Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 107
19 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
El premio
Pedro José Pisanu

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Nota del editor
"El diario de Brom", Pedro José Pisanu El escritor venezolano Pedro José Pisanu fue uno de nuestros gentiles anfitriones en el reciente Encuentro de Escritores Colombo-Venezolanos realizado en San Cristóbal (Táchira) en noviembre pasado, bajo la coordinación de la Asociación de Escritores del Táchira. Humor negro y postura crítica se destilan de los ocho cuentos incluidos en su libro El diario de Brom y otros relatos, publicado en la ciudad tachirense por el Fondo Editorial Toituna, en 1998, y del cual publicamos uno en esta edición de la Tierra de Letras.
 

El aire parecía detenerse en aquel recinto poblado de incontables libros de distintos colores y diversas dimensiones. Una columna de humo ascendía lentamente desde el cenicero de bronce. Los dedos de Milardo Boyer no terminaban de atravesar la espesura de su barba entrecana. Era el único ser viviente de su biblioteca la cual se asemejaba a una rara composición fotográfica.

Ahora ya todo había ocurrido. No existían formas de enmienda posibles ni maneras sutiles o elegantes de evadir ese escabroso asunto en el que estaba envuelto. Una monotonía gestual abrigaba los pocos movimientos de Milardo. Tales muestras de taciturnidad no eran propias de él, uno de los más locuaces e impertérritos escritores del momento.

Aquella mañana comenzó temprano para él. Desde las siete treinta sus dedos se hundían con mucho desgano entre las teclas del computador. Sólo había obtenido unas tres o cuatro buenas frases. A las nueve abandonó el computador y tomó un café bien tinto mientras revisaba la prensa del día. La noticia del momento era el escándalo de Raimundo Lince, el famoso niño terrible de la literatura, quien había querido plagiar la obra póstuma de un desconocido escritor. Conocía demasiado bien a Lince, pues ambos eran carnales de muchas correrías. Estas cosas pasan hasta en los mejores escritores, pensó Milardo observando la foto de Lince en el periódico matutino.

El día avanzaba como un extraño tren impulsado por los valores de la abulia. El teléfono blanco marfil sonó varias veces hasta que la mano izquierda de Boyer tomó el auricular. Al otro lado de la línea estaba Armando Trece, un hombrecillo calvo y rubicundo de unos cuarenta y nueve años, lo saludaba afectuosamente. La comidilla de la semana era el “asunto Lince”. Después de agotar los pormenores del suceso literario del momento, Armando Trece le anunció a Milardo que había sido seleccionado para integrar el jurado del primer concurso de cuentos Joaquín Barradas. El premio consistía en treinta mil dólares para el ganador. Tendría un carácter único, indivisible y no podría ser declarado desierto. Las bases del concurso las había redactado el propio Barradas, un excéntrico millonario quien con los años le dio por hacerse mecenas de las artes y la literatura. El jurado lo conformarían Teresita de los Ríos, Juan Pablo Luque, José Carlos Benvenutti, Manuel Fontes de la Torre y por supuesto, Milardo Boyer. Con un jurado tan ilustre no cabrían dudas sobre la calidad del concurso y su nivel de exigencia para los participantes. Todos los integrantes del jurado eran plumas de renombre, algunos pertenecientes al “boom latinoamericano” de los años sesenta, como la gloria viviente de las letras, el uruguayo José Carlos Benvenutti, quien a sus ochenta y cuatro años de edad y más de sesenta en el oficio narrativo había vendido más de veinte millones de ejemplares de sus catorce libros de cuentos y novelas. Reunir a un jurado como éste no era tarea fácil, pero el dadivoso Joaquín Barradas se las ingenió para que ninguno renunciara, pagando a cada jurado cinco mil dólares.

Transcurridos tres meses, el lapso de recepción de los cuentos expiró. Se presentaron ciento veinticinco cuentos con sus respectivas copias y sobres lacrados con los datos de los autores. A Barradas le encantaba el juego de los seudónimos y la profunda curiosidad que causaba en los jurados el tratar de saber quién era quién.

La primera reunión del jurado se efectuó en la sede del Instituto Internacional del Escritor. El lugar era una réplica de un palacio de la Grecia Clásica. En el exterior del edificio, gigantescas cariátides sostenían el techo. En la parte interna, podían apreciarse los pisos y barandas de mármol. Llamaba la atención una bellísima estatua de la diosa Palas Atenea. Como es de suponer, la edificación de este majestuoso templo de la cultura también se le debía a Joaquín Barradas. La reunión prevista no se llevó a cabo, pues sólo Milardo asistió. Boyer retiró un pesado paquete de ciento veinticinco cuentos y se fue a descifrar en su casa los enigmas que se ocultaban en aquel grueso fajo de papeles escritos.

Milardo evocó con cierto rencor sus tiempos de novel escritor, cuando aspiraba a hacerse de un nombre y dar el salto definitivo al otro mundo —ese que le quedaba bien lejos del anonimato y la mediocridad. Una ira descomunal volvía a su cuerpo cuando recordaba aquellos concursos en su lejana provincia. En tales certámenes siempre estaban como jurados de narrativa (o prosa florida como la llamaban ellos) tres momias de la literatura representativa de su región: Jesús María Velásquez, Mario de la Hoz y Paolino Clemente. Velásquez era el cronista de la ciudad e historiador trasnochado de anacronismos. De la Hoz era peor prosista y pésimo versificador. Clemente era mediocre como escritor, pero como crítico tenía su bien ganada reputación de hacer honor a su apellido cuando reseñaba algún libro; para él no había malos libros, sino malos autores. ¿Quién podía comprender semejante absurdo?

Lo peor de aquellos tiempos eran los veredictos, los cuales siempre le resultaban adversos a Boyer. Usualmente ganaba alguien que conseguía tocar el punto sensible de los tres jurados. En varias ocasiones ganó el certamen Cortesana Carlota López, una regordeta escritora que aseguraba parecerse a Bárbara Streissand, por supuesto sin la nariz. Ella escribía con sentimiento semipueril y eso parecía gustar a los jurados. Con aquel nombre de “Cortesana” no podía esperarse mucho, sólo un desmesurado odio o desafecto hacia sus padres por colocarle tan insultante nombre. Sin embargo, Cortesana no sentía rencor por sus padres, sino hacía los hombres, quienes la habían engañado y utilizado miles de veces —según ella. Pero la rabia verdadera de Cortesana se debía a no haber conseguido un hombre con dinero, prestigio y poco cerebro que se sumiera en su regazo como un diminuto perro faldero.

Milardo tenía aún fresco el recuerdo de aquella esperpéntica escritora de provincia. Fueron amantes por una semana entera. No tenía muy clara la fecha, pero sospechaba que había sido por Semana Santa. Todo ese tiempo lo pasaron juntos, en cueros, solazándose locamente, animalmente. Hacían breves intervalos para comentarios inútiles sobre las cortinas de su apartamento o sus revistas de frivolidades. Cortesana le recordaba en su blanca y rolliza desnudez a las mujeres de Rubens.

Por fortuna la provincia quedó atrás. Había superado las etapas de los concursos y los únicos jueces eran los editores, los críticos y su muy selecto público lector. A pesar del éxito y renombre adquiridos, en algunos momentos pensaba que la literatura era una solemne “bolsería”: como negocio era malo y como profesión un motivo de risa para los demás. Aseguraba que todo escritor, por muy ilustre que fuera, en el fondo de su alma era un gran necio, un ser vanidoso y para no quedarse cono, un ególatra recalcitrante.

Él no vivía de esto, solía decir a los demás. Si no hubiera sido por su desahogado trabajo de asesor cultural de la universidad, tal vez nunca hubiese podido escribir los libros que ahora se exhibían en las vitrinas de las más grandes librerías del mundo. Que se hubieran vendido y editado varias veces era otra cosa. Tampoco podía explicarse cómo chinos, fineses, húngaros, turcos, checos y polacos se habían interesado en traducir su obra, esto sin contar las ediciones francesas, inglesas, alemanas, suecas, rusas, italianas y portuguesas. Ya tenía su propia casa, su computador, el Mercedes Benz último modelo que tanto status le daba y los dólares suficientes para viajar a Cuba cada dos meses para hablar y encontrarse con algunos colegas de la pluma y la botella. A pesar de todas estas cosas, él seguía escéptico a todo lo referente a la literatura. Estaba convencido que, de las cosas inútiles inventadas por el hombre, las letras se llevaban el estandarte mayor.

Ahora lo habían nombrado juez. Sería implacable en su lectura. Ningún mediocre podría saltar la difícil barrera que él significaba. Desde hacía más de diez años era asediado por jóvenes con carpetas llenas de manuscritos que buscaban alguna crítica o consejo de parte de él. Entre tantos, quizás el que prometía más era un tímido y anodino muchacho llamado Rolando Tirreno. Milardo había tomado aquel legajo de papeles del joven Tirreno sólo para librarse de él. Entre sus papeles, estaba un intrincado cuento de doce cuartillas que tenía como argumento el tormentoso amor entre un joven y su madrastra, quienes para verse libres de ataduras matan al padre y esposo respectivo. Por instantes, Milardo llegó a creer que se trataba del viejo tema de Hipólito y su madrastra Fedra. Las situaciones estaban planteadas de manera ingenua y la escritura era bastante tosca. En esta supuesta versión, el Hipólito de Tirreno es un hombre presa de la más terrible incontinencia sexual hacia su madrastra.

El recuerdo de Tirreno fue fugaz. De inmediato comenzó a leer los cuentos que había recibido. Esta era la ocasión propicia para poner en práctica un costoso método de lectura veloz que le garantizaba leer seis mil páginas en cosa de veinte horas. Los cuentos estaban llenos de torpezas, de incorrecciones gramaticales y en el peor de los casos de errores ortográficos. Detuvo la lectura por algunos días con la esperanza de poder encontrar después un cuento que al menos tuviese lo que él denominaba “dignidad intelectual”. Pero nada. Todos los cuentos que leía estaban llenos de ñoñerías y galimatías obtusos. “La literatura ha sido invadida por mediocres”, se dijo aquella noche y luego se fue a beber a un bar muy frecuentado por los escritores llamado El Lupanar de la Sabiduría.

El Lupanar de la Sabiduría era un lugar bastante selecto. Para ser admitido como socio el aspirante debía tener por lo menos tres libros publicados, además de ser presentado por alguno de los socios. El lugar había sido decorado a la usanza de los botiquines de los años cincuenta. Tenía anuncios de extintas marcas de licores que se iluminaban con luces de neón. La barra era inmensa y de madera, las mesitas tenían un tono rojo descolorido por el uso. Por supuesto, no podía faltar una rockola bien alimentada con todos los discos de despecho del mundo. La dependienta del lugar era la gorda Nora, quien había ejercido la docencia en la Escuela de Letras hacía algún tiempo, pero los negocios y “el llamado de la carne” la hicieron renunciar al mundo académico. Las mesoneras también eran egresadas de las distintas escuelas de letras del país (ya que todos los demás trabajos les estaban vedados); iban desnudas o en casos muy raros sólo cubiertas por un minúsculo delantal. Para las socias, estaba disponible Valentín Campos, un gigantesco y atlético negro que se graduó en letras sin leer jamás un libro.

En El Lupanar de la Sabiduría, Milardo se enteró de que el insigne José Carlos Benvenutti había renunciado por motivos de salud. En su lugar se nombró con carácter accidental a Armando Trece. Esta circunstancia retrasaría un poco el veredicto del premio. La mayoría del jurado opinaba como Milardo Boyer: trabajos sin trascendencia, sin innovaciones estilísticas ni nada de nada. Teresita de los Ríos, completamente desnuda, se acercó hasta Boyer y Armando Trece, sin importarle mucho sus cincuenta y dos años y la flacidez general de su cuerpo. Les comentó que ya había leído los cuentos y que ninguno era al menos aceptable.

Milardo Boyer comprobó con desconsuelo que ninguno de los cuentos se salvaba, todos eran malos y lo peor del caso es que el concurso no podía ser declarado desierto. Boyer se comunicó con todos y convocó a una reunión en su casa. Juan Pablo Luque se mostró indignado por la baja calidad de los trabajos. Manuel Fontes de la Torre, presa de la furia, insultó y maldijo a todos los participantes, concluyendo con un grueso y despectivo escupitajo al piso. Los demás fueron más comedidos. Boyer tuvo la ocurrencia de escribir un cuento entre todos, el cual sería perfecto. Buscarían algún testaferro intelectual que fingiría ser el autor y así los treinta mil dólares serían divididos entre los cinco.

Al comienzo, la idea de Boyer produjo un desconcertado silencio. Fontes de la Torre frunció el ceño, uno de sus gestos típicos antes de estallar en violenta cólera. Fontes era completamente impredecible, al igual que Teresita de los Ríos, quien esta vez se limitó a descalzarse las sandalias con los pies y rascarse los senos despreocupadamente. Aquel suspenso se rompió cuando Armando Trece afirmó que él aceptaba la propuesta de Milardo. En un instante se producía el más rápido consenso, algo nunca visto entre escritores.

Ahora faltaba el detalle principal: el cuento a escribir. El tema, la forma de escribirlo para que nadie notara alguna particularidad del estilo de algunos de ellos, serían detalles secundarios. Milardo aseguró tener un. tema bastante llamativo: las relaciones pasionales entre un joven y su atractiva madrastra, quienes asesinan al padre y esposo. En lo temático, el cuento no era novedoso, pero el erotismo desenfadado lo hacía realmente llamativo —con esto se cumplía aquella vieja máxima que afirmaba que todos los temas eran viejos, lo que nunca es viejo es el tratamiento.

La idea sedujo tanto a Teresita de los Ríos, que presa de excitación sexual se desnudó y comenzó a rozarse retadoramente con todos los presentes. Armando Trece le hizo la réplica y terminaron haciéndose el amor en el estudio de Milardo, entre libros y papeles, como si supieran que estaban escribiéndose ellos mismos para algún folletín que sería olvidado luego de leerse.

Enseguida comenzaron a trabajar en el texto. Teresita hizo las veces de mecanógrafa escribiendo en el computador de Boyer. Estaba desnuda como solía hacerlo para escribir, sólo que en esta ocasión lo hacía sobre las piernas de Armando Trece. Fue una noche de locura. Al concluir las correcciones y añadidos al cuento, celebraron tomándose tres cajas de champaña. Podían celebrar desde ahora. Los treinta mil dólares eran casi de ellos. El título del cuento: “Lecho de sombras”; el seudónimo: Rasputín de San Zabras. Armando Trece se encargó de conseguir el testaferro intelectual de la obra. El único detalle fue que no se tomó la libertad de decirles el nombre del escogido y quizás se debió a la premura.

El veredicto fue dado a conocer en la fecha prevista, muy a pesar del contratiempo sufrido con la renuncia de José Carlos Benvenutti. La prensa anunciaba que el cuento ganador del Joaquín Barradas era “Lecho de sombras”. El nombre del ganador no se dio a conocer por petición del propio Joaquín Barradas. La identidad del afortunado se daría a conocer en el momento de conceder el premio en efectivo.

La fecha esperada llegó. El jurado estaba presente, parecían más emocionados que cualquier ganador del concurso. Sólo les preocupaba que el ganador del concurso no hubiese aparecido. El suspenso y la expectación eran detalles muy recurrentes en Barradas. Éste apareció y al instante el llamado ganador del concurso. Boyer no podía creer lo que veía. Aquello sencillamente era un mal sueño, seguramente una pesadilla causada por comer fríjoles y cochino frito en la noche. Allí estaba quien él menos esperaba: Rolando Tirreno, el mismo quien diez años atrás le diera aquel manuscrito para que lo examinara. No supo qué decir ni cómo actuar.

Trece se le acercó a Boyer y le dijo en tono confidencial: éste es nuestro hombre. Pero Milardo, fuera de sí, gritó: “¡Es un farsante! ¡Él no escribió ese cuento!”. Se armó un gran revuelo, los ánimos se caldearon. Tirreno extrajo de un sobre el cuento “Lecho de sombras” firmado por él como prueba de que sí era el legítimo autor del cuento ganador. Barradas le hizo entrega de los treinta mil dólares. Milardo tuvo que ser llevado hasta su casa por sus amigos, estaba completamente fuera de control. No hubo reparto alguno, pues Tirreno aseguró que los únicos farsantes eran los miembros del jurado. El estigma los había alcanzado, sería difícil deshacerse por algún tiempo de aquellos comentarios en voz baja, de los ponzoñosos y afilados índices señalándolos. Al final todo pasaría al olvido como todos los delitos que se cometen.

Para Milardo Boyer, todo lo insólito e intangible había ocurrido. Todo se había esfumado como un espejismo anaeróbico frente al microscopio más potente. Cualquier cosa era posible en el mundo oscuro de lo incierto.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 3 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes