Esa noche en que la amargura del sinsentido se
instaló en mi cuarto, coincidió con la aparición de la misteriosa causa de
un descubrimiento imprevisible. Las agujas del reloj insistían en moverse
hacia su derecha, mientras la sombra de un injustamente ignorado cuadro
oscurecía las cuencas de mis ojos, provocando unos húmedos recuerdos desde
las profundidades del pasado, que afluían al inconstante río de mi vida.
Vetustas varas de madera negra enmarcaban los trazos de un pintor que no se
atrevió a firmar. Un vidrio opaco contenía el grito de un hombre
desesperado, perdido en una cartulina blanca y en el silencioso transcurrir
del tiempo. Años después de haber sido lanzado, había oído ese angustioso
llamado, que siempre tuve frente a mí y jamás supe escuchar. La lágrima que
recorrió mi hombro fue el último eco de ese inmemorial sonido.
Todo repaso vital honesto no puede llevarnos más que a un examen con
resultado adverso. El olvido y el engaño son el único bálsamo para la
tristeza que se plasma hasta en las risas que esparcimos ingenuamente. El
teléfono, que connotaba sus infinitas combinaciones numéricas y su falsa
función comunicadora, insistía en no sonar. El techo, que dio lugar en mi
infancia a imaginarias caminatas, a la ilusoria subversión del orden al que
había sido condenado por una arbitraria fuerza gravitatoria, a soñar con un
cambio que modificara una realidad obstinadamente real, no dejaba resquicios a
mi mirada.
Un libro asomaba uno de sus bordes en un ángulo de mi mesa de luz. Sus
tapas cubrían las páginas de un poeta que pretendió huir de su lúgubre
destino a través de la absurda apuesta a la eternidad de alguna frase,
esperando que fuera la esencial, aquella que lo reprodujera fielmente y
lograra resucitarlo de su humano final. En ese griego retorno, de lo mismo en
lo diferente, pensaba mientras le sacaba punta a un lápiz.
Intenté escribir esa carta que sabía no mandaría, encontrar los motivos
que me habían llevado a perder la dirección de su destinataria. No pude
poner un punto a esa infructuosa traducción de sentimientos ininteligibles,
al dictado de ese loco que conduce ebrio nuestras vidas. Los corredores de mi
memoria estaban atestados de murmullos, distorsionadas imágenes y amargos
sabores de esa mujer que se había ido para siempre, sin saber yo adónde. La
desaparición de aquello que consideraba consustancial a mí mismo, no podía
concebirlo más que como una ilusión momentánea o aceptar que yo no era el
que creía ser. En esas torturas estaba cuando los químicos efectos de la
pastilla que había tomado vencieron a mi cruel vigilia.
Me desperté con la luminosa visión de un sueño. Unos ojos claros
aprehendían el problema que no podía resolver, con la extrema simplicidad en
que se disuelve lo complejo; y me daban la inhallable paz que tanto ansiaba.
El esperanzador ruido del timbre precedió a la entrada de un amigo al que
no veía hace tiempo. Después de una dilatada charla de aggiornamento, me
propuso salir esa misma noche con un par de chicas. Al no encontrar ningún
motivo valedero en mi saqueado archivo de excusas, acepté. Un brusco ingreso
al mundo exterior sacudió mis ideas y mi cuerpo siguió ese compás cuando
entramos al boliche. Pude balbucear unas cuantas palabras que se perdieron en
el estrepitoso magma de la música. Planeaba una discreta huida cuando un haz
de luz amarilla iluminó los ojos de mi desconocida compañera. La claridad de
mi sueño reapareció en ese momento mágico. Mi desconcierto me impidió
analizar la extraña situación en que estaba inmerso, seguramente por la
velada sospecha de su irrealidad. La palidez de mi semblante la llevó a
ofrecerse llevarme a mi casa en su auto. Como si me encontrara bajo la
influencia de un hipnotizador permanecí mudo y sólo llegué a mover mi
cabeza de arriba hacia abajo.
Me bajé sin pronunciar palabra alguna, sin preguntar su nombre, y caminé
en busca de mi edificio, presintiendo que me alejaba del lugar donde quería
ir. Traspasé la puerta de mi cuarto en el instante en que la identidad de la
dueña de esos inolvidables ojos me fue revelada. No era otra que aquella que
había perdido. Ese grito que no había oído, esa frase que no pude rescatar,
el otrora utópico ámbito de mis sueños, la oculta razón de mi vida; todo
estaba ahí. En esos ojos claros que me hicieron ver.