Hay
un fenómeno físico que rige la caída de los cuerpos. Lo conocemos como gravedad
y explica la fuerza que impele a toda materia hacia la Tierra, sobre todo si
está situada en su superficie o cerca de ella. Pero yo prefiero dejar de lado
el simplismo gravoso de la gravedad, para acogerme al más sublime encanto de
lo gravitatorio, de la ley real y extensa que se expresa como Ley de la
gravitación. Desde que Newton la formulara en 1684, su sugestivo encanto
ha brindado sorpresas constantes. Y cómo no ha de hacerlo una ley que explica
la acción atractiva mutua que se ejerce a distancia entre las masas de los
cuerpos, en cualquier tiempo, en cualquier lugar y en cualquier espacio. Esta
es, sin duda, la mejor cualidad de todos los objetos compuestos de materia.
La gravitación nos aproxima, pero la gravedad nos mata —esto último
también lo ha escrito el filósofo español José Antonio Marina, en ese
capcioso libro titulado Ética para náufragos, que se presenta al
lector como un manual de supervivencia. La gravedad nos aniquila al exhibirse
como la condena física (mecánica) a la caída de los cuerpos, porque claro,
todo lo que cae, todo lo que va de bruces, suele tener un grave final.
No obstante, otras pueden ser las apreciaciones. Una mejor y muy antigua es
la de Aristóteles. Distinta, benévola, afectiva si se quiere, expresa que
todas las cosas tienen su lugar natural, una especie de hogar perdido, cuya
profunda querencia induce la añoranza, razón por la cual, en cuanto les
resulta posible, las cosas retornan a su lugar, y claro, digo yo, en cuanto
mayor sea el peso de la querencia, con mayor premura y velocidad se emprende
el retorno.
Otra, dada a lo asertivo, indica que la gravedad nos permite mantenernos
sobre la Tierra, con los pies bien asentados en nuestro lugar. Que si no fuera
por ella, nos la pasaríamos volando.
Vistas así las cosas, cabe una pregunta: ¿cuál es el lugar natural del
hombre? ¿Y cuál su condición, cae o gravita? ¿O simplemente cuelga como un
péndulo y oscila entre el letargo y la violencia?
En busca de una fórmula explícita
Otro fenómeno, mucho más complejo, es el de la caída de la inteligencia,
y este, que yo sepa, no tiene una fórmula explícita. La de la gravitación
se construye como sigue: F=G.m1m2/d2,
donde F es la fuerza gravitatoria, m1 y m2 son las masas
de los dos cuerpos, d es la distancia entre los mismos y G es la constante
gravitatoria. Esto implica que la atracción gravitatoria entre dos cuerpos es
directamente proporcional al producto de las masas de ambos e inversamente
proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos. O lo que es igual:
mientras más cuerpo mayor atracción y mientras más distancia mayor anhelo.
Y, la verdad, aunque dos siglos después apareció el muy pomposo y
mediático Einstein, para complementar las razones de lo gravitatorio con un
ejercicio de equivalencias en el espacio-tiempo, donde no sólo el volumen de
la masa, sino la aceleración que se aplique a su movimiento, y la menor
distancia entre los cuerpos, determinan la fuerza gravitatoria, a mí, que no
me gustan demasiado las complicaciones, me resulta más útil quedarme con
Newton. Einstein pareciera librarnos de una condena: no es únicamente la masa
de gran volumen, por sí sola, la que puede atraernos con mayor propiedad,
pues existe un principio de equivalencia que parece aportar mayor rigor a la
relación. En cuanto a atracciones de los cuerpos se refiere, la fuerza con
que lo logran depende no sólo del volumen de la masa, sino de la aceleración
que a su movimiento se aplique.
En cuanto a la inteligencia, que no depende en estricto sentido del volumen
de la masa ni de la velocidad con que se aplique, aunque sí del muy digno
principio de paridades entre la distancia y el tiempo, aplicadas en un
continuo no determinado, o trazado, por acciones lineales, simples, meramente
reactivas, ¿qué fórmula podría describir su caída? ¿Y cuál su
gravitación en torno a la esperanza de salvación del hombre?
El péndulo de Foucault
La oscilación de la inteligencia, es decir, el ir y venir entre el
entendimiento y la creatividad, no puede medirse con un mecanismo pendular
rígido. Para ello ha de disponerse un sistema de movimientos rotatorios que
engrane, en perfecto equilibrio, o en ± 2, los
diversos dones del ser inteligente: la capacidad de conferir dignidad,
de ejercitar la mesura, de dilucidar con sensatez, de emplear la subjetividad
con sana intención y de producir resultados eficaces.
Este sistema, similar más bien a ese juego infantil de ronda a la silla
—y yo diría que no azarosamente—, es el que aplica la mecánica de la
moral y la ética, tanto en el ser humano, como en el ser social y el conjunto
de instituciones que lo representan. Ser inteligente es ser ético,
creativamente eficaz y razonablemente feliz. Evitar el efecto de la gravedad
en la peor de sus concepciones y potenciar lo gravitatorio, es lo deseable en
moral.
Así como ese ejercicio pendular mediante el cual Léon Foucault
ejemplificó la rotación de la Tierra, el hombre debe formar la inteligencia
sobre un plano oscilatorio y de gran ángulo, dejando hacer al sistema de
movimientos rotatorios su debido tránsito por lo indefinible, lo
indeterminado, lo relativo, lo probable, para ir en aproximación sobre la
sensatez y la intuición, únicos elementos que nos permiten comprender la
inteligencia y crear la vida con dignidad.
La órbita de lo digno
Caer de bruces es militar en la moldura de lo fatuo, olvidarse del
necesario y adecuado silencio, de la virtud y vigor de la pertinencia, de la
inconveniencia del escándalo, del exabrupto que significa el engorde del ego,
de la suntuosidad, del interés personal por sobre el colectivo. El juego de
la supervivencia en la órbita de lo particular, de lo exclusivo, es un retozo
de enanos. Es una práctica fuera de la excelencia, propensa a sufrir el más
devastador efecto de la gravedad. Es un ejercicio ajeno a lo gravitatorio.
La órbita de lo digno, donde se mueve el ser inteligente y su
sistema de referencias, se nutre del acercamiento proporcional, del
intercambio comprensivo, del amor y el respeto a lo otro, que al fin y al cabo
es el reflejo de uno mismo, o si se quiere, el otro lado hacia el que se
desplaza el péndulo.
¿Hacia dónde se mueve el hombre entonces —pregunto de nuevo— cuando
produce violencia, abyección, conjura y muerte? ¿No es hacia la definitiva
caída de la inteligencia? ¿No se va, acaso, de bruces contra el suelo,
olvidándose de cualquier equivalencia posible entre el espacio y el tiempo
que le ha tocado vivir, y sobre el cual tiene una terrible responsabilidad:
hacerlo gravitar en la órbita de lo digno?
Cualquier modelo de humanidad posible y eficaz para el logro del bienestar,
debe tener como centro una inteligencia apropiada, libre de condicionamientos
estrechos, de dogmas, que transite el camino de la sensatez y el equilibrio
emocional, fundamentado en un modelo ético que, si bien parta de una bien
intencionada subjetividad, no descuide que esta buena intención debe
sustentarse en la búsqueda de la armonía colectiva. En este proceso el
hombre debe ser autónomo, aunque no arbitrario, sujeto a leyes convenidas
dentro de los parámetros de un bien comunitario. Aunque haya leyes, no puede
sujetarse a rajatabla al determinismo conceptual, porque la órbita de lo
digno es dinámica, no cerrada ni lineal. Es, simplemente, un efecto de lo
gravitacional: está impelido a la proximidad y el entendimiento, en
equivalencia de fuerzas, por una atracción común, para un logro común,
mantenerse en órbita, en interacción de paridad, y no, nunca, en un
discriminatorio y excluyente ejercicio de subordinación.