora sonrisa. Comenzó a verse acosado y perseguido por aquel
rostro, se sentía como una rata en la oscuridad del bosque que huye sin saber
qué la persigue, sin entender por qué a ella. Él, al igual que la rata,
debía correr porque sabía que pronto lo atraparía.
Corría sin saber dónde esconderse. No tenía la menor idea de quién
podía ser aquel que lo miraba con aquella sonrisa, aquel que quería
perturbarlo. Las manos recorrían toda su cabeza en señal de amparo, sus
hombros se tensaban con cada nuevo ataque del perseguidor, todo su cuerpo se
había convertido en una lápida. Las gotas de sudor resbalaban por su frente,
su respiración se hacía cada vez más pausada y arrítmica; la persecución
estaba llegando a su fin.
El rostro continuaba con su sonrisa aterradora a la caza de la presa. Juan
no tenía otra salida que tumbarse en el suelo y esperar. El aliento y la
respiración llegaron hasta su cuello, estaba desesperado y no encontró otra
escapatoria que lanzarse a las profundidades de su mente. El peso de su cuerpo
lo hacía descender con mayor velocidad dentro de un vacío ancho y
prolongado, a la espera de un golpe que lo desintegrara. En medio del pánico
observó una pequeña abertura roja que salía del fondo del túnel, intentó
mantener los ojos puestos en aquella esperanza que le llegaba. Ahora su cuerpo
se precipitaba a una velocidad superior a lo normal. Por unos instantes se
sentía libre del peso del rostro, como si ya nada lo persiguiera, como si
toda aquella pesadilla acabaría con su ingreso en la abertura. El rojo se iba
haciendo cada vez más intenso y le pareció observar una forma ovalada de
color rosa. El color rosa se mezclaba con el rojo, mostrando una silueta
llamativa. En el momento de chocar contra la grieta, se percató de que aquel
color rojo era la lengua de su propio rostro, acompañada por esa horrorosa
sonrisa de satisfacción.
Juan cayó sobre el charco de sangre dejado por el negro; consigo se
precipitó Claudia. Así estuvieron tendidos los tres cuerpos, uno sobre el
otro, hasta cuando llegó la policía a realizar el levantamiento.
II
Por la parte superior, sobre la ventana, el agua se deslizaba lentamente en
pequeñas goteras. La humedad y el frío hacían de esta celda algo inhumano y
castrense. El gris de las paredes le daba un tono opresivo y humillante;
cualquiera que viera estas paredes por unos segundos jamás las olvidaría. No
sólo la estructura material era inhumana, sino también su hedor; un hedor a
resignación y a desgracia, mezclados con el rechazo y el ocultamiento
intencional.
Dentro de estas celdas se comienza a vivir en otro mundo, a conocer nuevas
estrategias de sobrevivencia, a pensar en sí mismo antes que pensar en otros.
Los barrotes, el camastro, la diminuta ventana, la humedad y el frío se
convierten en los únicos compañeros por años.
Cárceles, instituciones de verdad, centros herrados de malformaciones
humanas; llenas de mentiras inmemoriales, donde se ve, se siente, se oye, se
huele, se palpa, se percibe el caos venidero de la humanidad. La cárcel es
tan sólo una verdad inocultable.
Sin poder diferenciar si era un sueño o la realidad sentía cómo lo
tomaban por el brazo y lo removían sobre el viejo colchón; no entendía
nada, no recordaba nada, todo iba volviendo a su memoria lentamente. Recordó
una gran mancha de sangre, luego una pelea, después música, a continuación
un rostro siniestro. Intentaba encontrar similitud en todas estas escenas. De
pronto, como si desde el exterior le llegara una señal, como si hubiera
encontrado la pieza faltante de su rompecabezas, sintió un fuerte pellizco.
La música, el humo, la pelea y el extraño se reunieron de golpe en su
cerebro para sacar una imagen clara y perfecta, el recuerdo del bar. Ese
maldito recinto de inmundicia y desespero, ese antro de perdición, ese
artificio del demonio le recordaba la pelea, el asesinato y la maléfica cara
que lo escrutó por varios segundos. —Bar de mierda —pensó.
Aquel perverso recuerdo lo despertó de un solo golpe y al abrir los ojos
se encontró con la penetrante mirada de Sebastián. Su brazo estaba siendo
removido por la mano de su compañero. Éste, en el instante de verle abrir
los ojos, dejó de sujetarlo.
—Casi no vuelve, ¡no!
—¿Dónde estoy, viejo?
—Pues nada más y nada menos que en el paraíso de los injustos y en el
infierno de los justos; en su nombre común, cárcel, pero según el policía
que se acaba de ir, Reformatorio Distrital.
Juan se levantó del camastro, con el rostro descompuesto.
—¿Cuántas horas llevamos aquí?
—Más de once.
—¿Tanto tiempo?, ¿y nuestros padres?
—Ya vinieron, pero la situación es demasiado grave.
—¿Acaso qué hicimos, Sebas?
—¿Usted cree que yo me acuerdo? No sé nada, sencillamente nos acusan de
asesinato y de porte ilegal de armas.
—¿Cómo?, ¿asesinato?, ¿porte ilegal de armas?
—De eso, y de consumo excesivo de drogas.
—Mierda, estamos jódidos. ¿Entonces usted no se acuerda de nada más?
—Tengo imágenes difusas, sólo recuerdo a la policía en el bar.
Con esta última palabra la transformación en el rostro de Juan fue
inmediata, escuchar el nombre de este recinto removía sus tripas, causándole
fuertes dolores estomacales.
—El bar, claro, ya todo se hace más claro.
—¿Acaso usted no se acordaba?
—No, Sebas, yo estaba demasiado loco. Al igual que usted, tengo borrosos
recuerdos.
—Yo recuerdo claramente cuando lo levantaron a usted y a Claudia. Debajo
de ustedes dos se encontraba un negro borracho y dormido, creo que se vomitó,
porque alrededor había un gigantesco charco.
—No, ahora todo está claro, ese charco no era vómito, era sangre, el
negro es el muerto que nos quieren cargar.
—¿Usted cómo sabe que ese man estaba muerto?
—Yo vi cómo lo mataban.
—Ay, marica, en qué problema nos metimos.
-¿Dónde está Claudia?
Está en la penitenciaría, usted sabe que ella es menor de edad, y tiene
ciertos privilegios.
—Ella tenía el arma, ¿cierto?
—Claro.
Sus miradas se encontraban y se evitaban al mismo tiempo. Sus rostros
reflejaban la intención de pensar en cosas más agradables.
La gotera superior era lo único que los acompañaba en esta alejada celda.
Juan se levantó intentando poner su boca en el trayecto de ésta. La sed se
estaba haciendo insoportable. Cazó una negruzca gotera y la sintió chocar
contra su lengua, luego siguió su descenso por la garganta, pensaba en los
tejidos tocados por la gota de agua; cuando llegó hasta su estómago, fue
como si cayera en un gigantesco pozo vacío.
—Sebastián, ¿usted ya comió algo?
—Sí, trajeron desayuno para los dos, pero como usted estaba dormido, el
guarda pensó que yo me iba a comer el otro y se lo llevó.
—¿Volverá?
—Quién sabe, esos guardianes nos llevan en la mala, Juan. ¡Que por ser
niños ricos!
—Malparidos frustrados de mierda. Me van a dejar morir de hambre.
Por la ventanilla comenzaban a penetrar luminosos rayos. El sol llegaba a
su punto máximo del día, la celda comenzó a sudar y la humedad se levantaba
en busca de una salida; el agua escaseaba cada vez más, los estrechos
rincones salían a la luz. El granito, el cemento y las rocas se iban
recalentando hasta convertir el cuarto en una rústica caldera.
A borbotones comenzaban a sudar. Sus frentes se transformaron en altas
cascadas. La camisa y el pantalón se iban pegando a sus cuerpos con cada
movimiento. El calor era letal.
Juan se deshizo de su camisa, corrió hacía el frío de los barrotes y se
tendió de espaldas a la espera de un refrescante soplo de viento. Sebastián
estaba atónito, sentado en el viejo camastro con la cara roja a punto de
estallar. No le importaba el calor, ni la celda, ni las gotas que caían
dentro de sus ojos; no le importaba nada de lo exterior. Su mente producía
imágenes de la noche en el bar. Las palabras muerte y acusados
lo mantenían aletargado en un abismo de preocupaciones. Pensaba que ni la
influencia de su padre, ni la del padre de Juan, los salvarían de esta.
Comenzaba a verse viejo, lleno de cicatrices, jugando cartas todos los
días, a la misma hora, en el mismo lugar y con los mismos reclusos. Pero lo
que más le impresionaba era tener que llegar a defender su vida en esta cueva
de opresión. Se llenó de terror, no se imaginaba asesinando a sangre fría.
Intercambiando su vida por otra. Pensó que lo primero en hacer era hablar con
su padre, prometerle que cambiaría, que estaba dispuesto a hacer todo lo que
él quisiera, sólo por que lo sacara de esta pocilga.
Se secó el sudor de la frente y lanzó una mirada a su compañero, que se
encontraba tendido sobre los barrotes con una mueca de satisfacción. Esta
representación le trajo a la memoria el opio, la mesa llena de coca, el arma
de Claudia, el negro tendido sobre un charco de sangre. Se dio cuenta de que
ya nada lo podría salvar. Sabía que aunque la ley de este país era una
putada, tenían muchas pruebas acusadoras que los hundirían. Las lágrimas
comenzaron a brotar de sus ojos, se sentía perdido y sin esperanza, prefería
morir antes que pasar otra noche en esa celda.
Desde el fondo del pasillo se comenzaban a escuchar pasos que cada vez se
hacían más fuertes. Juan se sobresaltó de emoción, pensaba en el suculento
plato de comida que traía el guardián. Su estómago daba brincos con cada
nuevo paso. Parado, con la cara pegada a los barrotes, esperada la llegada de
su sabrosa vitualla. Sebastián por el contrario no hacía el menor esfuerzo
por demostrar excitación, su mirada continuaba perdida en una pared.
El guardián llegó, escrutó a Juan por todas partes. En su rostro se
reflejaba una sensación de malestar. Se acercó hasta los barrotes, se quitó
la gorra a causa del insoportable calor, sacó el mazo y golpeó los barrotes
causando un tremendo ruido.
—¿Ustedes son Juan Camilo Sánchez y Sebastián Mora, los asesinos del
bar?
Sebastián, que no se había sobresaltado con el golpe en los barrotes, al
escuchar esta acusación corrió hasta el frente de la celda con los puños
apretados.
—¡Más asesino serás voz, peón!
El guardián se retiró un poco y comenzó a reírse y a mirar
despectivamente a los dos jóvenes. Se abrió un poco la camisa dejando que
llegara a su pecho un poco de aire.
—¡Pero mirá cómo salió de hombrecito este maricón!, cómo me
gustaría verlo en el patio primero, o tenerlo unos años más por acá. Antes
de irse les daré un regalo por ser primíparos. Ojalá les guste, ¿no?
La ira les brotaba por los poros. Anhelaban no estar encerrados, poder
estar afuera y degollar poco a poco a este maldito. No les importaba la
condena, ni el escarnio público, no les importaba nada; lo único que se les
pasaba por la cabeza era tener al guardián entre sus manos. Morderlo hasta
que se desangrara lentamente. Pero no, estaban encerrados como animales
salvajes, a la espera de la próxima jugada del carcelero.
El guardián se desabrochó la correa, se la sacó de un solo tirón y la
colocó junto al bolillo. A continuación se desabrochó el pantalón, ambos
se alejaron de los barrotes, hacia el otro extremo de la celda.
Con los pantalones en las rodillas y los calzoncillos sobre los muslos, el
guardián comenzó a orinarlos sin parar de reír. No podía contener su risa
al ver a ambos jóvenes corriendo dentro de la celda como animalitos
asustados. Al terminar se vistió de nuevo y se acercó un poco hasta los
barrotes mandándoles un pico con la mano.
—Ahora que recuerdo les traía una noticia, en menos de dos horas
estarán libres. Espero que estén contentos y orgullosos de sus cochinos
padres. Deseo verlos pronto por acá, ¡par de mariquitas!
Juan corrió hasta los barrotes, y con toda la fuerza de su pecho lanzó un
gran escupitajo, pero el misil no dio en el blanco.
El guardián se fue por el pasillo tarareando una vieja canción del
Charrito Negro.
Sebastián vivió de nuevo al escuchar las últimas palabras del guardián.
Estaba feliz desglosando, sílaba por sílaba, la palabra libertad. No
podía entender cómo unos minutos antes trató de injuriar a su padre,
creyéndolo un incompetente. Pero no, las cosas eran distintas, su padre a
pesar de todos los inconvenientes lo había puesto en libertad. Antes la vida
se le estaba yendo entre estos barrotes, ahora la sangre corría por sus venas
con fuerza y rapidez.
La vida le había brindado otra oportunidad y la aprovecharía. De la
emoción reinante dentro de sí mismo, no percibía la hediondez del calabozo.
El aroma de la orina y el calor eran una mezcla indisoluble que los estaba
ahogando. Juan se acercó hasta la altura de su amigo, lo tomó por el hombro
y lo llevó hasta la puerta de la celda.
—¿Cómo se puede aguantar ese olor, Sebas?
—¡A mi sólo me huele a libertad!
III
La tarde empezaba a caer en la ciudad, el amarillo intenso del sol se
perdía en el horizonte; el tráfico y la multitud inundaban las calles
apresurados en busca de sus casas. Durante este espacio del día, la ciudad se
convertía en una caldera humana.
A la hora de buscar sus hogares todos eran iguales, no existía ni color,
ni raza, ni estatus, ni condición social, no existía nada, sencillamente el
deseo de ir a casa a descansar un poco.
Claudia traía el vestido que llevaba la noche del incidente del bar, su
cabello se encontraba enmarañado y un poco sucio. La gente la miraba
asombrada por su desfachatez, pero no se impresionaban demasiado; toda su
atención se encontraba puesta en el transporte, coger un bus a estas horas
era una tarea maratónica.
Claudia no atendía las miradas insolentes y meticulosas, sólo le
importaba llegar rápido a la avenida 19 para ver cómo les había acabado de
ir a sus dos amigos. El ruido, el tráfico, el roce con tantas personas la
estaba asfixiando. Caminó por el centro de la calle, pasando cerca de varios
carros. Luego de caminar unos kilómetros llegó a su destino.
Sobre la avenida, en la esquina 49 se encontraban sus dos camaradas. Juan
liaba un puro de marihuana, mientras Sebastián se divertía viendo pasar los
buses llenos de gente. Pensaba en las ironías de la vida, todo un día
trabajando sin parar, sólo pensando en trabajar y trabajar para mejorar su
condición económica, pero la proporción estadística era errónea, a más
trabajo, menos dinero y tiempo libre, y a menos tiempo libre más deudas en
aparatos en que entretenerse al llegar a sus hogares; televisores, grabadoras,
DVD, duchas de agua caliente, colchones reconfortantes, pero la última moda
consistía en comprar aparatos para mantener la figura a la necesidad del
siglo XXI. Unos cambiaban de auto como otros cambiaban de calzoncillos... Este
mundo es una maravilla.
—Cuanto tiempo sin verlos, compañeros.
El puro de marihuana daba señales de vida, Juan aspiraba con todas sus
fuerzas como un barco a vapor. Sebastián retornó de sus pensamientos, la
miró completamente y rió.
—¿Acaso esa ropa te trae buenos recuerdos, mujer?
—Para nada, simplemente boté las llaves del apartamento.
Juan se sacó el porro de la boca y se acercó a Claudia.
—¿La señorita desea un poco de esta maravillosa planta, para comenzar
una larga noche?
—Claro, caballero, es usted muy amable.
El puro de marihuana circulaba entre ellos. El reencuentro era maravilloso,
el volver a verse luego de un suceso tan desagradable era una ceremonia que
debía ser celebrada con la bendición de los dioses... la hierba sagrada. El
porro estaba dando las últimas señales de vida, Claudia se acercó a la
acera y lanzó un fuerte grito de euforia; Juan rió con la escena de su
compañera, se acercó lentamente por detrás, le acarició el cabello y le
preguntó:
—¿Qué dijeron tus padres?
—Nada, como siempre.
—¿Ni un regaño?
—Nada, hombre.
Ella regresó a la compañía de Sebastián, quien se encontraba dando la
última aspirada al porro.
—¿Y a ti, Sebastián, cómo te fue con el troglodita?
—Mal, mujer, no quiere verme y amenazó con echarme de la casa.
—¿Y tu madre?
—Callada como siempre, llorando y llorando.
Él le pasó la pata del porro, Claudia le dio la última aspirada y lo
botó.
—Claudia, ¿y el arma?
—Pues me la quitaron, sabio.
—¿En la penitenciaría?
—No, en la carnicería, ¡güevón!
La luna se alzó por encima de sus cabezas y el flujo vehicular comenzó a
aminorarse.
Sobre la avenida 19 muy pocos almacenes se encontraban abiertos. Desde la
calle opuesta llegaban sonidos estridentes de carros de balineras empujados
por señoras gordas y pequeñas. Los chirriadores carros eran restaurantes
ambulantes donde se podían encontrar tintos, jugos, gaseosas, empanadas,
tortas de carne, huevos tibios, huevos revueltos, huevos en cacerola, caldo de
huevo, arepas de carne, arepas de pollo, arepas con mantequilla, arepas
fritas, suizas, perros calientes y otras maravillas de la gastronomía
colombiana.
Una de las mujeres llegó hasta la esquina, se acercó a Juan mirándolo
con desprecio; empujó el carro por encima del andén, corriendo a los dos
compañeros.
—Parrandada de marihuaneros hijueputas, ¡lárguense de aquí!
Los tres compañeros emprendieron la marcha sobre la avenida 19. Sebastián
encendió un cigarro mientras miraba las luminosas estrellas pegadas del
firmamento. Cada una le parecía un personaje del concierto, toda una gama de
celebridades, reunidas en torno a la maravillosa música jazz.
Cada una de las calles transitadas se hacían más largas y solas, las
cuadras de esta ciudad eran semejantes a las quebradas que desembocan en los
caudalosos ríos. Dentro de este ambiente empezaba la fiesta de estos tres
jóvenes cada noche. Recorrer la ciudad bajo el amparo de la luna con la
mirada de las estrellas sobre sus cabezas. La droga, los libros, la música y
las experiencias fuertes eran sus dosis diarias de supervivencia en este
rincón del planeta.
Sobre la carrera 23 se veían filas de personas ansiosas por ingresar al
auditorio. El recinto, un local rectangular adornado con vidrios plateados que
le daban un aspecto de crucero caribeño; lleno de luces y accesorios
estrambóticos. La multitud se agolpaba en la entrada con la expectativa de
escuchar por vez primera un grupo suizo de jazz.
Apresuraron el paso para ver si su víctima se encontraba entre la
muchedumbre, pero la cantidad de personas hacían de la búsqueda algo
difícil y agotador.
Juan fue el primero en llegar hasta la puerta del teatro, lanzó una
rápida mirada de norte a sur sin localizar su objetivo. Regresó hasta la
esquina donde lo esperaban sus dos compañeros.
—¿Nada, Juan?
—No, parece que no vino.
—Claudia, ¿usted sí lo invitó?
—¡Claro!
—¿No será que se dio cuenta de nuestro arresto y por eso no vino?
—De nuestro arresto sólo estamos enterados nosotros y nuestros padres,
nadie más.
—Y la policía.
—¡Ah!, pero esos no cuentan.
Sebastián levantó la cabeza por encima de sus amigos y vio a Manuel.
Caminaba con paso lento, con la parsimonia de los comunes. Llevaba sus gafas
sobre la nariz, intentando localizar a Claudia entre la multitud.
Llegó hasta la entrada principal, se sentó en uno de los muros y esperó.
—Ya llegó Manuel.
Claudia se adelantó y levantó su cuello para observar mejor.
—¿Dónde está ese tonto, que no puedo verlo?
—Mírelo allá, sentado en la entrada principal.
—¡Pero cómo está de guapo!, lástima que esta sea su última noche.
Juan se sobresaltó un poco, como si de pronto recordara algo muy
importante.
—Que pena interrumpir su conversación, pero si no hay arma ¿con qué lo
vamos a asesinar?
Claudia y Sebastián se miraron con preocupación, ella se adelantó unos
pasos hasta llegar a la altura de los dos hombres; sacó de la chaqueta un
sobre de manila, de él extrajo un par de guantes de cirugía. Juan
retrocedió un poco hasta la carretera, sin quitarle la vista al sobre.
—Ahora sí te enloqueciste, Claudia.
Ella envolvió el sobre y comenzó a guardárselo.
—No seas tonto Juan, esta es la manera más sencilla y segura de hacerlo.
—¿Y acaso quién lo va a hacer?
Antes de que Juan terminara de hablar, Sebastián llegó donde Claudia y le
arrebató el sobre.
—¡Yo lo haré!
—Ahora sí se enloquecieron los dos, lo que me faltaba…
—Ya está todo listo; Juan avisa desde la esquina y Sebastián nos espera
en el matorral.
Los tres compañeros se acercaron en un abrazo fraternal, se miraron
mutuamente a los ojos en señal de aprobación. Ya todo estaba listo, nada
podía salir mal. Cada uno sabía cuál era su trabajo, y del resultado de
éste dependía el éxito de la operación.
Claudia caminó rumbo a la entrada del auditorio con paso natural. Nadie
sobre la faz de la tierra hubiera sospechado de esta inocente mujer; sus
rasgos delicados, su cara de niña, su voz afable e infantil, pero más que
nada su simpatía con las personas la convertían en una dama.
Todo esto era una perfecta máscara para ocultar su aborrecimiento y su
odio por el mundo. La vida se había portado mal con ella, la puso en un hogar
donde sus padres jamás se percataron de tener una hija, las únicas dos
palabras con las cuales ella podía acercarse a ellos eran hasta luego. Las
despedidas fueron lo único que los unió por 19 años; sus padres siempre se
excusaron bajo la fachada de que a Claudia nunca le había faltado nada, todo
lo tuvo desde el día en que nació.
Mientras se acercaba a su víctima pensaba en cómo disfrutaría viéndolo
llorar, suplicar y rogar. Cuál sería su sensación luego de liberarlo de
este mundo; en dónde quedarían todas sus palabras de alabanza hacía un
mundo que sólo es macabro y perverso.
La verdad, ni ella ni sus compañeros lo pudieron entender, debía ser
imposible que un ser con aquellos pensamientos salvadores y con acciones tan
lastimeras lograra desenvolverse en este entorno. Manuel vivía su propia
situación, estructurada en la mentira y el ocultamiento.
Cada vez que recordaba esta condición se sentía indignada y molesta. Se
acercó por un costado a Manuel y lo tomó por el brazo con un fuerte
apretón.
—Se te hizo tarde, Manuel.
—No, hace un rato llegué.
—¿Pero cómo, si yo llegué tempranísimo y no te vi?
—No lo sé, me imagino que en medio de todo este gentío se hacía
difícil vernos.
—¡Claro!, tienes razón.
—Pero entremos que se nos está haciendo tarde.
—No, Manuel, es que no quiero entrar al concierto, sólo quiero que
paseemos y observemos las estrellas.
Con estas últimas palabras la respiración de Manuel se aceleró; por su
torrente sanguíneo se precipitaban altas cantidades de glóbulos rojos
esparciéndose en todo su rostro como una gran sombra roja. Claudia se
percató de esto y se sintió dichosa, sabía que Manuel aceptaría.
—Pero, Claudia, yo pensé que tú querrías ingresar.
—La verdad todo esto fue un simple pretexto para estar contigo.
Las diferentes entradas del teatro estaban siendo cerradas, por la entrada
principal se veían correr retrasados intentando no quedarse por fuera. Las
cosas mejoraban aun más. Todo estaba saliendo igual a lo planeado en el bar.
Caminaron hacia la carrera 23 con octava, una ancha fila de carros de comida
obstruían el paso y Claudia vio la oportunidad perfecta para tomar el camino
apetecido.
—Conozco un lugarcito perfecto cerca de acá, en donde podemos observar
las estrellas.
—Tú mandas esta noche, Claudia.
Las calles se iban cerrando por la altura y la espesura de los árboles, un
túnel de hojas verdes los atrapaba con cada paso; en el fondo se distinguía
una explanada libre de arbustos, un lugar bellísimo para observar el
firmamento.
Claudia pensaba en que la naturaleza y los astros se habían confabulado
para adecuar el lugar de la ofrenda.
De la parte superior del rostro de Manuel descendían cintas de sudor que
manchaban su camisa blanca; fuertes oleadas de viento golpeaban sus rostros,
haciendo el ambiente acogedor y cálido. Caminaron por el centro del pastizal
hasta llegar al extremo del barranco. Allí todo estaba sumido en una profunda
soledad, sólo el manto de la gigantesca luna acompañaba a los dos
personajes.
Manuel estaba un poco nervioso por estar a solas con su princesa soñada,
para él todo era mágico y fantástico. Su cuerpo temblaba con el más
mínimo roce del cuerpo de ella.
Si alguna vez pensó en tener algo para recordar, ésta sería la
oportunidad perfecta, en aquel instante, bajo el amparo de la reina de la
noche y con la dueña de su corazón.
Claudia comenzaba a inquietarse con la tardanza de Sebastián, no entendía
qué pasaba con su compañero. De pronto se escuchó un ruido, Manuel se
sobresaltó y abrazó a Claudia.
De entre la maleza comenzó a emerger una extraña sombra que caminaba
hasta Claudia y Manuel, se abalanzó sobre éste y con un golpe en la nuca lo
derribó.
Claudia retrocedió ante el ataque de su amigo, tomó aire y se acercó
hasta el cuerpo de Manuel.
—¿Por qué te demoraste tanto?
—Estaba esperando la oportunidad perfecta para atacarlo.
—¡Pues la próxima vez, lo haces más rápido!
—Claudia, tú sabes que no habrá una próxima vez.
La mano derecha de Manuel comenzó a moverse y Claudia advirtió a su
compañero de este contratiempo; de súbito todo el cuerpo comenzaba a moverse
lentamente, Sebastián sacó los guantes del bolsillo de la chaqueta, se los
colocó con maestría, miró directo a los ojos de su víctima y comenzó a
acordarse de todos los cargos acusatorios.
Tomó el cuello del desvalido hombre con ambas manos y con cada recuerdo
imborrable llegado a su mente apretaba cada vez más y más. Los ojos de
Manuel parecían salirse de sus cuencas y por un extremo de su boca salían
hilos de sangre.
Sebastián, al ver la sangre, se dio cuenta de que era tarde, de que ya no
podía dar marcha atrás; la transformación de su rostro fue inmediata, ya no
era Sebastián, ahora era el salvador del mundo, el único ser capaz de
renovar a la tierra, el Mesías.
Mientras pensaba en esto hundía con agrado sus largos dedos hasta la
tráquea de la víctima, se ufanaba con la idea de atravesar con sus manos el
cuello de Manuel.
Claudia se encontraba impávida y pasmada con aquella escena, no
comprendía la transformación de Sebastián y un miedo intenso la invadió de
repente, quería huir pero sabía que era demasiado peligroso.
Una espesa niebla se apoderó del terreno y el viento cesó de golpe. Ya no
se escuchaba nada, parecía que todos fueran figuras irreales y deformes. En
el suelo se encontraba Manuel intentando descifrar el porqué de su asesinato,
un porqué que nunca se contestaría, sí para él todo en su vida fue justo,
honesto y leal, nunca violó las reglas; siempre fue correcto. Sebastián
miró fijamente a Manuel, como intentando interpretar su pregunta, se acercó
un poco hasta el oído y con una dulce voz:
—El único problema fue tu sonrisa.
Juan despertó...