Sergio Badilla ha
sido un poeta que ha seguido siempre su propio camino elegíaco, aunque él se
considera epígono de reliquias y de íconos en la paganía literaria del
siglo XX, su entramado lírico es muy sui géneris: ha dado cuenta de
una exclusiva y transmisible visión analítica del mundo, significativo e
imposible, de su propia teogonía, de su para-realidad, con taumaturgia
paradójica y desacralizadora. Él es, en sí, un sujeto irreverente, un
citadino hostil del mundo, un europeo nacido en Valparaíso, afincado, hoy,
momentáneamente, en una comisura del smog de Santiago de Chile, pero que bien
podría ser cualquier otro rincón del universo.
La poesía de Sergio Badilla asalta los límites del símbolo y los
linderos de los estatutos cotidianos con que se nutre y se funda diariamente
el lenguaje, combina la delicadez del término con la expresión habitual del
coloquialismo nómade y la validez del signo lingüístico,
descontextualizándolo. Articula y urde sus múltiples tramas poéticas,
buscando la reversión de la apariencia, sus contradicciones, sus
metaverdades, para que éstas se muestren, en rigor, desde el propio interior
del signo.
En su obra La morada del signo (1982), cuyo nombre desde el inicio
nos hace gestos sugerentes de la posterioridad, de lo coexistente, de lo
material, de lo supuesto, respecto de una corpulencia filológica, la otredad,
o la heterogeneidad de los elementos probables, no se menoscaba en un
transigente trazo retórico, se afina, se bosqueja, se realiza y da pábulo a
representaciones tributarias que se asientan como componentes legítimos de
esta nueva materialidad.
En esta antisignificación, las representaciones construidas por Badilla
sustituyen a veces al objeto, al fenómeno o a la acción misma, incluso con
relación a su género. En Cantonírico (1983), Badilla es un
desbaratador escrupuloso de los enunciados, porque erige y articula poesía
desde una legitimidad alterada, que no corresponde en absoluto a la
desfiguración onírica de la subrealidad, que esfuma, que es evanescente, que
evapora la certidumbre desde íntimo, sino la del transrealista, es decir, de
aquel que se ubica al "al otro lado" de la materialidad, más allá
de la realidad, pero siempre en ella, y a partir de allí constituye y funda
su propio lenguaje poético.
De esta manera, con un impulso del yo lírico que pone en el centro de la
representación, de la escena poética, al hechizo de lo cotidiano
transformado en transreal, la certidumbre es vista como una entidad incesante
y abordable. Es en ese territorio, ciertamente, donde el epítome lírico, el
infinito y el texto coinciden, como si tratase de una encrucijada que escapa a
lo fortuito y donde se encuentra la médula de la poesía badilliana. Las
imágenes aunque eufónicas no pretenden generar ritmo, sino continuidad entre
la certitud y la no certitud lírica, de manera de permitir, al sujeto
comunicado, desentrañar contornos o generar unidades líricas y contextos
admisibles.
Reverberaciones transreales
En Reverberaciones de piedras acuáticas (1985), el poeta
reconstruye o refunda el vacío; por ejemplo, en el poema
"Antinabo", al decir "Aquel que corre en la mañana /
contingente a la transitoriedad del agua / que va a la alcantarilla / como
tajo al otro universo de todos los días / la lluvia pisoteada / debajo de un
paraguas distinto...". Hay señales manifiestas de transrealidad, de una
existencia otra, o más bien, una íntima otredad posible de sentir, de
palpar, en la inmediatez lírica. También nos enfrentamos a una
"temporalización" de una o varias realidades simultáneas.
Una similar cogitación se podría hacer con "Poema óptico" en
el cual el poeta recupera o instaura el desdoblamiento de la realidad frente a
una presunta vacuidad: "Mi ojo tangible / mis debilidades / este terrón
de sal / no son más que una sombra de mi mísmo..."; de nuevo Badilla
nos acopla con la potestad de la transfiguración, al unir los elementos
tangibles de su certitud con el desdoblamiento de su específica condición
humana. En sí habría que colegir que las imágenes que delimitan y sustentan
la poesía de Sergio Badilla no están dirigidas a establecer un vínculo
entre dos o más realidades simultáneas, sino a presentárnoslas como una
sola entidad con muchas caras.
La poesía transrreal desde el punto de vista permutador no hace
concesiones a una especificidad objetiva, pero sí al ejercicio sensorial y
perceptible que no puede evidenciarse por sí mismo en la mera certidumbre de
lo real por la simple articulación ojetivizante de la razón.
Así, en esta transrealidad los sentidos columbran, imaginan, descubren un
mundo ya realizado y forjado por el autor. En esta poesía perseverará el
enigma de la realidad en una cercanía lírica con la inmaterialidad que
propone el poeta, cuando construye su cosmos, que tiende a lo quimérico, a lo
utópico, a lo irrealizable.
Como adjunto a la mística, lo adjunto a lo iluminado es parte de la
filosofía y de la creación, la poesía de Sergio Badilla en este sentido es
transcendencia de lo transreal, parte de un vacío existencial que se
emparenta con el existencialismo heiddegeriano y con su propio
circunstancialismo; un vacío entonces de la existencia del propio ser.
La inmaterialidad y la transrealidad
El poemario Cantonírico (1983) es un manojo de textos donde la
lumbre existencial emite preguntas, interrogantes circulares que nos arrojan
imágenes cargadas de sapiencia y madurez: es en esa demarcación lírica
construida con un lenguaje emancipado en cuanto a la palabra y al signo,
ciertamente, donde el extracto poético, el sujeto lírico imperecedero y la
propuesta transrealista de la obra convienen simultáneas, y crean su propia
sincronía como si operase un cruzamiento que, por cierto, es deliberado.
Aquí las imágenes poseen una refinada vinculación con el mito, la gesta y a
veces la fábula; el lenguaje se distorsiona para dar cabida al artificio o
para romper la obligatoriedad de la tautología del género que impone su
cualidad a la subjetividad buscada por la ambigüedad del sujeto lírico.
En la poesía de Badilla la atisbadura de lo habitual tiene conexión con
lo imaginario, con lo inmaterial o con lo prodigioso y así se refleja,
primordialmente, en Terrenalis, en la Saga Nórdica. Los sujetos
líricos oscilan entre la presencia legendaria o mitológica a la
comparecencia realizada, ontológica, cuya imagen se transforma en esta
transfiguración como la alegoría de lo discrepante, del simulacro, de la
antipropiedad, del desatributo. El lenguaje deliberadamente se disloca para
dar continuidad a sus texturas, a su conformación lírica, a su poética.
Tal vez su obra más depurada donde se pincelan las imágenes con la
paletada de un vate maduro que maneja con hondura, solvencia y regocijo su
poética, su idioma, está en La mirada temerosa del bastardo (2002)
donde el propio título es un desafío esplendente que se relaciona con la
época de arrogancias y vacuidades con las cuales tropieza el poeta en su
diario devenir. El bastardo es la encarnación del excluido, del espurio, de
la irreconciliación entre espacio y tiempo y de la adulteración de la época
como paradigma. En esta innaturalidad, Badilla, con lenguaje y poetizar
sublime, no tiene ganas de distinguir realidades o para-realidades. Todo es un
interminable collage de fragmentos de una misma historia en un universo
desplazado de su eje. Un mosaico que puede mostrar los desperdicios, los
desechos de la época con espléndido acento, casi con una inflexión de
castidad que es capaz de ritualizar los detritos con una refinada retórica.
Un universo transreal
El mundo transrreal de Badilla puede apreciarse como una unidad conjeturada
y quimérica donde todas las entidades se realizan. En esta para-realidad se
excede la contradicción entre lo real y lo ficticio, entre lo truncado, lo
inconcluso y lo permanente. Todo está expuesto a la destrucción, a la
corruptibilidad y al menoscabo. De allí brota un arte de consolidar la
existencia de los sujetos y parajes líricos, certeza e identidad que no busca
dar legitimidad ante nadie ni nada, porque todo se sustenta asimismo en esta
transrealidad, con sus propias formas, sus cánones irregulares y
extradimensionables, sus cualidades y lenguajes.
Habría que añadir algunas consideraciones que hace el crítico Omar
Pérez S. a la obra de Badilla: "Las asociaciones de correspondencia que
se pueden hacer de la obra de Badilla, que para algunos críticos, como Sun
Axelsson o Carlos Olivárez, representa la epifanía de una voz
latinoamericana tremendamente europea, que está emparentada con la obra del
finlandés Pentti Saarikoski, el sueco Tomás Tranströmmer, el español José
Hierro y el chileno Gonzalo Rojas. No es extraño tampoco encontrar la
amargura de Wisoski, el ruso ejemplar que destroza el vodka y la antipatía de
un sistema o el brochazo delicado de un finlando-sueco como Elmer
Diktonius".
Olivárez también añadió su porción a esta mirada al establecer que la
poesía de Badilla era "la yuxtaposición tumultuosa de mundos grotescos
donde la poesía saltaba airosa como revelación conciliadora". La
confidencia fenomenológica de la poesía badilliana es hacer posible conocer,
con el prisma de la insatisfacción, realidades esperpénticas, pero con una
muy bien texturada belleza, donde la reversión de la verosimilitud, sus
contradicciones, sus estambres, se exponen con destreza y maestría. Sobre su
obra primigenia Willy Granqvist, el poeta sueco ya desaparecido dijo, en la
década de los ochenta: "Badilla desde su arranque escudriñó la imagen
en su más íntima morada, dispuesta en su absoluta unidad, sin dar pábulo a
reparos, ni hacer concesiones modales o pirotécnicas".
La proposición transreal de Badilla
Repecto a su propuesta transrreal, Sergio Badilla ha establecido: "En
la poesía de la transrealidad lo presente, lo real o lo inmediato tienen un
valor similar a lo que no es y que al mismo tiempo, es, por el solo acto de
coexistir. El sujeto temporal o lírico se relaciona sincrónicamente con un
no ser simultáneo, siendo. Todo lo real, lo que no fue y pudo haber sido y lo
colateral, siendo, en la virtualidad, en la sospecha o en el simulacro,
también son transrealidad. La decisión de optar o decidir por una realidad o
un discurso no significa que no existan otro tipo de legitimidades, es lo que
se abandona, pero que nos destella, nos relampaguea, o se sustenta en su
opacidad, en su implosión, en el mismo instante en que existimos frente a una
realidad o ante un texto. La objetivación de un hecho pasa necesariamente por
la delimitación de mi subjetividad que está sometida permanentemente a la
paradoja de tener que elegir u optar, pero esto no significa que la elección
hecha sea la más afortunada o la más desgraciada, o que por el hecho de
preferir algo haga mi selección entre todas las opciones posibles. El
contexto, los sistemas de pensamiento y hasta los sentidos nos condicionan,
incluso el tamiz "logicista" y sistematizador de nuestra propia y
peculiar razón nos impiden relacionarnos con la totalidad".