Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 107
19 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Parábola para el odio
Diego Chinchilla

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Mi trabajo en el Piggy Tail era bien feo. Antes sí había sido bailarina en clubes donde me ganaba mi buen dinero. Pero tuve problemas porque siempre bailaba borracha. Un manager me corrió cuando una vez no aguanté el vómito arriba del escenario. Y, pues, el desgraciado luego les habló a todos los managers de Disguisetown y me quedé sin chamba por unos meses.

Todavía mis nalgas y mis piernas estaban firmes. Mis pechos eran pequeños y bien levantados. Mi pelo era largo y mis ojos grandes, con las pestañas bien largas. Pero no tuve más remedio que trabajar en el Piggy Tail, donde todas las bailarinas eran viejas y bien gordas.

Llevaba casi dos meses bailando en el Piggy Tail. Y a todas las viejas yo les caía bien mal. No soportaban que les estuviera quitando a todos sus clientes. Yo, pues, era la atracción principal del antro aquel. Aparte de ser la más joven y la más buena, bailando yo era la mejor. Quizá todo era un desperdicio con la calamidad de clientes que casi nada más llegaban a dormir su borrachera.

Crucé la frontera cuando tenía catorce años. Y en Disguisetown era bien difícil tirar para adelante. La ciudad era grandísima y muy fría. Vivía sola en una habitación donde me costaba mucho trabajo dormirme, muchas veces hasta con hambre. Lo más duro era lo de agarrar trabajo. Un montón de veces me levantaba bien temprano para no perder el primer autobús y me iba a una agencia de empleo. Ahí nos metían como a cincuenta gentes en una oficinita. A las ocho de la mañana una secretaria nos decía que sólo había trabajo para cinco o siete. Y llamaba a los que a ella le caían bien. Los otros nos quedábamos dando vueltas por ahí para ver si alguien llamaba pidiendo personal. Yo, pues, apenas tenía mis catorce años y casi nunca me agarraban. Nada más trabajaba uno o dos días por semana.

Cuando llegué al Piggy Tail, ya tenía yo veinticuatro años. Y fumaba casi sin parar. Me tomaba por lo menos ocho cervezas y no sé cuántos tequilas cada noche. Así, un poco mareada, como que me sentía más cómoda bailando.

Y el antro era muy chiquito. Lo más importante era la pasarela donde bailábamos. Era un semicírculo con el piso medio podrido. El tubo de metal chirriaba bien feo. Yo podía agarrarme con los tobillos y estar boca abajo, ahí suspendida, mientras me quedaba topless. Pero no en el Piggy Tail; aquel tubo andaba bien chueco. Desde arriba de la tarima no podían verse las caras de los clientes. Sólo se distinguían las luces de los faroles y las puntas de los cigarros. Todo lo demás eran puras sombras.

Junto a la pasarela había como una docena de sillas. También, en cada extremo, estaban un par de mesas. La barra estaba al mero frente de la pasarela. Y eso era todo. No teníamos dónde cambiarnos la ropa. Apenas había unas cortinas detrás del escenario. Las que bailábamos andábamos siempre listas, en bragas y sostén.

Una noche entró un cliente nuevo al Piggy Tail. Era muy temprano y apenas había otros dos hombres sentados frente a la pasarela. Lo reconocí cuando estaba ayudándole a colgar su chamarra. No dije nada, pero su chaqueta estuvo a punto de resbalárseme de los dedos. Los recuerdos como que me picotearon la piel.

Me vino un coraje bien fuerte. Volví a la barra y, casi sin respirar, me metí un par de tequilas. Al tipo le decían nada más el Jabalí.

En la pasarela bailaba una de las viejas. Era bien gorda, con su panzota desparramándosele sobre las bragas. Y hasta celulitis tenía en sus nalgas. A mí no me gustaba que esas viejas se encueraran ahí frente a mis narices.

El Jabalí de seguro ni me había reconocido. Pero yo sí me acordaba de su cabezota de marrano y de sus ojillos rojos en el puro fondo de las ojeras. No me había olvidado de su pescuezo gordo ni de su pellejo moreno y bien lampiño. Y se me encendía el coraje sólo con verle la espalda al Jabalí. A cada rato me zampaba un tequila y encendía otro cigarrillo.

El Jabalí estaba rodeado por cuatro viejas. Eran las menos gordas, pero igual estaban bien feas. Había ordenado una botella de whisky. Las tipas le encendían los cigarrillos y le llenaban su vaso. Ninguna quería perderse la oportunidad de desplumarse al Jabalí.

Pedí más tequila. Me entraron ganas de emborracharme de verdad. Pero me llamaron a bailar. Antes de subir a la tarima, el chavo del bar me rozó el brazo.

—Báilale bonito. Es a ti a la que mira —me susurró en la oreja.

Sobre la pasarela, escuchaba las carcajadas de las gordas y los gruñidos del Jabalí. Nada más veía las brasas de los cigarrillos frente a mí. Pero me parecía como que el Jabalí sí me miraba. Comencé a bailar suavecito, arrastrando las plataformas de mis zapatos y meneando las caderas.

Conocí al Jabalí en uno de mis primeros trabajos en Disguisetown. Una camioneta nos llevaba a una planta a dos horas afuera de la ciudad. Chambeábamos de diez de la noche a seis de la mañana. Ahí se pintaban partes de motores. Había muchísimas como jaulas de metal llenas de ganchos para colocar las piezas. Unas eran rechiquitas, como prensas para el pelo. También había tubotes que apenas si podía aguantarlos de lo pesados que estaban. Como unas veinte gentes, hombres y mujeres, agarrábamos aquellas piezas llenas de aceite y las colgábamos en los ganchos. Cuando una jaula estaba repleta, una grúa la levantaba y la llevaba a un horno para la pintura. Apenas cargábamos una jaula, traían más cajones llenos de piezas y más jaulas con sus ganchos vacíos. Y el ruido era insoportable. Todavía con los tapones que nos metíamos en las orejas se escuchaba el traqueteo de las grúas y los montacargas. Y, pues, no se podía hablar con nadie. Los jefes gritaban pero nadie los escuchaba. Había que arreglárselas a puras señas.

Se acabó la música y yo me tapé los ojos para protegerlos de la luz. Oí los gritos del Jabalí apurando con la otra canción. Cuando comenzó a sonar una salsa bien caliente, yo sabía que el Jabalí sí estaba mirándome. Y comencé a mover la cintura y a sacudir mis nalgas como sólo yo sabía hacerlo en el Piggy Tail. Me agarré del tubo y ahí merito donde veía las sombras de las bailarinas junto al Jabalí me agaché sin dejar de moverme. Luego me di vuelta y me incliné para que todas las luces me cayeran en las nalgas. Después me quité el sostén y luego, despacito, comencé con lo de abajo.

En mi segundo día de trabajo me llevaron a la oficina del Jabalí. Él era el jefe de los supervisores y tenía su oficina al final de unas escaleras. Había mucho polvo y hasta el escritorio estaba lleno de cajas con papeles y piezas de motor. Yo andaba muy nerviosa. Me sentía bien rara con mi overall lleno de grasa y con unas botas grandísimas que habían dejado tiradas en el locker room. Ahí sola con el Jabalí, creo que hasta tartamudeé cuando le respondí cuál era mi nombre y cuánto tiempo llevaba en Disguisetown. El desgraciado rapidito me abrazó. Yo no quería insultarlo, pero tampoco me gustaba que estuviera ahí agarrándome el pelo y nada más mirándome entre las piernas con sus ojos de degenerado.

Cuando yo me escurrí de sus putos abrazos, pues como que se ofendió. Y se puso bien serio el infeliz, con esos ojos que me taladraron hasta el hueso. Sin darle muchas vueltas, me dijo, pues, que quería cogerme. Que él era mi patrón y que si ahí mismo yo no le chupaba su verga, pues que iba a botarme. Yo quería madrearlo al cerdo, pero la rabia hasta que me taponaba la boca. Temblaba del puro coraje, ¿qué se creía ese viejo desgraciado?

El Jabalí se me arrimaba más y más. Y estaba muy caliente el desgraciado. Me decía un montón de porquerías junto a la oreja. Yo lo empujaba y veía que mis manos me temblaban. Y el desgraciado me ofrecía aumentarme el sueldo y hasta un puesto de supervisora. Y me agarraba las nalgas, se me restregaba contra mi overall. Sin darme cuenta, le grité que prefería que me matara a darle gusto. El Jabalí se miraba muy serio. Estaba, otra vez, como ofendido. Me dijo que me fuera. Que lo pensara mejor y que ya hablaríamos de nuevo.

Y ahí estaba el Jabalí maldito, sentado y mirándome desnuda. Yo hasta sudaba al final de mi baile. Cuando recogí mis bragas del suelo, oí al infeliz aplaudiéndome. Así en cueros, corrí a la barra y pedí otro tequila. El chavo del bar dijo algo sobre que había bebido demasiado. A mí nada me importaba. Hasta seguía encuerada ahí recostada en la barra.

Pues yo había aprendido que para sobrevivir en Disguisetown, o en cualquier lugar de este mundo cabrón, las mujeres teníamos que pelear y no ser pendejas. No podía dejar tirado mi trabajo en la planta nada más porque el jefe me quería coger. Pensé que a lo mejor el desgraciado nada más iba a seguir ofreciéndome mis aumentos de salario y mi puesto de supervisora.

La siguiente vez que subí a su oficina, el Jabalí me golpeó. Después me cogió por detrás. Luego, mientras se subía sus pantalones, me gritó que volviera a trabajar.

Lloré ahí en medio del ruido de ese taller de mierda. Y ni siquiera pude contarle a alguien lo que me había hecho el Jabalí.

Tenía otra cerveza frente a mí. Y otro tequila. El chavo del bar se acercó y me señaló con sus ojos al Jabalí.

—No deja de mirarte.

Después de la primera vez, yo creía que el Jabalí iba a dejarme en paz. Pero durante las siguientes dos semanas, el infeliz me llamaba casi todos los días a su oficina. Y no hablaba de los aumentos de sueldo. Nada más decía que si no seguía yendo cuando él me llamaba a su oficina, él mismito me iba a denunciar con los de la Migra. Y a mí me han cogido hasta borrachos y pordioseros, pero ninguno tan sucio como el Jabalí. Se me hacía que el hijo de puta tenía una infección o algo así porque olía como a pus rancio y a carne podrida.

Una de las gordas me llamó a gritos. El Jabalí quería conocerme. Encendí otro cigarrillo y me acabé el último sorbo de tequila que me quedaba. Miré de frente al infeliz con su cabeza como de cerdo y su pescuezo enterrado entre los hombros. Me hizo señales con sus manos y empujó a una de las viejas para dejarme sitio junto a él. Sus ojos me parecieron perdidos, allá en el fondo de las ojeras. Sacó un puño de billetes y me lo empujó dentro del sostén.

—Ahora vámonos —dijo con su voz de borracho.

Yo sonreí, le devolví su dinero y le pasé la mano por su frente de marrano.

—Primero déjame bailar para ti.

En la pasarela, las luces se habían vuelto rojas. Ahí arriba, me sentí borracha. Todo como que daba vueltas y las luces eran nada más manchones rojos. Pero sabía que el Jabalí estaba frente a mí, con sus ojos colgados de mi piel. Ahí lo tenía, seguro con su hocico abierto, sí, al maldito que después de cogerme como veinte veces me tenía trabajando igual que a todo el mundo en la planta. Ahí estaba el hijo de puta mirándome las nalgas. El mismo que mientras se agarraba la panza para aguantar la risa me decía que, igual que a mí, él se cogía a todas las mujeres de la planta. Ahí seguía con su hambre de animal, babeándose por meter sus manos en mis bragas. Sí, el maldito que rapidito se cansó de mí y me tiró a la calle.

La música era lenta. El tequila y las cervezas me hervían en la cabeza. Las manchas rojas seguían envolviéndome. Estaba sentada sobre mis piernas recogidas. Despacito comencé a jugar con mis tetas. Me interrumpía y respiraba entrecortada. Sentía que me giraba la cabeza, como deshaciéndose entre las luces. Y me imaginaba que estaba de nuevo en la oficina del Jabalí. Pero ya no tenía catorce años ni vestía el overall grasiento. No, ahora llevaba mis tacones, las bragas, el sostén y un bolsito debajo de un brazo. Y yo comenzaba acariciándole la panza y dándole besos al marrano. El maldito hasta que cerraba los ojos y gruñía de placer.

Levanté mis piernas y las sostuve bien apretadas, ahí recostada sobre mis codos. Luego las abrí despacito. Después me subí las bragas para que se viera nada más una franjita ahí enterrada. Las luces seguían tiñéndolo todo de rojo. Luego me volteé y, como acuclillada, subí y bajé mis nalgas poquito a poco. Y el Jabalí estaba en su oficina, boca arriba y con los ojos cerrados. El desgraciado se sonreía, como que ronroneaba y me empujaba hacia su verga. Entonces yo le enterraba los tacones de mis zapatos entre los huevos al maldito. Él gruñía como un cerdo, me empujaba y me tiraba puñetazos. Pero yo resistía. Le restregaba mis tacones contra todo su hocico. Después volvía a patearle los huevos y le brincaba sobre su panza.

Y todo siguió muy rojo. No escuché la música. Oí como un zumbido llenándome las orejas. Luego agarraba un encendedor y se lo arrimaba al Jabalí ahí en los pelos de su verga. Como que no quería prender. Pero de mi bolso sacaba una botellita con alcohol. Y sus putos pelos se achicharraban y se volvían una antorcha. Lo tenía bien agarrado mientras el cerdo gritaba y se retorcía. Mis tacones se le hundían en la cara y en su panza. Se revolvía por el piso como una sanguijuela deshaciéndose en sal. Y de su verga de mierda salía un humo bien apestoso.

Bajé del escenario mareada y lo primero que sentí fue el olor a carne quemada. Oí los gritos de las bailarinas, ahí arrinconadas contra la barra. Parpadeé varias veces para arrancarme de los ojos las manchas rojas. Cuando de nuevo aparecieron las mesas y las penumbras, miré al Jabalí tirado al pie de la pasarela. Tenía sus ojos muy abiertos y el hocico apretado. De la cintura hacia abajo estaba todo chamuscado. De entre sus piernas salía un humo que apestaba bien feo.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 3 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes