Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 106
5 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos cuentos cubanos
Miguel Correa Mujica

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Nota del editor
Estos relatos forman parte de la novela Furia del discurso humano (2000), del escritor cubano Miguel Correa Mujica, quien nos los envía para ser publicados en literaria pareja.

La leyenda

Pensaba que su condición de extranjero lo eximiría de la cámara de torturas adonde eran llevados los detenidos después del último interrogatorio. Había nacido en Salt Lake City y llevaba casi seis meses detenido. Fue capturado cuando la avioneta que tripulaba ¾ y desde donde arrojaba octavillas religiosas¾ tuvo que realizar un aterrizaje forzoso sobre una sabana camagüeyana.

Lo sacaron de su celda a altas horas de la noche, de una noche ya extraviada en el calendario de su mente, y fue conducido por largos pasillos apenas iluminados por una pobre luz amarilla.

La cámara de torturas parecía un eficiente laboratorio dental con amplios sillones y un sinnúmero de aparatos eléctricos conectados a los sillones por cientos de cables y tornillos. A la derecha, una cama con correas para sujetar al reo y una gigantesca lámpara que proyectaba una luz incandescente. Al centro, la silla perforada de la cual hablaban tanto los reclusos, cuya función era perforar el ano del preso con un enorme taladro que se enroscaba desde el fondo de la silla. La sangre lavada y seca había manchado aquel local de un color siniestro.

Lo sentaron en una butaca más bien cómoda y lo ataron de pies y manos. Le quitaron solamente el zapato del pies izquierdo mientras permanecía completamente vestido, por lo que dedujo que el dolor vendría por esa vía. Se encomendó a Dios y se puso a observar al verdugo con esmero bovino. Llegó a sentirse como en la consulta de su médico en Salt Lake City, adonde acudía anteriormente en busca de un alivio para los callos. El verdugo acercó a la silla media docena de pinzas, alicates y punzones. En una micronésima de segundo y de un solo giro, con la destreza de quien realiza una conocida y vieja rutina, el verdugo le arrancó de cuajo la uña del dedo gordo, haciendo que la sangre salpicara sus pantalones, el piso y el aire detenido entre las paredes. Un dolor indescriptible le hizo perder el conocimiento.

Pasaron tal vez muchas horas. Cuando se despertó, la sangre se había coagulado sobre sus dedos. El verdugo atendía, a unos pasos de él, a otro recluso que se deshacía en gritos. Fue entonces cuando la curiosidad lo llevó a acercar la cabeza al juego de herramientas que, ensangrentadas todavía, reposaban en el plato del sillón. Pasó la vista por el alicate que le había arrancado la uña con increíble precisión y detuvo la mirada sobre una inscripción grabada en una de las patas del mismo. Allí, en una breve ranura del metal, por la parte interior de la pata, venía plasmada la leyenda Made in USA.


La madre

La noche anterior había sido fusilado su hijo de 32 años. En vano habían sido las innumerables gestiones que la madre había hecho para que le conmutaran la pena a su hijo: hasta consiguió una audiencia con el Jefe del Estado Mayor, quien le dijo que nada ni nadie podría salvar a su hijo del paredón. El delito era tan grave, le dijo, que de no ser fusilado el pueblo se lanzaría a las calles a pedir justicia.

Ella y un grupo de familiares allegados encendieron dos velas y junto a ellas velaron toda la noche el cuerpo ausente y sin vida del hijo. La madre creía escuchar el fogonazo que le destrozaba el pecho a su hijo amado y hasta sentía la sangre saliendo a borbotones por las heridas inmensas. Veló toda la noche frente al retrato de su hijo condenado, un muchacho apuesto, de cabellos revueltos y mirada extraviada, un joven que tal vez en otro sitio, en otra época, hubiera sido un excelente deportista o un aclamado cantante popular. La madrugada transcurrió lenta y angustiosa como una noche de parto.

Al amanecer, antes de que las velas se consumieran del todo, la presidenta del comité de la cuadra tocó a la puerta de la vieja casona para decirle a la madre que se diera prisa pues ya estaban a punto de salir los camiones que los conducirían al trabajo voluntario. La madre se secó las lágrimas, se puso corriendo el pantalón azul y se puso el pañuelo negro en la cabeza. Tuvo que echar una carrera pues el camión ya partía.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 19 de abril de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes