Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 106
5 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Asesinato literal
Felipe Escudero Gómez

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I

El agradable ambiente del bar se mezclaba con la música carrilera y con la fuerte conversación de don Carlos María Andrade, un polémico político de la región; el fiscal del municipio, el señor Arturo Vergara Fuente y el secretario general de la Consultoría Pública, el doctor Roel Fueller Halls, un alemán radicado en Colombia hace ya varios años. Acompañaban la discusión con propuestas desairadas acerca de los cambios constitucionales y el derramamiento de sangre sufridos a raíz de tales reformas.

La música dejó de sonar por unos minutos a petición del fiscal, quien se levantó de la silla con un poco de trabajo para dirigirse al público. Los tragos revoloteaban en su cabeza haciéndolo sentir grande y poderoso; un dirigente como ningún otro, serio, honesto, responsable y ante todo servicial. Se levantó de su silla con aire triunfador, con la mirada siempre al frente dispuesto a dominar al mundo a como diera lugar.

Los tres jóvenes de la mesa continua se sobresaltaron un poco al escuchar las primeras palabras:

"Colombia es un pueblo devastado por la violencia y la corrupción, un siervo de la globalización mundial, un esclavo del vampiro norteño, una partera de ignorancia".

Esto molesto al público presente. Todos lanzaron miradas de repugnancia y desagrado.

Los jóvenes bajaron las cabezas, continuando en su silenciosa charla. El alemán se levantó de un solo salto, empujó levemente al fiscal y continuó con la exposición:

"No sólo Colombia es devastada por la miseria, el hambre y el maltrato familiar, ¡no!, es toda Latinoamérica, África y gran parte de Asia. Por eso, compañeros, debemos unirnos a Carlos María Andrade para comenzar a ver el cambio en nuestro país y prontamente el del mundo entero".

Los ebrios del bar brincaron con excitación, gritando "¡Hurra!" y "¡Viva el señor Andrade!, ¡viva Colombia!".

"Hombres como éste sólo nacen una vez en la vida, son como mesías venidos a salvarnos, son superhéroes de la realidad".

Las últimas palabras molestaron a uno de los jóvenes, quien miró fijamente al extranjero como si tuviera en sus manos una Remington Still preparada para abrir fuego.

"Yo los invito a colaborar en la campaña de mi buen amigo Carlos, para poder de una vez por todas acabar con la corrupción de este país".

La explosión de gritos jubilosos fue inmediata. La multitud vitoreaba el nombre del político a voz en cuello. "¡Carlos!, ¡Carlos!, ¡Carlos!". Los jóvenes no se inmutaron ante la avalancha de aplausos desatada al levantarse el candidato presidencial.

El bar pasó a convertirse en un medidor de decibeles con las primeras palabras del aclamado político:

"Se que han escuchado promesas por muchos, pero muchos años, y hasta hoy son tal vez pocas o ninguna las cumplidas. Hoy no quiero repetir una sola promesa más. Por el contrario, vengo a decirles la verdad. Ustedes muy bien saben que entre el cielo y la tierra no hay nada oculto, y ante los ojos de Dios todos somos iguales. El solo hecho de verlos aquí reunidos acompañándome, da pie para pensar que son personas honestas, trabajadoras y ante todo buenos católicos, que lo único que buscan es la paz de nuestro lacerado país. El discurso repetido, las promesas y las mentiras del cambio se las dejamos a los politiqueros. Quiero ser muy franco; lo único que les aseguro, óiganlo bien, les aseguro, no les prometo, es que trabajaré con esfuerzo y empeño por este país. Tan sólo necesito una cosa para cumplir mi meta, su colaboración. Por lo tanto mi destino está en sus manos, muchas graciasss...".

El bar temblaba de emoción, los borrachos, las putas y los maricas se dirigían al respetado político a brindarle su voto de confianza.

Al otro extremo un corpulento negro se levantó de la barra con una copa de ron en su mano derecha y con su mano izquierda iba empujando a los que impedían su paso; trastabilló hasta llegar a un pequeño círculo de personas que rodeaba al futuro mandatario. Empujó a un marica hacia un costado, levantó la cabeza en señal de satisfacción por la labor cumplida, miró a los ojos de Carlos María Andrade, se acercó lentamente, casi hasta oler el aroma de su colonia, estiró su mano derecha hacia el candidato; el fiscal se sintió amenazado y vio la vida de su amigo en peligro y, con un movimiento ágil, lanzó lejos la copa de ron.

El despreciado hombre encajó su puño izquierdo en la mejilla del funcionario. La música cesó de golpe; el bar se convirtió en un campo de batalla. Mujeres, hombres y maricas se transformaron en máquinas asesinas; las copas volaban sin blanco definido, las sillas y mesas eran las principales armas de defensa y las botellas representaban afilados puñales. El señor Andrade y el alemán se levantaron ante la avalancha de objetos y personas, corrían en persecución del agresor; Roel se abalanzó sobre el negro hasta darle alcance, minutos después lo sometían a una golpiza sin igual.

En la mesa continua el alboroto no había causado ninguna molestia, hasta que el negro cayó a los pies de Juan con la cara ensangrentada y un pico de botella clavado en el pecho. Saltó por encima del cuerpo moribundo, lo miró varias veces de arriba abajo sin atreverse a tocarlo, se levantó buscando ayuda en uno de sus amigos, pero no obtuvo respuesta, ellos continuaban perplejos con el cristal de la mesa. Observó alrededor, buscando algo que lo tranquilizara; lo único que vio claramente fue a dos hombres correr hasta una ancha ventana y lanzarse por ella. El último en saltar fue el indeseado alemán.

Entre la espesura de humo de cigarrillo, vislumbró un rostro que lo miraba fijamente. Se acercó un poco al cuerpo ya sin vida y le lanzó una fuerte patada. Juan escuchó unas palabras entrecortadas, de las cuales entendió:

—Hijo de puta, cómo te atreviste a tocarme.

El hombre dio tres pasos atrás, giró su cuerpo perdiéndose en el enmarañado humo. Juan no podía creer lo que estaba viendo; su cerebro se encontraba buscando una salida, una solución para todo este problema, lo único que se le ocurrió fue sacudir a sus acompañantes y despertarlos antes de que llegara la policía.

Sebastián levantó la cabeza, lo reconoció y le dijo:

—Juan, hermano, todo esta listo, tranquilícese, fume más opio y relájese. Ya sabe, lo haremos durante el festival de jazz como lo planeamos; además usted fue el de la idea de los peones; ¡deben morir para dar cabida a nuevos reyes como nosotros!

No quería acordarse del plan y mucho menos en tales circunstancias. Sintió cómo le jalaban el pantalón, volteó y vio a Claudia cayéndose de la mesa, la tomó por la cabeza y comenzó a decirle:

—Claudia, nena, vámonos de aquí, esto está muy jodido. Hay un crimen y pronto llegara la policía.

Claudia se precipitó hasta golpearse con la silla.

—No me moleste, hermano, no ve que estoy más loca, mejor déme otro pase para ver si vuelvo hoy.

Levantó a Claudia sentándose junto a ella. Las imágenes se perdían de su memoria con naturalidad. Comenzó a creer que todo era una pesadilla y que sólo era posible cambiarlo por un buen sueño con un pase de coca. Lo aspiró hasta el fondo de su nariz, sintiendo cómo subía hasta su cerebro. Dejó el pitillo sobre la mesa y cayó de espaldas sobre la silla comenzando el prolongado viaje. Su flujo sanguíneo se aceleraba con las espantosas imágenes. El bar, el negro, los dos personajes corriendo en huida, el extraño rostro de entre la niebla, la sangre, el jadeo, Sebastián y Claudia sobre la mesa, la desesperante música carrilera, los gritos, las molestas luces sobre los rostros y cuerpos. Todo se le presentaba como una gigantesca masa de humanidad devastada, sucia y corrompida. Se exponía la realidad, salida a la luz luego de años y años de encierro en el embotamiento de la idiotez.

Dentro de su cerebro había pasado al límite de la fantasía, se creía Zeus empuñando el tridente, golpeando a los injustos, a los descarriados, a los hipócritas, a los malvados, a los pendencieros, a los anatemas, a los juristas, a los mórbidos, a la gran comunidad libertina y desdeñosa. Sentía cómo se transformaba su cuerpo, cómo sus brazos y piernas se iban alargando hasta alcanzar un tamaño descomunal, su pecho se expandía como el mar, su cabeza se elevaba sobre las montañas de la región.

Él se convirtió en el supremo, en el único ser viviente capaz de aplastar a la antigua sociedad, dando paso a una nueva legión de seres vivientes capaces de cambiar la palabra por la escritura, capaces de vivir experiencias propias, capaces de revolucionar su vecindario mental, capaces de escupir en la cara de la seguridad, capaces de pensarse ellos antes de pensarse otros; seres funcionales y no colectivistas, seres antes que personas.

Se removió en su silla sacudido por el frío intenso que penetraba por la ventana escapatoria. Ya para este momento nada era real, el bar se había transformado en un laberinto de sentido común e igualdad humana. Su cabeza alterada por la coca era la única capaz de ordenar este mundo de preocupaciones. El pase fue bastante fuerte, ya nada lo traería hoy de vuelta. En medio de la ansiedad veía rostros extraños, irreconocibles, que lo único que lograban era preocuparlo más. La infructuosa búsqueda lo estaba molestando. Por momentos identificaba hilos de agua cristalina que bajaban por uno de los rostros. Un sentimiento de terror se apoderó de él, al observar la transformación del líquido cristalino en un espeso rojo.

Aquella cara cubierta de sangre salía de entre las demás y se acercaba con una perturbadora sonrisa. Comenzó a verse acosado y perseguido por aquel rostro, se sentía como una rata en la oscuridad del bosque que huye sin saber qué la persigue, sin entender por qué a ella. Él, al igual que la rata, debía correr porque sabía que pronto lo atraparía.

Corría sin saber dónde esconderse. No tenía la menor idea de quién podía ser aquel que lo miraba con aquella sonrisa, aquel que quería perturbarlo. Las manos recorrían toda su cabeza en señal de amparo, sus hombros se tensaban con cada nuevo ataque del perseguidor, todo su cuerpo se había convertido en una lápida. Las gotas de sudor resbalaban por su frente, su respiración se hacía cada vez más pausada y arrítmica; la persecución estaba llegando a su fin.

El rostro continuaba con su sonrisa aterradora a la caza de la presa. Juan no tenía otra salida que tumbarse en el suelo y esperar. El aliento y la respiración llegaron hasta su cuello, estaba desesperado y no encontró otra escapatoria que lanzarse a las profundidades de su mente. El peso de su cuerpo lo hacía descender con mayor velocidad dentro de un vacío ancho y prolongado, a la espera de un golpe que lo desintegrara. En medio del pánico observó una pequeña abertura roja que salía del fondo del túnel, intentó mantener los ojos puestos en aquella esperanza que le llegaba. Ahora su cuerpo se precipitaba a una velocidad superior a lo normal. Por unos instantes se sentía libre del peso del rostro, como si ya nada lo persiguiera, como si toda aquella pesadilla acabaría con su ingreso en la abertura. El rojo se iba haciendo cada vez más intenso y le pareció observar una forma ovalada de color rosa. El color rosa se mezclaba con el rojo, mostrando una silueta llamativa. En el momento de chocar contra la grieta, se percató de que aquel color rojo era la lengua de su propio rostro, acompañada por esa horrorosa sonrisa de satisfacción.

Juan cayó sobre el charco de sangre dejado por el negro; consigo se precipitó Claudia. Así estuvieron tendidos los tres cuerpos, uno sobre el otro, hasta cuando llegó la policía a realizar el levantamiento.

 

II

Por la parte superior, sobre la ventana, el agua se deslizaba lentamente en pequeñas goteras. La humedad y el frío hacían de esta celda algo inhumano y castrense. El gris de las paredes le daba un tono opresivo y humillante; cualquiera que viera estas paredes por unos segundos jamás las olvidaría. No sólo la estructura material era inhumana, sino también su hedor; un hedor a resignación y a desgracia, mezclados con el rechazo y el ocultamiento intencional.

Dentro de estas celdas se comienza a vivir en otro mundo, a conocer nuevas estrategias de sobrevivencia, a pensar en sí mismo antes que pensar en otros. Los barrotes, el camastro, la diminuta ventana, la humedad y el frío se convierten en los únicos compañeros por años.

Cárceles, instituciones de verdad, centros herrados de malformaciones humanas; llenas de mentiras inmemoriales, donde se ve, se siente, se oye, se huele, se palpa, se percibe el caos venidero de la humanidad. La cárcel es tan sólo una verdad inocultable.

Sin poder diferenciar si era un sueño o la realidad sentía cómo lo tomaban por el brazo y lo removían sobre el viejo colchón; no entendía nada, no recordaba nada, todo iba volviendo a su memoria lentamente. Recordó una gran mancha de sangre, luego una pelea, después música, a continuación un rostro siniestro. Intentaba encontrar similitud en todas estas escenas. De pronto, como si desde el exterior le llegara una señal, como si hubiera encontrado la pieza faltante de su rompecabezas, sintió un fuerte pellizco. La música, el humo, la pelea y el extraño se reunieron de golpe en su cerebro para sacar una imagen clara y perfecta, el recuerdo del bar. Ese maldito recinto de inmundicia y desespero, ese antro de perdición, ese artificio del demonio le recordaba la pelea, el asesinato y la maléfica cara que lo escrutó por varios segundos. —Bar de mierda —pensó.

Aquel perverso recuerdo lo despertó de un solo golpe y al abrir los ojos se encontró con la penetrante mirada de Sebastián. Su brazo estaba siendo removido por la mano de su compañero. Éste, en el instante de verle abrir los ojos, dejó de sujetarlo.

—Casi no vuelve, ¡no!

—¿Dónde estoy, viejo?

—Pues nada más y nada menos que en el paraíso de los injustos y en el infierno de los justos; en su nombre común, cárcel, pero según el policía que se acaba de ir, Reformatorio Distrital.

Juan se levantó del camastro, con el rostro descompuesto.

—¿Cuántas horas llevamos aquí?

—Más de once.

—¿Tanto tiempo?, ¿y nuestros padres?

—Ya vinieron, pero la situación es demasiado grave.

—¿Acaso qué hicimos, Sebas?

—¿Usted cree que yo me acuerdo? No sé nada, sencillamente nos acusan de asesinato y de porte ilegal de armas.

—¿Cómo?, ¿asesinato?, ¿porte ilegal de armas?

—De eso, y de consumo excesivo de drogas.

—Mierda, estamos jódidos. ¿Entonces usted no se acuerda de nada más?

—Tengo imágenes difusas, sólo recuerdo a la policía en el bar.

Con esta última palabra la transformación en el rostro de Juan fue inmediata, escuchar el nombre de este recinto removía sus tripas, causándole fuertes dolores estomacales.

—El bar, claro, ya todo se hace más claro.

—¿Acaso usted no se acordaba?

—No, Sebas, yo estaba demasiado loco. Al igual que usted, tengo borrosos recuerdos.

—Yo recuerdo claramente cuando lo levantaron a usted y a Claudia. Debajo de ustedes dos se encontraba un negro borracho y dormido, creo que se vomitó, porque alrededor había un gigantesco charco.

—No, ahora todo está claro, ese charco no era vómito, era sangre, el negro es el muerto que nos quieren cargar.

—¿Usted cómo sabe que ese man estaba muerto?

—Yo vi cómo lo mataban.

—Ay, marica, en qué problema nos metimos.

-¿Dónde está Claudia?

Está en la penitenciaría, usted sabe que ella es menor de edad, y tiene ciertos privilegios.

—Ella tenía el arma, ¿cierto?

—Claro.

Sus miradas se encontraban y se evitaban al mismo tiempo. Sus rostros reflejaban la intención de pensar en cosas más agradables.

La gotera superior era lo único que los acompañaba en esta alejada celda. Juan se levantó intentando poner su boca en el trayecto de ésta. La sed se estaba haciendo insoportable. Cazó una negruzca gotera y la sintió chocar contra su lengua, luego siguió su descenso por la garganta, pensaba en los tejidos tocados por la gota de agua; cuando llegó hasta su estómago, fue como si cayera en un gigantesco pozo vacío.

—Sebastián, ¿usted ya comió algo?

—Sí, trajeron desayuno para los dos, pero como usted estaba dormido, el guarda pensó que yo me iba a comer el otro y se lo llevó.

—¿Volverá?

—Quién sabe, esos guardianes nos llevan en la mala, Juan. ¡Que por ser niños ricos!

—Malparidos frustrados de mierda. Me van a dejar morir de hambre.

Por la ventanilla comenzaban a penetrar luminosos rayos. El sol llegaba a su punto máximo del día, la celda comenzó a sudar y la humedad se levantaba en busca de una salida; el agua escaseaba cada vez más, los estrechos rincones salían a la luz. El granito, el cemento y las rocas se iban recalentando hasta convertir el cuarto en una rústica caldera.

A borbotones comenzaban a sudar. Sus frentes se transformaron en altas cascadas. La camisa y el pantalón se iban pegando a sus cuerpos con cada movimiento. El calor era letal.

Juan se deshizo de su camisa, corrió hacía el frío de los barrotes y se tendió de espaldas a la espera de un refrescante soplo de viento. Sebastián estaba atónito, sentado en el viejo camastro con la cara roja a punto de estallar. No le importaba el calor, ni la celda, ni las gotas que caían dentro de sus ojos; no le importaba nada de lo exterior. Su mente producía imágenes de la noche en el bar. Las palabras muerte y acusados lo mantenían aletargado en un abismo de preocupaciones. Pensaba que ni la influencia de su padre, ni la del padre de Juan, los salvarían de esta.

Comenzaba a verse viejo, lleno de cicatrices, jugando cartas todos los días, a la misma hora, en el mismo lugar y con los mismos reclusos. Pero lo que más le impresionaba era tener que llegar a defender su vida en esta cueva de opresión. Se llenó de terror, no se imaginaba asesinando a sangre fría. Intercambiando su vida por otra. Pensó que lo primero en hacer era hablar con su padre, prometerle que cambiaría, que estaba dispuesto a hacer todo lo que él quisiera, sólo por que lo sacara de esta pocilga.

Se secó el sudor de la frente y lanzó una mirada a su compañero, que se encontraba tendido sobre los barrotes con una mueca de satisfacción. Esta representación le trajo a la memoria el opio, la mesa llena de coca, el arma de Claudia, el negro tendido sobre un charco de sangre. Se dio cuenta de que ya nada lo podría salvar. Sabía que aunque la ley de este país era una putada, tenían muchas pruebas acusadoras que los hundirían. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, se sentía perdido y sin esperanza, prefería morir antes que pasar otra noche en esa celda.

Desde el fondo del pasillo se comenzaban a escuchar pasos que cada vez se hacían más fuertes. Juan se sobresaltó de emoción, pensaba en el suculento plato de comida que traía el guardián. Su estómago daba brincos con cada nuevo paso. Parado, con la cara pegada a los barrotes, esperada la llegada de su sabrosa vitualla. Sebastián por el contrario no hacía el menor esfuerzo por demostrar excitación, su mirada continuaba perdida en una pared.

El guardián llegó, escrutó a Juan por todas partes. En su rostro se reflejaba una sensación de malestar. Se acercó hasta los barrotes, se quitó la gorra a causa del insoportable calor, sacó el mazo y golpeó los barrotes causando un tremendo ruido.

—¿Ustedes son Juan Camilo Sánchez y Sebastián Mora, los asesinos del bar?

Sebastián, que no se había sobresaltado con el golpe en los barrotes, al escuchar esta acusación corrió hasta el frente de la celda con los puños apretados.

—¡Más asesino serás voz, peón!

El guardián se retiró un poco y comenzó a reírse y a mirar despectivamente a los dos jóvenes. Se abrió un poco la camisa dejando que llegara a su pecho un poco de aire.

—¡Pero mirá cómo salió de hombrecito este maricón!, cómo me gustaría verlo en el patio primero, o tenerlo unos años más por acá. Antes de irse les daré un regalo por ser primíparos. Ojalá les guste, ¿no?

La ira les brotaba por los poros. Anhelaban no estar encerrados, poder estar afuera y degollar poco a poco a este maldito. No les importaba la condena, ni el escarnio público, no les importaba nada; lo único que se les pasaba por la cabeza era tener al guardián entre sus manos. Morderlo hasta que se desangrara lentamente. Pero no, estaban encerrados como animales salvajes, a la espera de la próxima jugada del carcelero.

El guardián se desabrochó la correa, se la sacó de un solo tirón y la colocó junto al bolillo. A continuación se desabrochó el pantalón, ambos se alejaron de los barrotes, hacia el otro extremo de la celda.

Con los pantalones en las rodillas y los calzoncillos sobre los muslos, el guardián comenzó a orinarlos sin parar de reír. No podía contener su risa al ver a ambos jóvenes corriendo dentro de la celda como animalitos asustados. Al terminar se vistió de nuevo y se acercó un poco hasta los barrotes mandándoles un pico con la mano.

—Ahora que recuerdo les traía una noticia, en menos de dos horas estarán libres. Espero que estén contentos y orgullosos de sus cochinos padres. Deseo verlos pronto por acá, ¡par de mariquitas!

Juan corrió hasta los barrotes, y con toda la fuerza de su pecho lanzó un gran escupitajo, pero el misil no dio en el blanco.

El guardián se fue por el pasillo tarareando una vieja canción del Charrito Negro.

Sebastián vivió de nuevo al escuchar las últimas palabras del guardián. Estaba feliz desglosando, sílaba por sílaba, la palabra libertad. No podía entender cómo unos minutos antes trató de injuriar a su padre, creyéndolo un incompetente. Pero no, las cosas eran distintas, su padre a pesar de todos los inconvenientes lo había puesto en libertad. Antes la vida se le estaba yendo entre estos barrotes, ahora la sangre corría por sus venas con fuerza y rapidez.

La vida le había brindado otra oportunidad y la aprovecharía. De la emoción reinante dentro de sí mismo, no percibía la hediondez del calabozo. El aroma de la orina y el calor eran una mezcla indisoluble que los estaba ahogando. Juan se acercó hasta la altura de su amigo, lo tomó por el hombro y lo llevó hasta la puerta de la celda.

—¿Cómo se puede aguantar ese olor, Sebas?

—¡A mi sólo me huele a libertad!

 

III

La tarde empezaba a caer en la ciudad, el amarillo intenso del sol se perdía en el horizonte; el tráfico y la multitud inundaban las calles apresurados en busca de sus casas. Durante este espacio del día, la ciudad se convertía en una caldera humana.

A la hora de buscar sus hogares todos eran iguales, no existía ni color, ni raza, ni estatus, ni condición social, no existía nada, sencillamente el deseo de ir a casa a descansar un poco.

Claudia traía el vestido que llevaba la noche del incidente del bar, su cabello se encontraba enmarañado y un poco sucio. La gente la miraba asombrada por su desfachatez, pero no se impresionaban demasiado; toda su atención se encontraba puesta en el transporte, coger un bus a estas horas era una tarea maratónica.

Claudia no atendía las miradas insolentes y meticulosas, sólo le importaba llegar rápido a la avenida 19 para ver cómo les había acabado de ir a sus dos amigos. El ruido, el tráfico, el roce con tantas personas la estaba asfixiando. Caminó por el centro de la calle, pasando cerca de varios carros. Luego de caminar unos kilómetros llegó a su destino.

Sobre la avenida, en la esquina 49 se encontraban sus dos camaradas. Juan liaba un puro de marihuana, mientras Sebastián se divertía viendo pasar los buses llenos de gente. Pensaba en las ironías de la vida, todo un día trabajando sin parar, sólo pensando en trabajar y trabajar para mejorar su condición económica, pero la proporción estadística era errónea, a más trabajo, menos dinero y tiempo libre, y a menos tiempo libre más deudas en aparatos en que entretenerse al llegar a sus hogares; televisores, grabadoras, DVD, duchas de agua caliente, colchones reconfortantes, pero la última moda consistía en comprar aparatos para mantener la figura a la necesidad del siglo XXI. Unos cambiaban de auto como otros cambiaban de calzoncillos... Este mundo es una maravilla.

—Cuanto tiempo sin verlos, compañeros.

El puro de marihuana daba señales de vida, Juan aspiraba con todas sus fuerzas como un barco a vapor. Sebastián retornó de sus pensamientos, la miró completamente y rió.

—¿Acaso esa ropa te trae buenos recuerdos, mujer?

—Para nada, simplemente boté las llaves del apartamento.

Juan se sacó el porro de la boca y se acercó a Claudia.

—¿La señorita desea un poco de esta maravillosa planta, para comenzar una larga noche?

—Claro, caballero, es usted muy amable.

El puro de marihuana circulaba entre ellos. El reencuentro era maravilloso, el volver a verse luego de un suceso tan desagradable era una ceremonia que debía ser celebrada con la bendición de los dioses... la hierba sagrada. El porro estaba dando las últimas señales de vida, Claudia se acercó a la acera y lanzó un fuerte grito de euforia; Juan rió con la escena de su compañera, se acercó lentamente por detrás, le acarició el cabello y le preguntó:

—¿Qué dijeron tus padres?

—Nada, como siempre.

—¿Ni un regaño?

—Nada, hombre.

Ella regresó a la compañía de Sebastián, quien se encontraba dando la última aspirada al porro.

—¿Y a ti, Sebastián, cómo te fue con el troglodita?

—Mal, mujer, no quiere verme y amenazó con echarme de la casa.

—¿Y tu madre?

—Callada como siempre, llorando y llorando.

Él le pasó la pata del porro, Claudia le dio la última aspirada y lo botó.

—Claudia, ¿y el arma?

—Pues me la quitaron, sabio.

—¿En la penitenciaría?

—No, en la carnicería, ¡güevón!

La luna se alzó por encima de sus cabezas y el flujo vehicular comenzó a aminorarse.

Sobre la avenida 19 muy pocos almacenes se encontraban abiertos. Desde la calle opuesta llegaban sonidos estridentes de carros de balineras empujados por señoras gordas y pequeñas. Los chirriadores carros eran restaurantes ambulantes donde se podían encontrar tintos, jugos, gaseosas, empanadas, tortas de carne, huevos tibios, huevos revueltos, huevos en cacerola, caldo de huevo, arepas de carne, arepas de pollo, arepas con mantequilla, arepas fritas, suizas, perros calientes y otras maravillas de la gastronomía colombiana.

Una de las mujeres llegó hasta la esquina, se acercó a Juan mirándolo con desprecio; empujó el carro por encima del andén, corriendo a los dos compañeros.

—Parrandada de marihuaneros hijueputas, ¡lárguense de aquí!

Los tres compañeros emprendieron la marcha sobre la avenida 19. Sebastián encendió un cigarro mientras miraba las luminosas estrellas pegadas del firmamento. Cada una le parecía un personaje del concierto, toda una gama de celebridades, reunidas en torno a la maravillosa música jazz.

Cada una de las calles transitadas se hacían más largas y solas, las cuadras de esta ciudad eran semejantes a las quebradas que desembocan en los caudalosos ríos. Dentro de este ambiente empezaba la fiesta de estos tres jóvenes cada noche. Recorrer la ciudad bajo el amparo de la luna con la mirada de las estrellas sobre sus cabezas. La droga, los libros, la música y las experiencias fuertes eran sus dosis diarias de supervivencia en este rincón del planeta.

Sobre la carrera 23 se veían filas de personas ansiosas por ingresar al auditorio. El recinto, un local rectangular adornado con vidrios plateados que le daban un aspecto de crucero caribeño; lleno de luces y accesorios estrambóticos. La multitud se agolpaba en la entrada con la expectativa de escuchar por vez primera un grupo suizo de jazz.

Apresuraron el paso para ver si su víctima se encontraba entre la muchedumbre, pero la cantidad de personas hacían de la búsqueda algo difícil y agotador.

Juan fue el primero en llegar hasta la puerta del teatro, lanzó una rápida mirada de norte a sur sin localizar su objetivo. Regresó hasta la esquina donde lo esperaban sus dos compañeros.

—¿Nada, Juan?

—No, parece que no vino.

—Claudia, ¿usted sí lo invitó?

—¡Claro!

—¿No será que se dio cuenta de nuestro arresto y por eso no vino?

—De nuestro arresto sólo estamos enterados nosotros y nuestros padres, nadie más.

—Y la policía.

—¡Ah!, pero esos no cuentan.

Sebastián levantó la cabeza por encima de sus amigos y vio a Manuel. Caminaba con paso lento, con la parsimonia de los comunes. Llevaba sus gafas sobre la nariz, intentando localizar a Claudia entre la multitud.

Llegó hasta la entrada principal, se sentó en uno de los muros y esperó.

—Ya llegó Manuel.

Claudia se adelantó y levantó su cuello para observar mejor.

—¿Dónde está ese tonto, que no puedo verlo?

—Mírelo allá, sentado en la entrada principal.

—¡Pero cómo está de guapo!, lástima que esta sea su última noche.

Juan se sobresaltó un poco, como si de pronto recordara algo muy importante.

—Que pena interrumpir su conversación, pero si no hay arma ¿con qué lo vamos a asesinar?

Claudia y Sebastián se miraron con preocupación, ella se adelantó unos pasos hasta llegar a la altura de los dos hombres; sacó de la chaqueta un sobre de manila, de él extrajo un par de guantes de cirugía. Juan retrocedió un poco hasta la carretera, sin quitarle la vista al sobre.

—Ahora sí te enloqueciste, Claudia.

Ella envolvió el sobre y comenzó a guardárselo.

—No seas tonto Juan, esta es la manera más sencilla y segura de hacerlo.

—¿Y acaso quién lo va a hacer?

Antes de que Juan terminara de hablar, Sebastián llegó donde Claudia y le arrebató el sobre.

—¡Yo lo haré!

—Ahora sí se enloquecieron los dos, lo que me faltaba…

—Ya está todo listo; Juan avisa desde la esquina y Sebastián nos espera en el matorral.

Los tres compañeros se acercaron en un abrazo fraternal, se miraron mutuamente a los ojos en señal de aprobación. Ya todo estaba listo, nada podía salir mal. Cada uno sabía cuál era su trabajo, y del resultado de éste dependía el éxito de la operación.

Claudia caminó rumbo a la entrada del auditorio con paso natural. Nadie sobre la faz de la tierra hubiera sospechado de esta inocente mujer; sus rasgos delicados, su cara de niña, su voz afable e infantil, pero más que nada su simpatía con las personas la convertían en una dama.

Todo esto era una perfecta máscara para ocultar su aborrecimiento y su odio por el mundo. La vida se había portado mal con ella, la puso en un hogar donde sus padres jamás se percataron de tener una hija, las únicas dos palabras con las cuales ella podía acercarse a ellos eran hasta luego. Las despedidas fueron lo único que los unió por 19 años; sus padres siempre se excusaron bajo la fachada de que a Claudia nunca le había faltado nada, todo lo tuvo desde el día en que nació.

Mientras se acercaba a su víctima pensaba en cómo disfrutaría viéndolo llorar, suplicar y rogar. Cuál sería su sensación luego de liberarlo de este mundo; en dónde quedarían todas sus palabras de alabanza hacía un mundo que sólo es macabro y perverso.

La verdad, ni ella ni sus compañeros lo pudieron entender, debía ser imposible que un ser con aquellos pensamientos salvadores y con acciones tan lastimeras lograra desenvolverse en este entorno. Manuel vivía su propia situación, estructurada en la mentira y el ocultamiento.

Cada vez que recordaba esta condición se sentía indignada y molesta. Se acercó por un costado a Manuel y lo tomó por el brazo con un fuerte apretón.

—Se te hizo tarde, Manuel.

—No, hace un rato llegué.

—¿Pero cómo, si yo llegué tempranísimo y no te vi?

—No lo sé, me imagino que en medio de todo este gentío se hacía difícil vernos.

—¡Claro!, tienes razón.

—Pero entremos que se nos está haciendo tarde.

—No, Manuel, es que no quiero entrar al concierto, sólo quiero que paseemos y observemos las estrellas.

Con estas últimas palabras la respiración de Manuel se aceleró; por su torrente sanguíneo se precipitaban altas cantidades de glóbulos rojos esparciéndose en todo su rostro como una gran sombra roja. Claudia se percató de esto y se sintió dichosa, sabía que Manuel aceptaría.

—Pero, Claudia, yo pensé que tú querrías ingresar.

—La verdad todo esto fue un simple pretexto para estar contigo.

Las diferentes entradas del teatro estaban siendo cerradas, por la entrada principal se veían correr retrasados intentando no quedarse por fuera. Las cosas mejoraban aun más. Todo estaba saliendo igual a lo planeado en el bar. Caminaron hacia la carrera 23 con octava, una ancha fila de carros de comida obstruían el paso y Claudia vio la oportunidad perfecta para tomar el camino apetecido.

—Conozco un lugarcito perfecto cerca de acá, en donde podemos observar las estrellas.

—Tú mandas esta noche, Claudia.

Las calles se iban cerrando por la altura y la espesura de los árboles, un túnel de hojas verdes los atrapaba con cada paso; en el fondo se distinguía una explanada libre de arbustos, un lugar bellísimo para observar el firmamento.

Claudia pensaba en que la naturaleza y los astros se habían confabulado para adecuar el lugar de la ofrenda.

De la parte superior del rostro de Manuel descendían cintas de sudor que manchaban su camisa blanca; fuertes oleadas de viento golpeaban sus rostros, haciendo el ambiente acogedor y cálido. Caminaron por el centro del pastizal hasta llegar al extremo del barranco. Allí todo estaba sumido en una profunda soledad, sólo el manto de la gigantesca luna acompañaba a los dos personajes.

Manuel estaba un poco nervioso por estar a solas con su princesa soñada, para él todo era mágico y fantástico. Su cuerpo temblaba con el más mínimo roce del cuerpo de ella.

Si alguna vez pensó en tener algo para recordar, ésta sería la oportunidad perfecta, en aquel instante, bajo el amparo de la reina de la noche y con la dueña de su corazón.

Claudia comenzaba a inquietarse con la tardanza de Sebastián, no entendía qué pasaba con su compañero. De pronto se escuchó un ruido, Manuel se sobresaltó y abrazó a Claudia.

De entre la maleza comenzó a emerger una extraña sombra que caminaba hasta Claudia y Manuel, se abalanzó sobre éste y con un golpe en la nuca lo derribó.

Claudia retrocedió ante el ataque de su amigo, tomó aire y se acercó hasta el cuerpo de Manuel.

—¿Por qué te demoraste tanto?

—Estaba esperando la oportunidad perfecta para atacarlo.

—¡Pues la próxima vez, lo haces más rápido!

—Claudia, tú sabes que no habrá una próxima vez.

La mano derecha de Manuel comenzó a moverse y Claudia advirtió a su compañero de este contratiempo; de súbito todo el cuerpo comenzaba a moverse lentamente, Sebastián sacó los guantes del bolsillo de la chaqueta, se los colocó con maestría, miró directo a los ojos de su víctima y comenzó a acordarse de todos los cargos acusatorios.

Tomó el cuello del desvalido hombre con ambas manos y con cada recuerdo imborrable llegado a su mente apretaba cada vez más y más. Los ojos de Manuel parecían salirse de sus cuencas y por un extremo de su boca salían hilos de sangre.

Sebastián, al ver la sangre, se dio cuenta de que era tarde, de que ya no podía dar marcha atrás; la transformación de su rostro fue inmediata, ya no era Sebastián, ahora era el salvador del mundo, el único ser capaz de renovar a la tierra, el Mesías.

Mientras pensaba en esto hundía con agrado sus largos dedos hasta la tráquea de la víctima, se ufanaba con la idea de atravesar con sus manos el cuello de Manuel.

Claudia se encontraba impávida y pasmada con aquella escena, no comprendía la transformación de Sebastián y un miedo intenso la invadió de repente, quería huir pero sabía que era demasiado peligroso.

Una espesa niebla se apoderó del terreno y el viento cesó de golpe. Ya no se escuchaba nada, parecía que todos fueran figuras irreales y deformes. En el suelo se encontraba Manuel intentando descifrar el porqué de su asesinato, un porqué que nunca se contestaría, sí para él todo en su vida fue justo, honesto y leal, nunca violó las reglas; siempre fue correcto. Sebastián miró fijamente a Manuel, como intentando interpretar su pregunta, se acercó un poco hasta el oído y con una dulce voz:

—El único problema fue tu sonrisa.

Juan despertó...


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 19 de abril de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes