Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 106
5 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Cuando aún vives
Manuel Orestes Nieto

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Crimen y castigo

La sombra decidió, por fin, lanzarse sobre el objeto que la proyectaba, cansada de existir subordinada, anónima, y de intentar en vano ejercer su albedrío. Siempre lateral, oblicua, pisada sin ser vista y bidimensional; siempre oscura y, a la vez, larga, gorda, chata, filamentosa o imperceptible; siempre dependiente del sol, de focos, velas, linternas o fuegos. Nunca ella misma, nunca un gesto propio y autónomo.

Desplegando todo su cuerpo, dio un salto felino y arropó al objeto, sofocándolo hasta dejarlo inerte. Sintió, por primera vez, que podía moverse a su antojo, estirar los miembros, girar sobre sus pies, desplazarse. Sólo basta huir de la escena del crimen.

Pero al iniciar su ansiada carrera hacia la libertad se fue deshaciendo a pedazos, atravesada por la luz.


El paso del tiempo

El reloj dio un bostezo y estiró sus manecillas, aún somnoliento.

—No trabajaré ni un día más, esto se acabó —dijo mentalmente, mientras veía al hombre dormido. Eran las cinco y treinta de la mañana.

El reloj se concentró en sí mismo para autodestruirse. Justo un minuto después, saltó a pedazos en medio de un estruendo de engranajes sueltos.

Y el hombre no pudo levantarse de la cama.


Milagrerías

Dentro de la iglesia, la vela iba derritiendo lentamente sus únicas ocho horas de vida. Su devota luz alumbraba a intervalos el rostro de la Santa.

Todos los feligreses ya se habían marchado y fue, entonces, cuando la delgada vela comenzó a rezar y rezar, con todas sus fuerzas y convicción, para que ocurriese el otro milagro: que una brizna de viento, casual y oportuna, entrara al templo vacío y la apagara antes de que su existencia se consumiese.


Homenaje

Cuando el músico expiró en el hospital, acompañado de sus familiares, allá en la casa, en ese mismo instante, sola, su trompeta, compañera de tantos años y avatares, emitió la más aguda nota que jamás había alcanzado, desgarrada, dolorosa y empapada en lágrimas de metal.


Los dos hermanos

El Silencio estuvo horas sentado en la butaca de la habitación desierta. Inmerso en una tristeza inacabable, tomó la decisión y salió a la calle.

Deambulando por las aceras, los transeúntes le atravesaban como si fuese un fantasma. Gritaba lo más alto que podía y nadie le oía. Tampoco podía escuchar las conversaciones de los que pasaban a su lado.

Aturdido, traslúcido e invisible, le pareció ver entre la multitud que alguien idéntico a sí mismo se dirigía hacia él. Alguien que a zancadas se abría paso para alcanzarle.

—Sabes que no debes escapar así. Es demasiado peligroso que hagas esto, volvamos a casa —le dijo su hermano gemelo, el que todo lo podía, el que tanto odiaba.

Su hermano de sangre y parto, el que nació minutos después que él y, sin embargo, era siempre el primero. Su hermano, pero tan distintos uno del otro, su hermano el Sonido.


Instantánea

Con los ojos fijos, sin pestañear, vio cómo llevaban al hombre al cadalso. Sin mover un músculo, no podía creer semejante injusticia. Imaginó que algo ocurriría en el último minuto, que eso no podía ser.

Sin embargo, la ejecución prosiguió y cuando se escuchaba una especie de música funeral mientras el pueblo se dispersaba, apagó el televisor e irritado ya no quiso ver la siguiente película.


Los amantes

Fue inmensurable e intensa la vida para ambos. Llegaron a conocerse hasta límites insospechados, tanto que muchas veces traspasaban las leyes normales de la naturaleza. No es que fuesen telépatas o tuviesen poderes extraordinarios. Simplemente fueron ganando en profundidad y certidumbre con los años.

Sin mediar palabras, ella contestaba con certeza lo que él pensaba preguntarle y viceversa. Él deseaba algo y en poco tiempo ella le complacía como si lo hubiese escuchado. Sabía el instante en que él abriría la puerta antes de que llegara. Podían saberlo casi todo uno del otro, en un ahorro de comunicación verbal, como si por otra forma de percepción tuviesen conocimiento mutuo de sus actos.

La tarde en que se antelaron a los hechos y ambos se miraron sin pestañear, en un instante anudado y cruel, tampoco fueron necesarias las palabras. Al unísono supieron lo que acontecería y juntos odiaron esa ganada capacidad que tanto tiempo les ahorró en la vida.

En la noche, ella, ecuánime, rompió el silencio y dijo:

—Qué terrible, ¿no te parece?

Él contestó:

—No es fácil saber que moriré así.

Y ella, como si su cuerpo levitara, flagelado por el insoportable dolor, añadió:

—Sí, tanto como lo imposible que será seguir viva después.


Meñique

Meñique, el diminuto perro chiguagua, nervio puro y malgeniado, sensible hasta más no poder, vio de reojo a su dueña entrar y se hizo el distraído.

Ella, acostumbrada a su saludo a brincos y pequeñas gotas de orine por la emoción, se extrañó de esa conducta inusual. Lo llamó varias veces y el perro, impávido e indiferente, parecía estar en otro mundo.

—¿Meñique, estás enfermo? —le preguntaba, acariciándole.

Y el perro, glacial y absorto, no daba señales de vida. Su dueña pensó en la posibilidad de que hubiese ingerido alimentos descompuestos y se dirigió a la cocina, buscando el plato del perro.

Al verse solo, dio un brinco inmenso y quedó otra vez jadeando en la ventana, justo lo que hacía cuando a la impertinente dueña se le ocurrió regresar. Meñique, con su nariz contra el cristal, con sus ojos saltones, con el corazón desbordado, a punto de un infarto. Y allá fuera estaba ella, la pequeña perra de sus sueños, en vivo, hermosa, dulce, angelical, que le hacía guiños desde el patio hasta los límites inimaginables del amor.


La fiesta

La fiesta del viernes por la noche terminó como siempre. Los amigos se fueron bamboleando y ellos apagaron las luces.

El cubito de hielo, aún flotando en un dedo de ron, le dijo a la colilla de cigarrillo:

—¿Te diste cuenta? Toda la noche hablando de lo mismo. Todos los viernes repitiendo las mismas tonterías. Siempre los mismos chistes malos.

Y ella, sin comentarios, aburrida hasta el filtro, le dijo:

—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta, nos divertimos un poco y salvamos el resto de la noche?


Suerte felina

El gato se escabulló a tiempo de la jauría que le perseguía. Con los pelos aún erizados se introdujo en el garaje y terminó refugiándose dentro del motor del automóvil, justo entre las aspas del ventilador.

En su veloz carrera no tuvo tiempo de ver a nadie. Como tampoco, dominado aún por las aceleradas palpitaciones y el temblor, pudo saber que en ese mismo instante su dueño arrancaba la máquina.


Viejos tiempos

Cuando, por fin, abrieron la casa después de veinte años, aún los dos esqueletos no terminaban de ponerse de acuerdo y seguían discutiendo acaloradamente.


La noticia

La noticia fue como un golpe seco por la espalda. A doscientos kilómetros, su marido se había volcado en la carretera. Fue desde el hospital donde llevaron el cuerpo que una voz neutra le informó por teléfono lo ocurrido. Casi se desvaneció, parada frente al espejo del vestíbulo.

Un tropel de ideas confusas la mareaban y su rostro se fue humedeciendo de lágrimas. Ese dolor agudo e inesperado le hacía latir el corazón a una incontrolable velocidad. No supo qué hacer, a dónde dirigirse, atontada y con vértigo.

Subió a la habitación, se vistió de prisa y, organizando sus pensamientos, se dijo que debía estar serena. En esa madeja de sorpresa y desgarradura, imaginando lo que su marido habría sufrido por el impacto, cuando se peinaba nerviosa de cualquier manera, la detuvo una fugaz y aterradora duda: ¿habría pagado Gabriel las letras vencidas de su seguro de vida?

Entonces, se desplomó por completo, herida por lo incierto.


Retrato de mujer

Sola y cautiva de sus recuerdos, iba al mar y su mirada se clavaba en el horizonte. Años de años escudriñando la distancia, como si esperara que un punto en la lejanía volviese de pronto.

Envejecida y lenta, como vacía, con sus amarras sueltas, ya nunca pudo dejar de ser la mujer náufraga de aquel hondo y pesado día en que de su cuerpo emigraron para siempre dos pájaros de fuego en direcciones opuestas.


Héroe espacial

Cuando el astronauta vio la tierra desde la escotilla de su nave, ese plato inmenso y azul, perfecto y estelar, se conmovió hasta las lágrimas y disfrutó el privilegio reservado a unos pocos de mirar el mundo desde afuera. Un espectáculo único, la burbuja terrestre flotando en el espacio inmensurable de los tiempos.

Pero en medio de ese placer sin límites, una infortunada y muy poco científica idea se le vino a la cabeza: ¿y si a la hora de regresar ya no estás allí y te has salido de órbita?


La Tepesa

De vuelta a casa, riéndose a solas, ebrio que se imagina sobrio, dando tumbos y con la medianoche de por medio, Francisco se quedó mirando a la mujer de rostro cóncavo y sin color que parecía esperarle en el filo del camino.

Fatua y despeinada, la aparición le invitaba, sin hablar, a seguir por un trillo en dirección al río. Él, sin poder fijar con claridad el espacio de luz mortecina de la mujer, a duras penas pudiendo recordar su propio nombre, tuvo aún un destello de lucidez y le dijo:

—Me estás tentando, yo sé quién eres, tú no existes.

La mujer de pies invertidos y con olor a azufre insistió, llamándolo con dulzura por su nombre. Francisco, flaqueando en el borde de esa voz sensual, resistió lo que pudo y volvió a decir:

—Yo no creo en las brujas, vete de aquí, vieja del demonio.

La Tepesa, salida de sus casillas, se desnudó altanera y acercándosele le rumoró:

—No crees en las brujas pero sí en la carne, ¿verdad, Francisco?

Él, a punto de ser vencido, entre eructos, mareos y ganas de vomitar, se llevó las manos a la cara, se frotó los ojos, se dio varias cachetadas en un instinto de despertarse de la borrachera, y en un esfuerzo colosal atinó a contestarle:

—Sí, en la carne, pero tú estás vacía y muerta.

Ella le dijo:

—Ven, Francisco, te voy a dar un placer que te matará de gusto.

Y él:

—Tú no tienes el corazón vivo, tú eres la mujer del diablo, mataste a tu hijo.

Y en ese instante, como si se hubiese roto el velo humeante de la noche, la Tepesa dio un alarido y se hundió crujiendo en la tierra.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 19 de abril de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes