Nota del editor |
Estos relatos forman parte de la novela Furia del discurso humano
(2000), del escritor cubano Miguel Correa Mujica, quien nos los envía para ser
publicados en literaria pareja.
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La leyenda
Pensaba que su condición de extranjero lo eximiría de la cámara de
torturas adonde eran llevados los detenidos después del último
interrogatorio. Había nacido en Salt Lake City y llevaba casi seis meses
detenido. Fue capturado cuando la avioneta que tripulaba ¾
y desde donde arrojaba octavillas religiosas¾ tuvo
que realizar un aterrizaje forzoso sobre una sabana camagüeyana.
Lo sacaron de su celda a altas horas de la noche, de una noche ya
extraviada en el calendario de su mente, y fue conducido por largos pasillos
apenas iluminados por una pobre luz amarilla.
La cámara de torturas parecía un eficiente laboratorio dental con amplios
sillones y un sinnúmero de aparatos eléctricos conectados a los sillones por
cientos de cables y tornillos. A la derecha, una cama con correas para sujetar
al reo y una gigantesca lámpara que proyectaba una luz incandescente. Al
centro, la silla perforada de la cual hablaban tanto los reclusos, cuya
función era perforar el ano del preso con un enorme taladro que se enroscaba
desde el fondo de la silla. La sangre lavada y seca había manchado aquel
local de un color siniestro.
Lo sentaron en una butaca más bien cómoda y lo ataron de pies y manos. Le
quitaron solamente el zapato del pies izquierdo mientras permanecía
completamente vestido, por lo que dedujo que el dolor vendría por esa vía.
Se encomendó a Dios y se puso a observar al verdugo con esmero bovino. Llegó
a sentirse como en la consulta de su médico en Salt Lake City, adonde acudía
anteriormente en busca de un alivio para los callos. El verdugo acercó a la
silla media docena de pinzas, alicates y punzones. En una micronésima de
segundo y de un solo giro, con la destreza de quien realiza una conocida y
vieja rutina, el verdugo le arrancó de cuajo la uña del dedo gordo, haciendo
que la sangre salpicara sus pantalones, el piso y el aire detenido entre las
paredes. Un dolor indescriptible le hizo perder el conocimiento.
Pasaron tal vez muchas horas. Cuando se despertó, la sangre se había
coagulado sobre sus dedos. El verdugo atendía, a unos pasos de él, a otro
recluso que se deshacía en gritos. Fue entonces cuando la curiosidad lo
llevó a acercar la cabeza al juego de herramientas que, ensangrentadas
todavía, reposaban en el plato del sillón. Pasó la vista por el alicate que
le había arrancado la uña con increíble precisión y detuvo la mirada sobre
una inscripción grabada en una de las patas del mismo. Allí, en una breve
ranura del metal, por la parte interior de la pata, venía plasmada la leyenda
Made in USA.
La madre
La noche anterior había sido fusilado su hijo de 32 años. En vano habían
sido las innumerables gestiones que la madre había hecho para que le
conmutaran la pena a su hijo: hasta consiguió una audiencia con el Jefe del
Estado Mayor, quien le dijo que nada ni nadie podría salvar a su hijo del
paredón. El delito era tan grave, le dijo, que de no ser fusilado el pueblo
se lanzaría a las calles a pedir justicia.
Ella y un grupo de familiares allegados encendieron dos velas y junto a
ellas velaron toda la noche el cuerpo ausente y sin vida del hijo. La madre
creía escuchar el fogonazo que le destrozaba el pecho a su hijo amado y hasta
sentía la sangre saliendo a borbotones por las heridas inmensas. Veló toda
la noche frente al retrato de su hijo condenado, un muchacho apuesto, de
cabellos revueltos y mirada extraviada, un joven que tal vez en otro sitio, en
otra época, hubiera sido un excelente deportista o un aclamado cantante
popular. La madrugada transcurrió lenta y angustiosa como una noche de parto.
Al amanecer, antes de que las velas se consumieran del todo, la presidenta
del comité de la cuadra tocó a la puerta de la vieja casona para decirle a
la madre que se diera prisa pues ya estaban a punto de salir los camiones que
los conducirían al trabajo voluntario. La madre se secó las lágrimas, se
puso corriendo el pantalón azul y se puso el pañuelo negro en la cabeza.
Tuvo que echar una carrera pues el camión ya partía.