Conocí a Martín
a los pocos días de haber llegado a Madrid, cuando un amigo en común nos
puso en contacto. Los dos andábamos tratando de acomodarnos y casi sin un
duro, de modo que ninguno de los dos puso reparos cuando surgió la
posibilidad de alojarnos juntos en un pequeño y mohoso departamento ubicado
en el primer piso de un viejo edificio a pocas cuadras de la Cibeles.
Martín no era un tipo apuesto, pero tenía en el rostro una especie de
candor que hacía que uno le tomara confianza y simpatía apenas verlo. Tenía
el cabello oscuro, revuelto y enmarañado como si nunca lo peinara, caído
sobre una frente ancha y serena que hacía resaltar sus ojos vivaces y
alegres. Se sentó mientras yo preparaba café para los dos y me preguntó si
podía fumar, invitándome un cigarrillo tras mi aprobación.
—Así que escribes —me dijo.
—Eso trato.
—Que cosa, ¿no? Tal vez algún día termines escribiendo un cuento sobre
mí.
Me encogí de hombros con una sonrisa.
—Quién sabe. Tal vez —respondí antes de beber un sorbo de café—.
¿Hay algo que te haga tan especial como para escribir sobre vos?
—Mis sueños —dijo sin dudarlo un instante—. Definitivamente, mis
sueños.
Al pedirle que se explayara, Martín me contó que tenía la rara cualidad
de soñar lo mismo que las personas con las que convivía, y aseguró sin
rubor que sus sueños eran una bendición para aquellos que sufrían la
desdicha de tener esos tranquilos pero insulsos descansos sin sueños, o para
los desmemoriados que olvidaban lo soñado apenas despertaban. Casi riendo le
pregunté si me estaba hablando en serio y me reprendió con una mirada serena
pero firme.
—Los sueños no son cuestión de bromas —dijo—. Hay mucha gente que
duerme sin sueños, mucha gente que tiene sueños confusos, nebulosos. Para
ellos mis sueños son una bendición, algo nuevo y maravilloso. Imagínate que
nunca hubieses soñado y de repente pudieras empezar a soñar todo tipo de
sueños: sueños claros y sencillos, sueños largos y cambiantes. La maravilla
de experimentar por primera vez esa sensación de estar soñando con una
persona y aunque tenga la cara de otro, saber que se trata de alguien más. El
vértigo de una pesadilla, y despertar agitado y sorprendido en medio de la
noche por la autenticidad de las sensaciones experimentadas.
Lo miré curioso. Hablaba de sus sueños con tanta confianza y seguridad
que me entusiasmó la idea de compartirlos con él. Pero más allá de sus
sueños, lo que más me entusiasmaba era la posibilidad de experimentar la
increíble aventura de rememorar un sueño compartido como si se tratara de
una anécdota real. ¿Cuántas veces uno tiene un sueño agradable y al
despertar siente ganas de contarlo para revivirlo? ¿Cuántas veces en mis
sueños había tenido una idea o una sensación a la que aferrarme para luego
desarrollar la idea en un cuento? Y al despertarme en mitad de la noche, con
esa brumosa sensación de no saber si se está dormido o despierto, vislumbrar
en forma clara y concisa lo que quería escribir. Sin embargo al despertarme a
la mañana siguiente, la idea se había esfumado y el sueño era sólo un
recuerdo confuso y entrecortado. ¡Cuánto hubiese valido en esos momentos la
posibilidad de tener alguien que hubiera tenido el mismo sueño, para poder
recordarlo junto a él parte a parte!
La única duda que tenía era sobre el origen de los sueños. Pero Martín
me aclaró que los sueños que soñaba estaban conformados por sensaciones,
anhelos y experiencias de la otra persona. Se definió como un transmisor de
los sueños ajenos.
La primera mañana Martín se despertó temprano privándome de nuevos
sueños o bien dejándome librado al posterior olvido en el cual se sumían
los que eran de mi exclusividad. La cuestión es que cuando desperté un par
de horas después que él, sólo recordaba un sueño sobre el reencuentro con
los viejos amigos de mi patria. En una especie de paseo vodevilesco
atravesábamos el Parque Independencia cruzando frente a la cancha de Newell’s
enfrascados en una discusión futbolística para llegar a la Plaza Mayor
después de pasar por uno de los arcos que se abrían en los edificios que la
rodeaban, nos deteníamos un instante a la sombra de la estatua de Felipe III
y seguíamos viaje hasta el extremo de la plaza para salir, no se cómo, a la
Gran Vía y de algún modo tomar un subte que nos dejaba frente al Monumento a
la Bandera.
Cuando entré a la cocina Martín dejó el diario sobre la mesa y me
saludó. Luego, con una extraña sonrisa cómplice y con su marcado acento
español, tan cercano y lejano al mío al mismo tiempo, me preguntó:
—¿Dónde coño queda el Monumento a la Bandera?
—Argentina, hombre. En Rosario.
—Pues que rápido se llega en subte desde Madrid.
—En tus sueños —respondí riendo mientras me preparaba un café antes
de salir—. Y en los míos.
De aquellos días guardo el recuerdo imborrable de un puñado de sueños
compartidos. A veces conversábamos sobre los sueños durante horas, cuando a
Martín le interesaba saber más sobre personas o lugares desconocidos que
había soñado junto conmigo, y yo los describía con lujo de detalles e
historias envueltas en un manto de nostalgia. Contaba con la inestimable ayuda
de los sueños, en los que Martín veía con sus propios ojos —o con lo que
sea que se vean las cosas en los sueños— los lugares sobre los que yo le
hablaba, por lo que era casi como llevarlo de paseo a aquellos sitios. Era
maravillosa la facilidad con la que recordaba todos los detalles de los
sueños que compartíamos. Por alguna extraña razón tan particular como
compartir los sueños, Martín tenía el don de brindar una clara memoria
onírica y durante aquellos días pude recordar con asombrosa exactitud todos
los avatares que me deparaban mis aventuras nocturnas. Fue tan fuerte su
presencia y su influencia en mí, que desde que lo conocí tuve un gran avance
respecto a este punto y, si bien hoy en día no recuerdo los sueños con la
misma precisión de aquel entonces, al menos puedo asegurar que ya nunca más
volví a olvidar los sueños al despertar como me sucedía antes de conocerlo.
Convivimos durante unos seis meses, un tiempo muy prolífico en materia de
sueños y realmente llegamos a hacernos buenos amigos. Si bien vivimos juntos
bastante tiempo y conversábamos durante horas enteras, supe muy poco sobre
Martín. No tenía amigos, y casi podría asegurar que no era de Madrid aunque
nunca dijo que fuera de algún lugar ni que dejara de serlo de ningún otro.
Cuando le hacía alguna pregunta personal o sobre su pasado respondía siempre
con ambigüedad o en forma alegórica, como tratando de mantener un velo de
misterio sobre su persona que, debo reconocer, lo hacía mucho más intrigante
y apasionante todavía. A mí no me importaba demasiado, me conformaba con su
compañía para rememorar los sueños y canalizar la nostalgia de aquella
suerte de exilio que me había alejado de mi patria y mis afectos, cuando le
contaba sobre los lugares o las personas con las que soñábamos. De cualquier
modo, sin faltar a su tácita promesa de no hablar sobre sí mismo o su
pasado, Martín era una compañía por demás agradable. Tenía infinidad de
anécdotas maravillosas e inquietantes sobre los sueños que había compartido
con otras personas y de él aprendí que muchas veces los sueños hablan por
sus dueños, o a veces de ellos. Sin embargo, según el mismo contó en una
ocasión, la relación nunca duraba mucho porque al cabo de cierto tiempo
había quienes sentían violada su intimidad al compartir todos los sueños
con otro hombre. En algún momento todos se cansan de que le espíen los
sueños, me dijo. Y eso fue también lo que condicionó muchas de sus
relaciones amorosas, aunque esto fue todo lo que le oí decir respecto a las
mujeres de su vida. Sin embargo, en aquel momento yo pensaba que podría pasar
años enteros con Martín siendo testigo de mis sueños.
El último sueño que compartimos fue un sueño muy raro, pero inolvidable.
En el sueño Martín y yo estábamos juntos y al compartir el sueño en el que
ambos éramos partícipes, ambos sentíamos como propias las sensaciones del
otro. Podía sentir mis propias sensaciones y podía sentir las suyas como si
fueran propias; yo era yo y también era él, y viceversa.
Al día siguiente volví a la Argentina, pues me había llegado una
oportunidad muy importante para volver y apenas tuve tiempo de preparar las
cosas antes de estar a bordo del avión con rumbo a Buenos Aires. Me despedí
de Martín con un afectuoso abrazo.
—Seguí soñando —le dije desde el taxi.
—De eso vivo —me respondió con su sonrisa torcida de dientes
amarillentos—. Para bien o para mal.
No supe a qué se refería, pero el tiempo le daría la razón.
Pasaron muchos años antes que mis pies recorrieran el camino que me
depositaría de nuevo en Madrid, pero no llegué a la Plaza Mayor atravesando
el Parque Independencia ni en subte habría de volver a Rosario. Tampoco eran
los mismos pies —mucho más cansados— ni era la misma Madrid.
No lo había vuelto a ver desde aquel día, y aunque su pelo ensortijado
era más escaso y gris y las líneas que dibujaban las arrugas en torno a sus
ojos delataban el paso del tiempo, era el mismo Martín que me había saludado
desde la acera de la calle de Alcalá mientras mi taxi se alejaba, casi
veinticinco años atrás.
Acostado en el cajón parecía soñar.
Me quedé pensando en eso unos momentos, pensando si habría sueños
después de la muerte y si Martín estaría teniendo sus propios sueños por
primera vez o soñaría los sueños de todos nosotros. Había escuchado la
noticia en la radio el día anterior, apenas una semana después de mi regreso
a Madrid. Unas pocas palabras hablaban del asesinato de un hombre en una casa
cerca de la Puerta del Sol, ultimado de dos disparos por un sujeto que había
vivido con él hasta la semana anterior. Los noticieros estimaban que se
trataba de un ajuste de cuentas, pero la policía se había abstenido de
emitir declaraciones.
En algún momento todos se cansan de que les espíen los sueños, había
dicho alguna vez. Pero a alguien no le había bastado con dejar de compartir
los sueños con Martín, y al parecer no quiso dejar ningún testigo de lo que
decían sus sueños. Qué clase de sueños requerirían tan drástica
decisión, nunca lo sabré.
Me despedí sin palabras de Martín y volví sobre mis pasos hacia la sala
donde un reducido grupo de personas se habían reunido para velar su cuerpo.
Una mujer que conservaba en el rostro las secuelas de una larga noche de
llanto se acercó a mí.
—¿Amigo de Martín? —me preguntó. Asentí con la cabeza.
—Teníamos algunas cosas en común —le dije con tristeza—. Algunos
sueños compartidos.