Crimen y
castigo
La sombra decidió, por fin, lanzarse sobre el objeto que la proyectaba,
cansada de existir subordinada, anónima, y de intentar en vano ejercer su
albedrío. Siempre lateral, oblicua, pisada sin ser vista y bidimensional;
siempre oscura y, a la vez, larga, gorda, chata, filamentosa o imperceptible;
siempre dependiente del sol, de focos, velas, linternas o fuegos. Nunca ella
misma, nunca un gesto propio y autónomo.
Desplegando todo su cuerpo, dio un salto felino y arropó al objeto,
sofocándolo hasta dejarlo inerte. Sintió, por primera vez, que podía
moverse a su antojo, estirar los miembros, girar sobre sus pies, desplazarse.
Sólo basta huir de la escena del crimen.
Pero al iniciar su ansiada carrera hacia la libertad se fue deshaciendo a
pedazos, atravesada por la luz.
El paso del tiempo
El reloj dio un bostezo y estiró sus manecillas, aún somnoliento.
—No trabajaré ni un día más, esto se acabó —dijo mentalmente,
mientras veía al hombre dormido. Eran las cinco y treinta de la mañana.
El reloj se concentró en sí mismo para autodestruirse. Justo un minuto
después, saltó a pedazos en medio de un estruendo de engranajes sueltos.
Y el hombre no pudo levantarse de la cama.
Milagrerías
Dentro de la iglesia, la vela iba derritiendo lentamente sus únicas ocho
horas de vida. Su devota luz alumbraba a intervalos el rostro de la Santa.
Todos los feligreses ya se habían marchado y fue, entonces, cuando la
delgada vela comenzó a rezar y rezar, con todas sus fuerzas y convicción,
para que ocurriese el otro milagro: que una brizna de viento, casual y
oportuna, entrara al templo vacío y la apagara antes de que su existencia se
consumiese.
Homenaje
Cuando el músico expiró en el hospital, acompañado de sus familiares,
allá en la casa, en ese mismo instante, sola, su trompeta, compañera de
tantos años y avatares, emitió la más aguda nota que jamás había
alcanzado, desgarrada, dolorosa y empapada en lágrimas de metal.
Los dos hermanos
El Silencio estuvo horas sentado en la butaca de la habitación desierta.
Inmerso en una tristeza inacabable, tomó la decisión y salió a la calle.
Deambulando por las aceras, los transeúntes le atravesaban como si fuese
un fantasma. Gritaba lo más alto que podía y nadie le oía. Tampoco podía
escuchar las conversaciones de los que pasaban a su lado.
Aturdido, traslúcido e invisible, le pareció ver entre la multitud que
alguien idéntico a sí mismo se dirigía hacia él. Alguien que a zancadas se
abría paso para alcanzarle.
—Sabes que no debes escapar así. Es demasiado peligroso que hagas esto,
volvamos a casa —le dijo su hermano gemelo, el que todo lo podía, el que
tanto odiaba.
Su hermano de sangre y parto, el que nació minutos después que él y, sin
embargo, era siempre el primero. Su hermano, pero tan distintos uno del otro,
su hermano el Sonido.
Instantánea
Con los ojos fijos, sin pestañear, vio cómo llevaban al hombre al
cadalso. Sin mover un músculo, no podía creer semejante injusticia. Imaginó
que algo ocurriría en el último minuto, que eso no podía ser.
Sin embargo, la ejecución prosiguió y cuando se escuchaba una especie de
música funeral mientras el pueblo se dispersaba, apagó el televisor e
irritado ya no quiso ver la siguiente película.
Los amantes
Fue inmensurable e intensa la vida para ambos. Llegaron a conocerse hasta
límites insospechados, tanto que muchas veces traspasaban las leyes normales
de la naturaleza. No es que fuesen telépatas o tuviesen poderes
extraordinarios. Simplemente fueron ganando en profundidad y certidumbre con
los años.
Sin mediar palabras, ella contestaba con certeza lo que él pensaba
preguntarle y viceversa. Él deseaba algo y en poco tiempo ella le complacía
como si lo hubiese escuchado. Sabía el instante en que él abriría la puerta
antes de que llegara. Podían saberlo casi todo uno del otro, en un ahorro de
comunicación verbal, como si por otra forma de percepción tuviesen
conocimiento mutuo de sus actos.
La tarde en que se antelaron a los hechos y ambos se miraron sin
pestañear, en un instante anudado y cruel, tampoco fueron necesarias las
palabras. Al unísono supieron lo que acontecería y juntos odiaron esa ganada
capacidad que tanto tiempo les ahorró en la vida.
En la noche, ella, ecuánime, rompió el silencio y dijo:
—Qué terrible, ¿no te parece?
Él contestó:
—No es fácil saber que moriré así.
Y ella, como si su cuerpo levitara, flagelado por el insoportable dolor,
añadió:
—Sí, tanto como lo imposible que será seguir viva después.
Meñique
Meñique, el diminuto perro chiguagua, nervio puro y malgeniado, sensible
hasta más no poder, vio de reojo a su dueña entrar y se hizo el distraído.
Ella, acostumbrada a su saludo a brincos y pequeñas gotas de orine por la
emoción, se extrañó de esa conducta inusual. Lo llamó varias veces y el
perro, impávido e indiferente, parecía estar en otro mundo.
—¿Meñique, estás enfermo? —le preguntaba, acariciándole.
Y el perro, glacial y absorto, no daba señales de vida. Su dueña pensó
en la posibilidad de que hubiese ingerido alimentos descompuestos y se
dirigió a la cocina, buscando el plato del perro.
Al verse solo, dio un brinco inmenso y quedó otra vez jadeando en la
ventana, justo lo que hacía cuando a la impertinente dueña se le ocurrió
regresar. Meñique, con su nariz contra el cristal, con sus ojos saltones, con
el corazón desbordado, a punto de un infarto. Y allá fuera estaba ella, la
pequeña perra de sus sueños, en vivo, hermosa, dulce, angelical, que le
hacía guiños desde el patio hasta los límites inimaginables del amor.
La fiesta
La fiesta del viernes por la noche terminó como siempre. Los amigos se
fueron bamboleando y ellos apagaron las luces.
El cubito de hielo, aún flotando en un dedo de ron, le dijo a la colilla
de cigarrillo:
—¿Te diste cuenta? Toda la noche hablando de lo mismo. Todos los viernes
repitiendo las mismas tonterías. Siempre los mismos chistes malos.
Y ella, sin comentarios, aburrida hasta el filtro, le dijo:
—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta, nos divertimos un poco y
salvamos el resto de la noche?
Suerte felina
El gato se escabulló a tiempo de la jauría que le perseguía. Con los
pelos aún erizados se introdujo en el garaje y terminó refugiándose dentro
del motor del automóvil, justo entre las aspas del ventilador.
En su veloz carrera no tuvo tiempo de ver a nadie. Como tampoco, dominado
aún por las aceleradas palpitaciones y el temblor, pudo saber que en ese
mismo instante su dueño arrancaba la máquina.
Viejos tiempos
Cuando, por fin, abrieron la casa después de veinte años, aún los dos
esqueletos no terminaban de ponerse de acuerdo y seguían discutiendo
acaloradamente.
La noticia
La noticia fue como un golpe seco por la espalda. A doscientos kilómetros,
su marido se había volcado en la carretera. Fue desde el hospital donde
llevaron el cuerpo que una voz neutra le informó por teléfono lo ocurrido.
Casi se desvaneció, parada frente al espejo del vestíbulo.
Un tropel de ideas confusas la mareaban y su rostro se fue humedeciendo de
lágrimas. Ese dolor agudo e inesperado le hacía latir el corazón a una
incontrolable velocidad. No supo qué hacer, a dónde dirigirse, atontada y
con vértigo.
Subió a la habitación, se vistió de prisa y, organizando sus
pensamientos, se dijo que debía estar serena. En esa madeja de sorpresa y
desgarradura, imaginando lo que su marido habría sufrido por el impacto,
cuando se peinaba nerviosa de cualquier manera, la detuvo una fugaz y
aterradora duda: ¿habría pagado Gabriel las letras vencidas de su seguro de
vida?
Entonces, se desplomó por completo, herida por lo incierto.
Retrato de mujer
Sola y cautiva de sus recuerdos, iba al mar y su mirada se clavaba en el
horizonte. Años de años escudriñando la distancia, como si esperara que un
punto en la lejanía volviese de pronto.
Envejecida y lenta, como vacía, con sus amarras sueltas, ya nunca pudo
dejar de ser la mujer náufraga de aquel hondo y pesado día en que de su
cuerpo emigraron para siempre dos pájaros de fuego en direcciones opuestas.
Héroe espacial
Cuando el astronauta vio la tierra desde la escotilla de su nave, ese plato
inmenso y azul, perfecto y estelar, se conmovió hasta las lágrimas y
disfrutó el privilegio reservado a unos pocos de mirar el mundo desde afuera.
Un espectáculo único, la burbuja terrestre flotando en el espacio
inmensurable de los tiempos.
Pero en medio de ese placer sin límites, una infortunada y muy poco
científica idea se le vino a la cabeza: ¿y si a la hora de regresar ya no
estás allí y te has salido de órbita?
La Tepesa
De vuelta a casa, riéndose a solas, ebrio que se imagina sobrio, dando
tumbos y con la medianoche de por medio, Francisco se quedó mirando a la
mujer de rostro cóncavo y sin color que parecía esperarle en el filo del
camino.
Fatua y despeinada, la aparición le invitaba, sin hablar, a seguir por un
trillo en dirección al río. Él, sin poder fijar con claridad el espacio de
luz mortecina de la mujer, a duras penas pudiendo recordar su propio nombre,
tuvo aún un destello de lucidez y le dijo:
—Me estás tentando, yo sé quién eres, tú no existes.
La mujer de pies invertidos y con olor a azufre insistió, llamándolo con
dulzura por su nombre. Francisco, flaqueando en el borde de esa voz sensual,
resistió lo que pudo y volvió a decir:
—Yo no creo en las brujas, vete de aquí, vieja del demonio.
La Tepesa, salida de sus casillas, se desnudó altanera y acercándosele le
rumoró:
—No crees en las brujas pero sí en la carne, ¿verdad, Francisco?
Él, a punto de ser vencido, entre eructos, mareos y ganas de vomitar, se
llevó las manos a la cara, se frotó los ojos, se dio varias cachetadas en un
instinto de despertarse de la borrachera, y en un esfuerzo colosal atinó a
contestarle:
—Sí, en la carne, pero tú estás vacía y muerta.
Ella le dijo:
—Ven, Francisco, te voy a dar un placer que te matará de gusto.
Y él:
—Tú no tienes el corazón vivo, tú eres la mujer del diablo, mataste a
tu hijo.
Y en ese instante, como si se hubiese roto el velo humeante de la noche, la
Tepesa dio un alarido y se hundió crujiendo en la tierra.