Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 107
19 de abril de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Algunos sueños compartidos
Javier E. Núñez

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Conocí a Martín a los pocos días de haber llegado a Madrid, cuando un amigo en común nos puso en contacto. Los dos andábamos tratando de acomodarnos y casi sin un duro, de modo que ninguno de los dos puso reparos cuando surgió la posibilidad de alojarnos juntos en un pequeño y mohoso departamento ubicado en el primer piso de un viejo edificio a pocas cuadras de la Cibeles.

Martín no era un tipo apuesto, pero tenía en el rostro una especie de candor que hacía que uno le tomara confianza y simpatía apenas verlo. Tenía el cabello oscuro, revuelto y enmarañado como si nunca lo peinara, caído sobre una frente ancha y serena que hacía resaltar sus ojos vivaces y alegres. Se sentó mientras yo preparaba café para los dos y me preguntó si podía fumar, invitándome un cigarrillo tras mi aprobación.

—Así que escribes —me dijo.

—Eso trato.

—Que cosa, ¿no? Tal vez algún día termines escribiendo un cuento sobre mí.

Me encogí de hombros con una sonrisa.

—Quién sabe. Tal vez —respondí antes de beber un sorbo de café—. ¿Hay algo que te haga tan especial como para escribir sobre vos?

—Mis sueños —dijo sin dudarlo un instante—. Definitivamente, mis sueños.

Al pedirle que se explayara, Martín me contó que tenía la rara cualidad de soñar lo mismo que las personas con las que convivía, y aseguró sin rubor que sus sueños eran una bendición para aquellos que sufrían la desdicha de tener esos tranquilos pero insulsos descansos sin sueños, o para los desmemoriados que olvidaban lo soñado apenas despertaban. Casi riendo le pregunté si me estaba hablando en serio y me reprendió con una mirada serena pero firme.

—Los sueños no son cuestión de bromas —dijo—. Hay mucha gente que duerme sin sueños, mucha gente que tiene sueños confusos, nebulosos. Para ellos mis sueños son una bendición, algo nuevo y maravilloso. Imagínate que nunca hubieses soñado y de repente pudieras empezar a soñar todo tipo de sueños: sueños claros y sencillos, sueños largos y cambiantes. La maravilla de experimentar por primera vez esa sensación de estar soñando con una persona y aunque tenga la cara de otro, saber que se trata de alguien más. El vértigo de una pesadilla, y despertar agitado y sorprendido en medio de la noche por la autenticidad de las sensaciones experimentadas.

Lo miré curioso. Hablaba de sus sueños con tanta confianza y seguridad que me entusiasmó la idea de compartirlos con él. Pero más allá de sus sueños, lo que más me entusiasmaba era la posibilidad de experimentar la increíble aventura de rememorar un sueño compartido como si se tratara de una anécdota real. ¿Cuántas veces uno tiene un sueño agradable y al despertar siente ganas de contarlo para revivirlo? ¿Cuántas veces en mis sueños había tenido una idea o una sensación a la que aferrarme para luego desarrollar la idea en un cuento? Y al despertarme en mitad de la noche, con esa brumosa sensación de no saber si se está dormido o despierto, vislumbrar en forma clara y concisa lo que quería escribir. Sin embargo al despertarme a la mañana siguiente, la idea se había esfumado y el sueño era sólo un recuerdo confuso y entrecortado. ¡Cuánto hubiese valido en esos momentos la posibilidad de tener alguien que hubiera tenido el mismo sueño, para poder recordarlo junto a él parte a parte!

La única duda que tenía era sobre el origen de los sueños. Pero Martín me aclaró que los sueños que soñaba estaban conformados por sensaciones, anhelos y experiencias de la otra persona. Se definió como un transmisor de los sueños ajenos.

La primera mañana Martín se despertó temprano privándome de nuevos sueños o bien dejándome librado al posterior olvido en el cual se sumían los que eran de mi exclusividad. La cuestión es que cuando desperté un par de horas después que él, sólo recordaba un sueño sobre el reencuentro con los viejos amigos de mi patria. En una especie de paseo vodevilesco atravesábamos el Parque Independencia cruzando frente a la cancha de Newell’s enfrascados en una discusión futbolística para llegar a la Plaza Mayor después de pasar por uno de los arcos que se abrían en los edificios que la rodeaban, nos deteníamos un instante a la sombra de la estatua de Felipe III y seguíamos viaje hasta el extremo de la plaza para salir, no se cómo, a la Gran Vía y de algún modo tomar un subte que nos dejaba frente al Monumento a la Bandera.

Cuando entré a la cocina Martín dejó el diario sobre la mesa y me saludó. Luego, con una extraña sonrisa cómplice y con su marcado acento español, tan cercano y lejano al mío al mismo tiempo, me preguntó:

—¿Dónde coño queda el Monumento a la Bandera?

—Argentina, hombre. En Rosario.

—Pues que rápido se llega en subte desde Madrid.

—En tus sueños —respondí riendo mientras me preparaba un café antes de salir—. Y en los míos.

De aquellos días guardo el recuerdo imborrable de un puñado de sueños compartidos. A veces conversábamos sobre los sueños durante horas, cuando a Martín le interesaba saber más sobre personas o lugares desconocidos que había soñado junto conmigo, y yo los describía con lujo de detalles e historias envueltas en un manto de nostalgia. Contaba con la inestimable ayuda de los sueños, en los que Martín veía con sus propios ojos —o con lo que sea que se vean las cosas en los sueños— los lugares sobre los que yo le hablaba, por lo que era casi como llevarlo de paseo a aquellos sitios. Era maravillosa la facilidad con la que recordaba todos los detalles de los sueños que compartíamos. Por alguna extraña razón tan particular como compartir los sueños, Martín tenía el don de brindar una clara memoria onírica y durante aquellos días pude recordar con asombrosa exactitud todos los avatares que me deparaban mis aventuras nocturnas. Fue tan fuerte su presencia y su influencia en mí, que desde que lo conocí tuve un gran avance respecto a este punto y, si bien hoy en día no recuerdo los sueños con la misma precisión de aquel entonces, al menos puedo asegurar que ya nunca más volví a olvidar los sueños al despertar como me sucedía antes de conocerlo.

Convivimos durante unos seis meses, un tiempo muy prolífico en materia de sueños y realmente llegamos a hacernos buenos amigos. Si bien vivimos juntos bastante tiempo y conversábamos durante horas enteras, supe muy poco sobre Martín. No tenía amigos, y casi podría asegurar que no era de Madrid aunque nunca dijo que fuera de algún lugar ni que dejara de serlo de ningún otro. Cuando le hacía alguna pregunta personal o sobre su pasado respondía siempre con ambigüedad o en forma alegórica, como tratando de mantener un velo de misterio sobre su persona que, debo reconocer, lo hacía mucho más intrigante y apasionante todavía. A mí no me importaba demasiado, me conformaba con su compañía para rememorar los sueños y canalizar la nostalgia de aquella suerte de exilio que me había alejado de mi patria y mis afectos, cuando le contaba sobre los lugares o las personas con las que soñábamos. De cualquier modo, sin faltar a su tácita promesa de no hablar sobre sí mismo o su pasado, Martín era una compañía por demás agradable. Tenía infinidad de anécdotas maravillosas e inquietantes sobre los sueños que había compartido con otras personas y de él aprendí que muchas veces los sueños hablan por sus dueños, o a veces de ellos. Sin embargo, según el mismo contó en una ocasión, la relación nunca duraba mucho porque al cabo de cierto tiempo había quienes sentían violada su intimidad al compartir todos los sueños con otro hombre. En algún momento todos se cansan de que le espíen los sueños, me dijo. Y eso fue también lo que condicionó muchas de sus relaciones amorosas, aunque esto fue todo lo que le oí decir respecto a las mujeres de su vida. Sin embargo, en aquel momento yo pensaba que podría pasar años enteros con Martín siendo testigo de mis sueños.

El último sueño que compartimos fue un sueño muy raro, pero inolvidable. En el sueño Martín y yo estábamos juntos y al compartir el sueño en el que ambos éramos partícipes, ambos sentíamos como propias las sensaciones del otro. Podía sentir mis propias sensaciones y podía sentir las suyas como si fueran propias; yo era yo y también era él, y viceversa.

Al día siguiente volví a la Argentina, pues me había llegado una oportunidad muy importante para volver y apenas tuve tiempo de preparar las cosas antes de estar a bordo del avión con rumbo a Buenos Aires. Me despedí de Martín con un afectuoso abrazo.

—Seguí soñando —le dije desde el taxi.

—De eso vivo —me respondió con su sonrisa torcida de dientes amarillentos—. Para bien o para mal.

No supe a qué se refería, pero el tiempo le daría la razón.

Pasaron muchos años antes que mis pies recorrieran el camino que me depositaría de nuevo en Madrid, pero no llegué a la Plaza Mayor atravesando el Parque Independencia ni en subte habría de volver a Rosario. Tampoco eran los mismos pies —mucho más cansados— ni era la misma Madrid.

No lo había vuelto a ver desde aquel día, y aunque su pelo ensortijado era más escaso y gris y las líneas que dibujaban las arrugas en torno a sus ojos delataban el paso del tiempo, era el mismo Martín que me había saludado desde la acera de la calle de Alcalá mientras mi taxi se alejaba, casi veinticinco años atrás.

Acostado en el cajón parecía soñar.

Me quedé pensando en eso unos momentos, pensando si habría sueños después de la muerte y si Martín estaría teniendo sus propios sueños por primera vez o soñaría los sueños de todos nosotros. Había escuchado la noticia en la radio el día anterior, apenas una semana después de mi regreso a Madrid. Unas pocas palabras hablaban del asesinato de un hombre en una casa cerca de la Puerta del Sol, ultimado de dos disparos por un sujeto que había vivido con él hasta la semana anterior. Los noticieros estimaban que se trataba de un ajuste de cuentas, pero la policía se había abstenido de emitir declaraciones.

En algún momento todos se cansan de que les espíen los sueños, había dicho alguna vez. Pero a alguien no le había bastado con dejar de compartir los sueños con Martín, y al parecer no quiso dejar ningún testigo de lo que decían sus sueños. Qué clase de sueños requerirían tan drástica decisión, nunca lo sabré.

Me despedí sin palabras de Martín y volví sobre mis pasos hacia la sala donde un reducido grupo de personas se habían reunido para velar su cuerpo. Una mujer que conservaba en el rostro las secuelas de una larga noche de llanto se acercó a mí.

—¿Amigo de Martín? —me preguntó. Asentí con la cabeza.

—Teníamos algunas cosas en común —le dije con tristeza—. Algunos sueños compartidos.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 3 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes